Hace tiempo, unos seis meses o así, fui a Quorum un sábado por la mañana y me compré "La Divina Comedia", de Dante, y, de vuelta a mi casa, pasé por la puerta de Quorum 2, esa tiendecita que casi pasa desapercibida por su tamaño y sus colores oscuros. Entré y me puse a ojear y hojear por allí los diferentes libros hasta que encontré uno que me llamó mucho la atención por la portada y el título. En la cubierta se veía un dibujo antiguo de varios esqueletos bailando una macabra danza tras el título "Historia de un muerto contada por él mismo" de Alejandro Dumas, nada menos. Lo cogí y le di la vuelta. Pude comprobar que se trataba de una compilación de ocho historias, ocho relatos, fantásticos y de terror. Lo hojeé por dentro, topándome con el principio del primer relato, cuyo título daba nombre al libro, que decía así: "Una tarde de diciembre estábamos tres amigos en el taller de un pintor. Hacía un tiempo oscuro y frío, y la lluvia repiqueteaba en los cristales con su ruido monótono y continuo.". Aquel día era igual, nublado, frío, y a punto de ponerse a llover. Lo compré.
Lo fui leyendo a ratos, compaginándolo con otros libros, haciéndolo durar ya que no tiene más de 220 páginas. Ayer me leí el final. El último relato: Deseo y Posesión. Pero no es un relato, bueno, algo así. Es una alegoría expuesta en forma de charada, acertijo, que el señor Dumas publicó en un diario francés en 1860. A continuación lo copié a ordenador y lo voy a exponer aquí para que lo leáis e intentéis adivinar que muestra, qué expresa, qué esconde. Es muy cortito y se lee muy fácil, así que no seáis más flojos y leedlo.
Una mariposa reunía en sus alas de ópalo la más dulce armonía de colores: blanco, rosa y azul.
Como un rayo de sol iba revoleteando de flor en flor y, cual flor voladora, subía y bajaba, jugando por encima de la verde pradera.
Un niño que intentaba sus primeros pasos por el césped tornasolado la vio y, de repente, se sintió invadido por el deseo de atrapar aquel insecto de vivos colores.
Pero la mariposa estaba acostumbrada a este tipo de deseos. Había visto como generaciones enteras se quedaban sin fuerza persiguiéndola. Revoloteó delante del niño y fue a posarse a dos pasos de él; y, cuando el niño, ralentizando sus pasos y conteniendo la respiración, extendía la mano para cogerla, la mariposa alzaba el vuelo y recomenzaba su viaje desigual y deslumbrante.
El niño no se cansaba; el niño lo intentaba una y otra vez.
Tras tentativa abortada el deseo de poseerla, en vez de apagarse, crecía en su corazón, y, con paso cada vez más rápido, con la mirada cada vez más ardiente, el niño salía corriendo detrás de la linda mariposa.
El pobre niño había corrido sin mirar atrás; de manera que, cuando hubo corrido un buen rato, ya estaba muy lejos de su madre.
Del valle fresco y florido, la mariposa pasó a una llanura árida y poblada de zarzas.
El niño la siguió hasta esa llanura.
Y, aunque la distancia ya era larga y la carrera rápida, el niño, que no se sentía cansado, no paraba de perseguir a la mariposa, que se posaba, cada diez pasos, en un matorral, en un arbusto o en una sencilla flor silvestre y sin nombre, y siempre alzaba el vuelo en el momento en que el muchacho creía tenerla ya.
Porque, mientras la perseguía, el niño se había convertido en muchacho.
Y, con el invencible deseo de la juventud, y con su indefinible necesidad de posesión, no dejaba de perseguir al brillante espejismo.
Y, de vez en cuando, la mariposa se detenía como para burlarse del muchacho, introducía voluptuosamente su trompa en el cáliz de las flores y batía amorosamente las alas.
Pero, en el momento en que el muchacho se aproximaba, jadeando de esperanza, la mariposa se abandonaba a la brisa, y la brisa se la llevaba, ligera como un perfume.
Y así pasaron, en esa persecución insensata, minutos y más minutos, horas y más horas, días y más días, años y más años, y el insecto y el hombre llegaron a la cima de una montaña que no era otra cosa que el punto culminante de la vida.
Persiguiendo a la mariposa, el adolescente se había hecho hombre.
Allí, el hombre se detuvo un instante para considerar si sería mejor volver atrás, pues la vertiente de la montaña que le quedaba por bajar le parecía muy árida.
Abajo, en la falda de la montaña, al contrario del otro lado donde, en encantadores parterres, ricos y vergeles y verdes parques, crecían flores perfumadas, plantas raras y árboles cargados de fruta; en la falda de la montaña, decíamos, se extendía un gran espacio cuadrado cercado por muros, al cual se entraba por una puerta abierta ininterrumpidamente, y donde no crecían más que piedras, unas tendidas en el suelo, las otras erguidas.
Pero la mariposa se puso a revolotear, más deslumbrante que nunca, ante los ojos del hombre, y tomo la dirección del recinto cerrado, siguiendo la pendiente de la montaña.
Y, ¡cosa extraña!, aunque aquella carrera tan larga tendría que haber fatigado al viejo, porque, por su pelo canoso, se podía reconocer como tal al insensato corredor, su paso, a medida que avanzaba, se hacía más rápido; solo se podía explicar por el declive de la montaña.
Como un rayo de sol iba revoleteando de flor en flor y, cual flor voladora, subía y bajaba, jugando por encima de la verde pradera.
Un niño que intentaba sus primeros pasos por el césped tornasolado la vio y, de repente, se sintió invadido por el deseo de atrapar aquel insecto de vivos colores.
Pero la mariposa estaba acostumbrada a este tipo de deseos. Había visto como generaciones enteras se quedaban sin fuerza persiguiéndola. Revoloteó delante del niño y fue a posarse a dos pasos de él; y, cuando el niño, ralentizando sus pasos y conteniendo la respiración, extendía la mano para cogerla, la mariposa alzaba el vuelo y recomenzaba su viaje desigual y deslumbrante.
El niño no se cansaba; el niño lo intentaba una y otra vez.
Tras tentativa abortada el deseo de poseerla, en vez de apagarse, crecía en su corazón, y, con paso cada vez más rápido, con la mirada cada vez más ardiente, el niño salía corriendo detrás de la linda mariposa.
El pobre niño había corrido sin mirar atrás; de manera que, cuando hubo corrido un buen rato, ya estaba muy lejos de su madre.
Del valle fresco y florido, la mariposa pasó a una llanura árida y poblada de zarzas.
El niño la siguió hasta esa llanura.
Y, aunque la distancia ya era larga y la carrera rápida, el niño, que no se sentía cansado, no paraba de perseguir a la mariposa, que se posaba, cada diez pasos, en un matorral, en un arbusto o en una sencilla flor silvestre y sin nombre, y siempre alzaba el vuelo en el momento en que el muchacho creía tenerla ya.
Porque, mientras la perseguía, el niño se había convertido en muchacho.
Y, con el invencible deseo de la juventud, y con su indefinible necesidad de posesión, no dejaba de perseguir al brillante espejismo.
Y, de vez en cuando, la mariposa se detenía como para burlarse del muchacho, introducía voluptuosamente su trompa en el cáliz de las flores y batía amorosamente las alas.
Pero, en el momento en que el muchacho se aproximaba, jadeando de esperanza, la mariposa se abandonaba a la brisa, y la brisa se la llevaba, ligera como un perfume.
Y así pasaron, en esa persecución insensata, minutos y más minutos, horas y más horas, días y más días, años y más años, y el insecto y el hombre llegaron a la cima de una montaña que no era otra cosa que el punto culminante de la vida.
Persiguiendo a la mariposa, el adolescente se había hecho hombre.
Allí, el hombre se detuvo un instante para considerar si sería mejor volver atrás, pues la vertiente de la montaña que le quedaba por bajar le parecía muy árida.
Abajo, en la falda de la montaña, al contrario del otro lado donde, en encantadores parterres, ricos y vergeles y verdes parques, crecían flores perfumadas, plantas raras y árboles cargados de fruta; en la falda de la montaña, decíamos, se extendía un gran espacio cuadrado cercado por muros, al cual se entraba por una puerta abierta ininterrumpidamente, y donde no crecían más que piedras, unas tendidas en el suelo, las otras erguidas.
Pero la mariposa se puso a revolotear, más deslumbrante que nunca, ante los ojos del hombre, y tomo la dirección del recinto cerrado, siguiendo la pendiente de la montaña.
Y, ¡cosa extraña!, aunque aquella carrera tan larga tendría que haber fatigado al viejo, porque, por su pelo canoso, se podía reconocer como tal al insensato corredor, su paso, a medida que avanzaba, se hacía más rápido; solo se podía explicar por el declive de la montaña.
Y la mariposa se mantenía siempre a la misma distancia; solo que, como las flores habías desaparecido, el insecto se posaba en cardos espinosos o en desnudas ramas de árboles.
El viejo, jadeando, no paraba de perseguirla.
Al final, la mariposa pasó por encima de los muros del triste recinto, y el viejo la siguió, entrando por la puerta.
Pero apenas había dado unos pasos cuando, mirando a la mariposa, que parecía fundirse con la atmósfera grisácea, chocó con una piedra y cayó.
Tres veces intentó levantarse, y tres veces volvió a caer.
Y, no pudiendo correr ya más detrás de su quimera, se contentó con tenderle los brazos.
Entonces la mariposa pareció apiadarse de él y, aunque había perdido sus colores más vivos, se puso a revolotear por encima de su cabeza.
Tal vez no eran las alas de insecto las que habían perdido sus vivos colores; tal vez eran los ojos del viejo los que se había debilitado.
Los círculos descritos por la mariposa se fueron haciendo más y más estrechos, y al final se fue a posar sobre la pálida frente del moribundo.
En un último esfuerzo, éste levantó el brazo, y con la mano tocó, por fin, la punta de las alas de aquella mariposa, objetos de tantos deseos y tantas fatigas; pero, ¡qué desilusión!, se dio cuenta de que aquello que había estado persiguiendo no era una mariposa, sino un rayo de sol.
El viejo, jadeando, no paraba de perseguirla.
Al final, la mariposa pasó por encima de los muros del triste recinto, y el viejo la siguió, entrando por la puerta.
Pero apenas había dado unos pasos cuando, mirando a la mariposa, que parecía fundirse con la atmósfera grisácea, chocó con una piedra y cayó.
Tres veces intentó levantarse, y tres veces volvió a caer.
Y, no pudiendo correr ya más detrás de su quimera, se contentó con tenderle los brazos.
Entonces la mariposa pareció apiadarse de él y, aunque había perdido sus colores más vivos, se puso a revolotear por encima de su cabeza.
Tal vez no eran las alas de insecto las que habían perdido sus vivos colores; tal vez eran los ojos del viejo los que se había debilitado.
Los círculos descritos por la mariposa se fueron haciendo más y más estrechos, y al final se fue a posar sobre la pálida frente del moribundo.
En un último esfuerzo, éste levantó el brazo, y con la mano tocó, por fin, la punta de las alas de aquella mariposa, objetos de tantos deseos y tantas fatigas; pero, ¡qué desilusión!, se dio cuenta de que aquello que había estado persiguiendo no era una mariposa, sino un rayo de sol.
Y su brazo cayó frío y sin fuerzas, y su último suspiro hizo estremecer la atmósfera que pesaba sobre aquel camposanto…
Gracias por leer
J.R.R.G.
11 comentarios:
A veces intentamos atrapar un sueño, y lo esperamos con tanta ansia que el tiempo fluye y nos olvidamos de otras cosas. Cuando por fin lo conseguimos, nos desilusionamos, pues nuestras expectativas fueron aumentando con el tiempo, convirtiéndose en algo distinto a la realidad. ¿Es algo así?
Por cierto, he mandado un relato a la dirección de correo.
El deseo de conseguir algo es tan fuerte que no nos importa lo que dejamos atrás. Incluso, en ocasiones, nos imaginamos que ese algo perseguido es mejor de lo que en realidad es, hasta que finalmente nos damos cuenta de que hemos perseguido un sueño. Eso le pasó a mi padre, es un ejemplo, quería con todas sus ansias conocer a di estefano, un jugador de fútbol e ídolo de mi progenitor. Cuando mi padre jugó un partido vino de visita y mi padre tuvo la oportunidad de acercarse y pedirle un ansiado autógrafo. Parece ser que este hombre le contestó de manera bastante grosera.
Por eso lo mejor es vivir la vida en el presente.
¡Un saludo!
P.D: por cierto, me ha gustado mucho el relato, tienes que dejarme el libro.
La felicidad es abstracta, y las cosas abstractas en realidad no existen mas que en el coco. La felicidad consiste en pensar que si seguimos buscándola la encontraremos, nos imaginamos cómo será en un futuro imposible. Nos quedamos y vivimos con el sucedáneo. Cuanto antes comprenda uno que es el sucedáneo lo único real, más lo disfrutará.
Hola no sabia que tenias otro blog esta muy bien esta entrada aunque un poco larga, segun dices tiene buena pinta este libro.
Saludos.
pues la verdad es que no lo pillo
No es mi blog, es de unos pocos, de todos los que escriban, vamos, aunque lo distriubuimos dos kenneth y yo.
Kenneth, si no lo pillas, releelo, coño!
os mandé un relato a la dirección, ¿lo habeis recibido?
Sí, ahora acabo de verlo. Es que casi nunca, bueno, nunca, nos metemos en esa dirección. Ahora lo paso y lo publico. Gracias por escribir.
Pues si no te metes nunca (no hables en plural que no conozco a nadie más con la contraseña) no pongas esa dirección sino la tuya.
Según los budistas, la fuente de la infelicidad está en el deseo, al desear algo y no conseguirlo eres infeliz por ello. Por eso es mejor contentarse con lo mínimo. Aunque el relato defiende lo contrario.
No hables sin saber, listo, que no soy el único que tiene la contraseña. La tenemos los creadores, como comprenderás no te la vamos a dar a ti.
¿Y por qué no me la puedes dar, si se puede saber, señor borde?
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