martes, 5 de agosto de 2008

El Faro - Capítulo 7 (Parte 2)


Una Segunda Oportunidad
(Parte 2)


La sala de espera del hospital estaba limpia y vacía. Solo Steve y el policía la ocupaban cada uno sentado en los extremos de uno de los bancos. No hablaban. Steve solo pensaba, recordaba el momento en que su esposa se puso de aquella forma. ¿Por qué?

Estaba en Fiumicino por fin y lo único que había visto había sido el puerto y el interior del coche de policía. Sí, había mirado por las ventanas durante el triste trayecto hasta el hospital, pero no había visto; de su cabeza no se iba la imagen de su mujer tirada en el suelo, junto a la cama, sangrando y rogándole que le ayudara con los ojos desorbitados. Y él no había podido hacer nada. En cinco minutos había perdido la consciencia, y hasta hubo un momento, a la media hora o así, en el que Steve creyó que había dejado de respirar. El motor del yate se había quejado cuando Steve lo puso al máximo de su potencia, pero no se calentó demasiado y no tuvo que apagarlo en ningún momento para que recuperara. Con esto, se dedicó por entero a permanecer sentado junto a Ruby, con su cabeza apoyada en las rodillas y acariciándole el pelo, tras haberle limpiado de la cara la sangre, sin que ella diera muestra alguna de mejora.

Con todo aquello, se olvidó por completo de la música, y no pudo evitar el llanto en el momento en que la última canción del disco comenzó a sonar. Era Ruby. Violines melancólicos, el piano de Charles y su voz: They say, Ruby, you are like a dream… Not always what you seem... La maldita canción, que tanto le había gustado siempre, en ese momento tan trágico le pareció de lo más siniestra.

Un par de veces pasó el doctor de su esposa por delante de ellos sin siquiera mirarlos, rápido, mirando papeles y la última vez con un inmenso libro entre las manos. Dos horas más tarde, salió de nuevo y se acercó a ellos. Steve y el policía se levantaron. La cara del doctor era una mezcla de agotamiento y enfado, y habló con una voz ronca y muy seca, en italiano, con el policía, quien le tradujo.

—Dice que no entienden nada. No consiguen averiguar qué le pasa. La han tratado superficialmente para unas cuantas cosas que podrían ser y van a esperar a ver si se manifiesta lo que sea que está dañando a su esposa.
—¿Habla en serio? —preguntó al policía.
—Sí.

El doctor se fue sin despedirse y los dejó allí de pie, en silencio.

—¿Qué va a hacer? —le preguntó el policía.
—No lo sé. ¿Puedo entrar a verla?
—No. Me ha dicho que no, vamos —respondió.
—¿A dónde?
—A algún bar.

El policía echó a andar y Steve fue sumiso detrás, sin nada que decir, sin fuerzas para quejarse. Salieron del hospital por las enormes escaleras de piedra de la entrada y cruzaron una bonita plaza llena de gente paseando y vendedores de suvenires que se apostaban en los bancos, desplegando allí su material y esperando a ser vistos. Un montón de niños en fila, todos con gorras verdes fosforito, seguían a una mujer joven con una carpeta en lo alto que, de vez en cuando, se giraba y les hablaba o llamaba un poco la atención. Steve no pudo evitar quedarse mirando a una preciosa niña rubia que, sin gorra esta, destacó por la belleza de su cabello sobre el resto de los niños; no consiguió verle bien la cara, por la lejanía y las lágrimas que luchaba por contener.

El recuerdo le asaltó otra vez: “Lillian, ¿dónde te has ido, preciosa? Tu madre y yo te echamos de menos…

El policía andaba delante de él, sin volverse, con paso patoso y rápido. Steve le veía la espalda, la ropa arrugada, el sudor en la nuca, la falta de pelo en la coronilla, las piernas gordas renqueando sobre las losas desiguales del suelo que tanto habría recorrido y esa manera exagerada de mover los brazos. Odiaba a aquel hombre. No sabía por qué pero lo odiaba con toda su alma, y le deseó lo peor por un momento. Quiso poder pegarle, rezó por tener la posibilidad de quitarle la vida a golpes y no entendía qué hacían aquellos sentimientos corriendo por su cuerpo como un veneno.

El odiado agente se volvió entonces, intentando sonreír y le preguntó:

—¿Dónde prefiere ir? —con una mano le señaló la acera de enfrente a la que estaban, donde podían verse varios bares y terrazas.
—¿De verdad cree que me importa? —dijo Steve irritado, aún furioso.
—De acuerdo.

Y volvió a andar, decidido por uno, un bar llamado “A Domani!” en el que no había un alma. Vacío como los vasos que colgaban sobre la cabeza del camarero, un hombre muy mayor que ni los miró cuando entraron y que siguió con la vista clavada en el puro que se fumaba con unos labios agrietados sin dientes en la boca que cubrir.

Fueron hasta una mesa del final y cuando se sentaron, un chico joven con un delantal se acercó a ellos y les preguntó. El policía pidió por los dos y el joven se fue.

—No se deje engañar, este bar está muy bien.
—Vale.
—Mi nombre es Christo Malvicini.
—El mío es Steve Horner.
—Bueno… ya lo sabía —sonrió débilmente el hombre, como esperando que su acompañante también lo hiciera por la obviedad de su presentación —, estuve con usted en el regitro, y en el hospital…
—Ya, claro.
—Mire, señor Horner, voy a hablarle con franqueza… —dijo Christo Malvicini recolocándose en su asiento y haciendo una pausa cuando el camarero soltó dos cervezas enormes en la mesa —, su esposa no es la única.
—Ya lo sé.
—¿Cómo? —Christo Malvicini quedó totalmente contrariado por aquella revelación.
—Mi hija murió igual.
—Oh, Mamma mía! Cuánto lo siento —Christo Malvicini dio un trago a su cerveza un tanto sorprendido.
—Hace casi veinte años ya.
—Tuvo que ser muy duro, sería usted muy joven, ¿no?
—Demasiado…
—Vaya… Pues lo que yo iba a decirle, señor Horner, era que, ahora mismo, no es solo su esposa la que se encuentra en ese estado. No es su esposa la única en ese hospital con esta especie de enfermedad.
—¿Y por qué no dijo nada el doctor? —inquirió con brusquedad el Capitán.
—Porque no quieren escándalos.
—¿A qué se refiere?
—A que si los familiares de los afectados saben que ellos no son los únicos darán la voz de alarma, de alguna manera se extenderá la existencia de una enfermedad que no sabemos controlar y que nadie sabe qué es —Christo Malvicini volvió a sorber de su jarra de cerveza —, y no necesitamos a los medios encima. Muchos menos ahora, con la sombra de la guerra volando sobre nuestras cabezas como cuervos en el desierto.
—¿Y por qué me lo cuenta entonces a mí, señor Malvicini?
—Porque usted puede hacer algo para remediarlo.
—Pero, ¿qué me está contando? —Steve dio un golpe en la mesa —Como bien ha dicho antes, vino al registro conmigo, sabe que no soy más que el Capitán de un barco de pesca.
—Exactamente. Usted dispone de un barco y los permisos para navegar en todas las regiones marítimas, usted y solo usted.
—No, señor Malvicini —rió el Capitán —, se equivoca, somos alrededor de mil los Capitanes de pesqueros con permiso para todas las regiones.
—Sí, pero hasta donde yo sé, usted es el único cuya esposa está postrada en una cama incubando una enfermedad sin remedio conocido por la medicina.
—¿Y usted qué sabe?
—Señor Horner —sonrió el agente —, hágame caso, lo sé.
—Me voy a ir, señor Malvicini —dijo de repente el Capitán levantándose.
—¿Por qué? —se sorprendió el policía.
—Porque, hace también casi veinte años, otra persona fue por el mismo camino que parece ir a tomar usted, y me propuso algo muy feo, señor Malvicini.
—¿De qué me habla, señor Horner? —preguntó el agente —No le sigo.
—Pues nada. Hasta que nos volvamos a ver.
—¿Qué? —el agente de policía no hizo más que quedarse donde estaba, agarrado al asa de su enorme jarra de cerveza, viendo como el Capitán Horner se marchaba por la puerta del bar y cruzaba la calle dirección al hospital.


—¡Exijo ver a mi esposa! —gritó al celador que le ponía una mano en el pecho prohibiéndole la entrada al ala de cuidados intensivos.
¡In nessum modo! —negaba una y otra vez el hombre, empujándolo, obligándolo a retroceder.
—¡Voy a golpearte, italiano de mierda!
Ma va´ là! —el celador echó su peso sobre el capitán y lo estrelló contra una pared, luego comenzó a gritar ­— Sicurezza! Sicurezza!

Y no tardó en aparecer un guardia de seguridad mirando con maldad al Capitán, que se recompuso como pudo y pasó al lado de éste sin mirarlo, rápido y furioso.

Salió del hospital arrasando con todo, sin mirar ni por donde pisaba, paró a un taxi y le gritó la palabra “puerto” haciendo el movimiento del agua con las manos. El taxista le miró con los ojos entrecerrados y puso el taxímetro a correr. El viaje fue corto, pero no barato.

Su barco descansaba sobre las aguas calmadas del atardecer. Llevaba sentado en la cubierta tres horas, con una botella de vino vacía entre las piernas y Ray Charles sonando en el interior. El sol veraniego le había quemado la piel y sabía que necesitaba o una ducha o un baño para despejarse; pero moverse era algo que no le apetecía.

El cielo era un cuadro de Rubens, nubes redondeadas, cada una de un color, naranja, rojo, lila, rosa, azul, violeta y el sol caía justo ante sus ojos y le desorientaba al igual que deslumbraba.

—Cómo han cambiado tus vacaciones, ¿verdad? —murmuró entre dientes.
—¿Capitán? —una tímida voz en la luz.
—¿Quién anda ahí? —tan borracho estaba que no le sorprendió la voz de la niña tras él, ni se giró, ni se movió, permaneció como estaba, mirando directamente al sol, dañándose las retinas y sintiendo la luz inundar su mente.
—Soy… Vengo a avisarle —la voz hablaba con determinación.
—¿A avisarme? ¿De qué? —el Capitán echó la cabeza hacia atrás, apoyándola en el quicio de la puerta.
—De que si no busca a Simon Bakälar, le pregunta por el orogris y decide aliarse con él, su esposa no se salvará.

El Capitán comenzó a reírse, sin volverse.

—¿Te manda Christo Malvicini? —preguntó.
—No conozco a ningún Christo Malvicini. —respondió con sinceridad.
—Entonces, ¿de qué conoces mi historia, a Simon Bakälar, y todo lo demás?
—Señor, busque a Simon Bakälar en Port Douglas, Australia, y háblele del orogris, no deje que le vuelva a pasar como con su hija, Capitán.
—¿Qué sabes tú de mi hija? —preguntó con brusquedad.
—Nada, solo que murió al no tener la cura. Pudo conseguirla entonces y puede conseguirla ahora. No caiga dos veces en el mismo error.
—Pero, ¿se puede saber quién cojones eres? —el Capitán se fue volviendo, sorprendido por la cantidad de información que tenía la niña y, con las pupilas totalmente contraídas, al mirar a la oscuridad del interior solo percibió luces blancas y anaranjadas ante los ojos, entre las cuales vio desvanecerse el cuerpo de una niña —¿Lillian? ¿Eras tú?


Duchado y afeitado, oliendo a colonia y con una pequeña maleta de viaje en una mano, caminaba el Capitán con paso rápido hacia el Hospital. Nervioso, se preguntaba si lo dejarían pasar a ver a su esposa y si perdería los nervios de no ser así. Solo había ido a despedirse.

Entró al vestíbulo y atravesó toda la sala gigantesca hasta los ascensores, donde esperaba un montón de gente. Todas caras desconocidas, país desconocido, idioma desconocido. Estaba solo, completamente solo, y aquello le asustaba; si por lo menos conociera la lengua.

Una vez en la planta de cuidados intensivos, nada más pasar a través de las puertas de metal del ascensor, se encontró de cara con el agente Christo Malvicini.
—Vaya —dijo éste con una sonrisa, luego fijó su vista en la maleta —¿Se marcha?
—Sí.
—¿A dónde?
—A Australia, a buscar a un viejo amigo.
—Claro —el agente andaba a su lado mientras el Capitán encaminaba la puerta de entrada al ala del hospital.
—¿Me dejarán pasar? —preguntó Steve Horner.
—A saber.

Llegaron hasta la puerta, donde un nuevo celador leía unos archivos de pie junto una mesa. Christo Malvicini comenzó a hablar con él y el muchacho miró una y otra vez al Capitán, de arriba abajo, luego negó con la cabeza y se encogió de hombros, dijo algo y enseñó las palmas de las manos, como si no supiera nada.
—No te pueden dejar pasar —dijo el agente.
—¿Por qué? —Steve luchaba por controlarse.
—Por seguridad, este tipo dicen que le han ordenado no dejar entrar a nadie en la zona de infectados —explicó.
—Puta mierda.
—¿Tiene el billete de avión?
—No. —Steve comenzó a agobiarse.
—¿Y piensa encontrarlo así sin más, sin reserva ni nada?
—No he pensado en eso.
—Pues creo que es algo a tener en cuenta —dijo el policía con una sonrisita, la cual borró al instante al ver el rostro descompuesto de Steve Horner —. Le ayudaré.

Christo Malvicini hizo tres llamadas y le consiguió un billete en clase turista, de ventana, para el vuelo de las doce de la noche que le dejaría en el aeropuerto de Cairns, no muy lejos de Port Douglas.
—¿Por qué me ayuda?
—Porque ha pasado mucho en un solo día, y quería librarle de algo del peso.
—Muchas gracias.
—No hay de qué, Capitán.

Viajaron en el coche del agente hasta el Aeropuerto Leonardo Da Vinci, donde se despidieron con un breve apretón de manos y donde Christo Malvicini le deseó suerte y paciencia. Steve volvió a darle las gracias por todo y se despidieron.

El avión no iba muy lleno, nadie se sentó a su lado y el hecho de sentirse atraído hacia una de las azafatas le hizo sentir fatal, le entró un terrible dolor de cabeza y vomitó dos veces antes de salir de Italia. No pidió nada para comer, ni para beber, no leyó ninguna revista y ni siquiera pudo reposar la cabeza sobre la ventana y dormir un rato. Estaba nervioso, intranquilo, sabía lo que tenía que hacer, a quien se tenía que enfrentar y en donde se iba a meter, y eso le asustaba. De verdad que le asustaba. Era como si, de una manera inconsciente, Steve Horner supiera a donde le iba a llevar esto, a ese fin prematuro en el barco contra las rocas que harían de su viaje de salvación una muerta carente de sentido.

Pero, por otra parte, sabía que tenía que ir, que nada saldría bien si él no hacía ese viaje, si no hablaba con Simon Bakälar, si no iba en busca del orogris. Lo sabía. Lo sabía, y la niña también. La niña lo había puesto en el camino, de vuelta a las ruedas del destino. La niña. ¿Quién era esa niña? Había desaparecido cuando él se había vuelto. ¿Fue una alucinación? ¿Una aparición? ¿Lillian? Había muerto con siete años, y la recordaba más alta que la sombra que había visto en su camarote. Y la voz era diferente también. Aunque habían pasado casi veinte años ya. ¿De verdad iba a reconocer la voz a la primera? Pues, ¿qué iba a ser si no? Si no era su hija, su Lillian, ¿quién demonios era la niña que apareció tras él esa tarde? ¿Quién?


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3 comentarios:

Anónimo dijo...

Cuánta desgracia junta! Mamma mia! jajaja. Al final me hiciste caso y todo, qué gracioso.

Seguid! no me vayáis a dejar con esta intriga porfi!

Un beso!

Anónimo dijo...

Hombre, que bien te lo hayas leído tan prontito.

Y por supuesto que te hice caso, a ti, siendo tres cuartas partes italiana como eres, jejejejeje.

Espero que te siga gustando, hacemos lo que podemos.

El martes que viene, mmmmmmmÁs!

Anónimo dijo...

Quien, eh? quiennnn??