martes, 12 de agosto de 2008

El Faro - Capítulo 8 (Parte 1)

Banderas (Parte 1)


Washington Distrito de Columbia

Capital de los EE.UU

25 de noviembre de 2009

15:00

Melvin Shine dejó escapar un suspiro de alivio, e incluso se contuvo el impulso de gritar de alegría en medio de la silenciosa biblioteca. Apartó a un lado la caja de comida china para no manchar la mesa de estudio y extendió con delicadeza el viejo periódico. 4 de febrero de 1991: esa era la fecha que aparecía en la parte superior de la página.

Media hora antes se había quedado dormido sobre él y no se había dado ni cuenta. Un molesto rayo de sol que había entrado por la estrecha ventana lo había despertado y, aunque al principio tuvo que volver a cerrar los ojos por la luz, enseguida se dio cuenta de lo que tenía ante sí. Justo en la parte superior de la pila de periódicos que usó de almohada había estado lo que buscaba durante todo ese tiempo.

La noticia ocupaba sólo un cuarto de la página. No era un artículo completo, más bien parecía un resumen. Pero tenía una fotografía y con la información del pie de foto le bastaba por el momento. Le dolía el cuello, la espalda y tenía fatiga. Había sido un trabajo arduo y esperaba que hubiese merecido la pena. Un primer vistazo a las hemerotecas más importantes de la ciudad no había sido suficiente para encontrarlo. Gracias a ciertos permisos especiales, tuvo acceso a la sección de “artículos raros” de la Biblioteca del Congreso. Aún así había necesitado una semana completa revisando montañas de periódicos a punto de desmoronarse.

Mel se estaba preparando el doctorado, aunque esto que estaba haciendo no tenía mucho que ver con el doctorado; es más, llevaba cerca de dos meses sin pisar la universidad. En más de una ocasión se había planteado cambiar la temática de su trabajo, hacia algo más personal. Algo más relacionado con lo que le había carcomido desde niño, con lo que estaba impreso en aquella hoja amarillenta.

Siempre había tratado de olvidarse de todo, nunca llegó a contarle a nadie toda la historia. Sus años en Harvard habían solventado con eficacia su obsesión, pero últimamente le resultaba imposible ignorar ciertas cosas que ocurrían a su alrededor. En primera instancia se había propuesto acabar la carrera; pero una vez finalizada, decidió resolver de una vez por todas su cuenta pendiente: el oro gris.

Sabía que cuanta menos gente estuviese implicada y menos hablara, se encontraría mucho más seguro. No sólo por falta de confianza, simplemente porque así no estaría influenciado por opiniones que le hiciesen cambiar de parecer. Eligió a Carl Johnson, un compañero de la infancia que actualmente trabajaba en la Interpol. Era un año mayor que él, serio y discreto, muy leal y no solía hacer preguntas más que las necesarias. Por el momento le había estado ayudando a la hora de proporcionarle información. Pero incluso con los medios que tenía a su alcance resultaba prácticamente inútil encontrar algo que mereciese la pena.

Miró a su alrededor por si alguien se fijaba en lo que hacía. Pero no había demasiada gente, solamente dos personas, que debían de estar demasiado concentrados en sus investigaciones como para prestarle atención a él. Estaba en una de las salas más pequeñas de la biblioteca, con sólo cinco filas y dos columnas de puestos de lectura, con una estrecha separación entre ellos. En las paredes se situaban las estanterías, repletas de diarios escritos en los últimos tres siglos.

Palpó la textura quebradiza de la hoja que tenía entre sus manos. Luego alzó la vista y prestó atención a una de las cámaras de seguridad que le apuntaba. Junto a la puerta, se sentaba un hombrecillo calvo con el rostro fruncido, el cual se encargaba de salvaguardar la integridad del contenido que había en la sala. Parecía imposible hacer lo que le estaba rondando por la cabeza. Una vez dejase el periódico en la mesa del hombre, descubriría que una de las hojas había sido rasgada. Después sólo tendría que mirar en su ficha personal para hallar su dirección. Supondría un pequeño escándalo, además de un asunto algo embarazoso para su madre. Tendría que soportar preguntas incómodas y él se vería obligado a mentir de la forma más ingeniosa que pudiera. Afortunadamente cabía la posibilidad de que no se dieran cuenta. El hombrecillo de la sala era en realidad un viejo amigo de la familia, por lo que dudaba que apenas mirase el periódico. Se la jugaría, y si no ya se las arreglaría.

En un abrir y cerrar de ojos arrancó el cuarto de hoja que le interesaba y se lo metió en el bolsillo. Lentamente volvió a mirar a su alrededor para confirmar que nadie se había percatado de lo que acababa de hacer. Acto seguido recogió sus cosas, incluida la caja de comida china y se levantó. Dejó el periódico en la mesa del hombrecillo con una sonrisa, a la cual éste le respondió también con una amigable sonrisa a modo de despido. Cabía la posibilidad de que echaran a la calle a ese pobre hombre por culpa suya, pero eso era algo que no preocupaba a Mel en aquel momento. Salió de la sala y anduvo por un pasillo en dirección a la sala principal de la biblioteca.

Mientras andaba comenzó a oír un murmullo; en un principio pensó que podría tratarse de la presencia de una multitud de estudiosos, reunidos con motivo de uno de los muchos congresos que organizaban en el edificio. Pero conforme se fue acercando a la sala principal se percató de que algo completamente distinto ocurría. Fuera de encontrarse con trajeados eruditos de varias nacionalidades, vio lo que llevaba tiempo temiendo. Se trataba de una muchedumbre de personas, en su mayoría jóvenes, que entraba de manera constante por las puertas y ocupaba gran parte del espacio.

La sala principal de la biblioteca era uno de los elementos más característicos, no sólo de la biblioteca, sino también de toda la ciudad de Washington. Su planta circular de enormes dimensiones solamente era rebatida por su altura: Tres de los pisos del edificio giraban en torno a la sala. Una cúpula, la más grande del mundo en una biblioteca, cubría el ancho de la sala y proporcionaba abundante luz natural. Las paredes se recubrían de mármol de distintos colores, así como las perfectamente pulidas columnas. Puertas y ventanas se perfilaban con hierro del siglo XIX que iba siendo restaurado cada año. Los puestos de lectura de madera de roble estaban dispuestos de manera radial, girando en torno a una gran tarima, que era el lugar en donde se solía colocar el bibliotecario jefe; aunque también era donde los congresistas exponían sus temas cuando se convocaba un congreso extraordinario. El puesto también estaba ladeado por un par de banderas de Estados Unidos. Fue allí, en lo alto de esa tarima de madera, donde un joven que salió de entre los manifestantes subió con un megáfono.

Los estudiantes e investigadores todavía sentados en sus puestos de lectura no salían de su asombro. Melvin calculaba que debía de haber más de trescientas personas allí apiñadas.

Aquella biblioteca había sido construida cerca del lugar donde, siglos atrás, los americanos habían proclamado su independencia. Reconocida desde su concepción como símbolo de la cultura de la lógica y de la razón, no era la primera vez que sus paredes eran testigo de manifestaciones más o menos pacíficas. Ejemplo de ello eran las concentraciones que movió el capitán Cousteau en contra de la pesca masiva, algún que otro discurso de Luther King o la convocatoria de la Asociación de Artistas de Hollywood contra la frustrada Guerra del Ártico. Ninguna de estas protestas había acabado mal. Bien es verdad que todas ellas habían movilizado a un gran número de agentes antidisturbios en las inmediaciones del edificio, las cuales tenían orden de usar la fuerza sólo como última alternativa. Era obvio que los tiempos habían cambiado, “los tiempos están rematadamente mal”­—pensaba Mel. No vio al capitán Cousteau, tampoco a Luther King y mucho menos a ningún actor hollywoodiense; partiendo de eso no era muy recomendable quedarse a comprobar si aquella biblioteca lograba salir inmune de un acto violento.

El joven que se había subido a la tarima pronunció un breve discurso. La guerra lo había empeorado todo. El joven soltó una retahíla tremendamente populista, pero no exenta de razón. Mucha gente empezaba a desesperarse por aquella situación límite. El chico exclamó la última frase, a la que los cientos de hombres y mujeres que estaban allí concentrados contestaron al unísono, muchos de ellos alzando el puño en el aire mientras gritaban con los ojos desorbitados.

—¡Por América! —repitió el joven, al tiempo que levantaba la bandera de su país.

Dos días antes dos policías habían muerto apaleados por una veintena de manifestantes. Esta vez iban a ser mucho más duros. Los antidisturbios entraron en la sala y formaron un cordón de protección para evitar que la confusión se extendiera al resto del edificio. La gente parecía estar enfurecida y los agentes se disponían a saltar a lo más mínimo. La prensa debía estar a punto de llegar, eso era lo que interesaba; pero no iba a dar tiempo. Un integrante de la protesta rompió en insultos contra uno de los policías; este último sólo necesitó como excusa un gesto amenazante para golpearle con su porra. Y entonces se desató todo.

La mitad de la multitud se abalanzó hacia las fuerzas policiales. La otra mitad corrió hacia la salida. Ya era imposible controlar aquella rebelión. La biblioteca estaba a punto de convertirse en un auténtico campo de batalla. El suelo se cubrió de mesas y sillas tumbadas, de libros pisoteados y de heridos. Los estudiosos que había en las mesas corrieron a unirse a los que huían a las salidas, pero antes se cruzaron con las porras. Uno cayó al suelo cuando un antidisturbios le pegó con tal fuerza que le fracturó el cráneo y lo dejó sin conocimiento; a otro debieron de romperle la mitad de las costillas; y una señora de más de sesenta años se quedó sin respiración al recibir un golpe en la espalda.

Por represalia, una docena de personas agarró a un agente y lo linchó. Los compañeros que fueron a ayudarlo fueron arremetidos con las hachas de emergencia. Mientras tanto, algún loco tiró un cóctel molotov al fondo de la sala. Desde fuera pudo verse el humo.

Había muchos cuerpos ensangrentados en el suelo y la gente corría despavorida en busca de alguna salida. Los agentes del orden empezaron a usar balas de verdad. Una mujer que estaba cerca de Mel recibió un disparo en el muslo tras oírse un estruendo. Él sintió un golpe en la espalda, pero ni siquiera le dio tiempo a saber a qué se debía. Corría junto a la estampida, para no ser aplastado por ella.

Ya no sabía adónde iba; al igual que la mayoría de la multitud, estaba totalmente desorientado. El humo se había elevado en todo su campo de visión. Decidió volver sobre sus pasos, aunque quizás fuese demasiado tarde, con el fin de encontrar algún punto de referencia que le ayudara a encontrar la salida. Para eso tendría que luchar contra la enorme fuerza del pánico y la furia popular. Hubo un momento en que estuvo a punto de caer al suelo, sabía que si le ocurría eso, probablemente no podría volver a levantarse. La fuerza de la gente le arrastraba, pero Mel consiguió agarrarse a una columna, hecho que no hizo más que empeorar su situación. La presión de la gente aplastaba su cuerpo contra el frío mármol de la columna. Escuchó el crujido de su nariz al fracturarse, al igual que sintió cómo la sangre se deslizaba suavemente por su barbilla y su cuello.

Una chica chillaba desde el suelo, a pocos metros de distancia suya, mientras era pisoteada por más de una treintena de pies. Llegó un momento en que dejó de gritar. Mel no podría haberla ayudado ni aunque lo hubiese deseado, pues su situación no era demasiado buena.

Por un momento creyó que iba a asfixiarse, aunque poco a poco el tapón de gente se fue diluyendo, y eso le permitió a Mel escapar y volver al centro de la gran sala en donde aún se desarrollaba el enfrentamiento. El humo le raspaba la garganta y le impedía ver a más de dos metros de distancia. Unos destellos de metralla cruzaron de una parte a otra y su primera reacción fue la de agacharse entre los puestos de lectura; pero era tal su confusión que no tenía ni idea de dónde provenían. Conforme fue avanzando a gatas no veía otra cosa más que cuerpos de gente herida, algunos de los cuales apenas se movían. De pronto llegó a lo que parecía una mesa algo más grande e intuyó que se trataba de la tarima de madera. Miró a su alrededor buscando la dirección de alguna posible salida. Ya nada era como antes, el mármol había sido arrancado de cuajo por los disparos, los cristales de la bóveda y las ventanas se esparcían por las losas de mármol. Las dos banderas de Estados Unidos estaban en el suelo polvoriento. Luchaban dos bandos, unos en nombre de América, los otros también.

Alguien le tiró de la camiseta; cuando se volvió, creyendo que se encontraría con algún herido, descubrió que no podía estar más equivocado. Era la niña del vestido azul.



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