viernes, 11 de julio de 2008

El Faro -- Capítulo 6 (parte 1)

Aquí vuelve "El Faro", de una vez por todas, con la 1ª parte del capítulo 6; ya dijimos que a partir de ahora los dividiríamos para hacer más ligera su lectura. La 2ª parte de este episodio será publicada el Martes 22. Esperamos os guste y nos comentéis todas las dudas que os vayan saliendo al paso.


La Venganza de Grace
(parte 1)


19:55
8 de diciembre de 2010

—Se oye.

Dos grandes luces de neón que colgaban del techo le iluminaron la cara. La chica frunció los ojos deslumbrada, mientras intentaba reconocer las blancas y borrosas paredes que se levantaban a su alrededor. La voz que habló antes se volvió a oír, reverberando en las paredes de la sala.
—La prostituta de nombre Jennifer, está acusada de contagiar, en conocimiento de la enfermedad que poseía, a más de cien afectados, de los cuales diez de ellos han fallecido, cincuenta y cinco se encuentran en estado muy grave y unos treinta están con tratamiento urgente por encontrarse en las fases primarias de la enfermedad. Atendiendo a la comisión nacional del Estado de Guerra del país de los Estados Unidos, se considera éste un acto de ataque bacteriológico, y por tanto se condena como terrorismo y traición. Considerando estas pautas, se procede a autorizar la decisión tomada por el Tribunal Militar vigente la aplicación de la pena de muerte, mediante cámara de gas, a las 20:00 del día 8 de diciembre de 2010.

Jennifer realmente no se llamaba así, ese había sido su nombre durante años, su nombre profesional. Pero cada vez que alguien la nombraba así una inmensa pena la invadía, haciéndola sentir más desgraciada. Era entonces cuando deseaba con todas sus fuerzas el haber tenido otro camino, una alternativa que le hubiese llevado a triunfar en vez de fracasar estrepitosamente en la vida. Quizás hubiese servido una simple señal que la consiguiera apartar de los acontecimientos que ocasionaron la guerra, y que la separaron de su familia. O quizás la ocasión de poder elegir, sin verse obligada a malvender su cuerpo, rebajando su precio a lo más ínfimo o subiéndolo una miseria, haciéndose partícipe en la locura de la oferta y la demanda de la calle, la ley del más fuerte y de la humillación. No sabía si era por la injusticia del mundo, por la envidia hacia las otras personas, o por el odio a todo aquel que hiciese uso de su servicio (y que irónicamente la ayudaban a sobrevivir); pero sólo tenía un convencimiento: antes de morir quería llevarse a algunos por delante. Y lo había conseguido.

Las ocho menos tres minutos, los conductos del gas estaban listos. Debía ser una muerte espectacular, para dar escarmiento. Un hombre de sesenta y cinco años, con el uniforme de general de armada, observaba a la mujer, a través de un cristal que no permitía que ella le viese, abstraída de la realidad que le envolvía. Durante aquellos dos últimos años, el general Garrida había ordenado sin ningún tipo de escrúpulos la ejecución de docenas de personas; ya que se dirigían en su mayoría hacia adeptos a la guerrilla y al terrorismo. Se trataba de traidores que estaban vinculados a ideales anodinos, basados especialmente en lo antipatriótico y la radicalidad. Habían querido aprovechar la debilidad de la guerra; habían hecho uso de la violencia, el miedo, el quebrantamiento interno del país... Según Garrida, estaban de acuerdo con los enemigos de Estados Unidos y habían creado una guerra civil, destruyendo, traidores, su Patria. El motivo por el que hoy estaba allí era el de asegurar que se llevara a cabo la condena hacia esa mujer.

Ya era la hora. Los gases empezaron a entrar en la sala, Garrida estaba dispuesto a soportar el visionado de su muerte: no era la primera vez que veía una ejecución. Aún así, la mujer condenada, parecía no inmutarse por la presencia del gas. Parecía estar aguantando la respiración, como si prefiriese morir asfixiada por falta de oxígeno que por intoxicación; pero era imposible, tarde o temprano tendría que coger aire. No habían transcurrido ni diez segundos cuando alguien entró rápidamente en la habitación donde se encontraba el general. Era otro militar con grado de comandante.
—General —dijo con el pulso acelerado — acaba de llegar un mensaje desde Alaska: la guerra ha terminado.
—¿Cómo? —preguntó el general Garrida extrañado.
—Yo tampoco me lo explico, general, pero se ha acabado, de la noche a la mañana. Aquí está la orden —le acercó el documento oficial que lo confirmaba—. Hasta ahora se ha ordenado posponer todas las condenas a muerte, incluyendo la de esta mujer.
Con una señal dada al operario, éste cerró rápidamente los conductos del gas.
—Hay que mandar una unidad médica para esa mujer, ahora mismo.
—No —dijo el general Garrida con tono sereno—, se procede con la ejecución.
—¿Perdone? —preguntó asombrado el comandante.
—Vuelva a encender el gas, señor —exclamó, dirigiéndose al operario.
—Creo que no me ha entendido, general, hay orden directa de...
—¡Ya lo sé! —gritó, bastante nervioso— Y no me importa.
—Voy a entrar a por la chica.
—Usted va a salir ahora mismo de esta sala.
—¿Sabe que? No me importa que sea usted uno de los cinco generales de la Comisión, no tiene derecho alguno...
Cuando vio al general apuntándole con un arma, interrumpió su frase de lleno.
—Sólo deme diez minutos, después haga lo que quiera. Señor—se dirigió al operario—, proceda.
Lo que vino después fue un impulso de ira, o de crueldad, el general acercó los labios al micrófono para que la chica oyese su voz.
—A pesar del retraso, se procede como estaba previsto con la ejecución —y añadió, con cierto énfasis—: Grace.

Automáticamente el rostro de la chica cambió, algo le había traído de nuevo a la realidad. Algo familiar. Y no era debido sólo a que la acababan de llamar por su verdadero nombre, Grace, también la voz que lo había pronunciado le estaba brindando una extraña mezcla de nostalgia y estremecimiento. Mientras tanto el gas entró por las rejillas de ventilación, como millones de abejas recién liberadas de un pequeño recinto. Levantó las aletas de la nariz de Grace y se dirigió a los pulmones, se inyectó en su sangre y en su corazón a la velocidad del rayo. Un proceso tan rápido que un momento después había hecho que los ojos de Grace estuviesen inyectados en sangre. Ésta emitió un grito de desesperación; y a pesar que se había propuesto sufrir en silencio, ya no podía. Los brazos le temblaban, las venas se le hincharon, extendiéndose como enredaderas a lo largo de su cuerpo, subiéndole hasta los hombros y bajando hasta las piernas. Parecía que iba a echar las tripas por la boca; ¿por qué le habrían dado de comer ese mismo día? Los ácidos del estómago le ardieron por el esófago y la garganta, y los vomitó tras varias arcadas que no la dejaron respirar.
—¡Por favor! —suplicó con lágrimas en los ojos.
Pensó en los que había matado, en los que había contagiado como portadora de la enfermedad; pero no veía motivo para el arrepentimiento, ellos se lo merecían. Pero ella no se merecía aquello, había sufrido demasiado en su corta vida como para tener un final tan cruel.
—Ten piedad... ¡¡Por favor!!
Los temblores casi se habían convertido en convulsiones, se desplomó en el suelo. Se volvió a levantar y estrelló su cara contra la pared. Rebotó sin hacerse demasiado daño: estaba acolchada. Lo intentó de nuevo. Esta vez se rompió la nariz, la sangre le caía a borbotones por la cara, entrándole por la boca y las fosas nasales. Tosió varias veces porque se ahogaba con su propia sangre. Por fin vomitó de nuevo, pero esta vez sangre, y no era sólo la sangre que se había tragado, sino de otro color, más oscuro, venía de sus entrañas. En la sala de observación, el operario hacía tiempo que había apartado la vista, mientras que el comandante devolvía en una papelera, traumatizado por la desagradable situación. El general Garrida permanecía impasible, con el pulso firme, pero tenso.
—¡¡Por favor!! —Grace gritó de manera desgarradora— ¡Nadie se merece esto! ¡Quiero morir!
Las piernas le fallaron y calló al suelo; ya debería de haber perdido el conocimiento, pero ella estaba aún consciente. Su cabeza estaba morada, los ojos escupían sangre, los oídos expulsaban un líquido blanquecino. Su cuerpo se contraía de dolor.
—¿Por qué? ¿Por qué me matas? —susurró, con las fuerzas al mínimo.
Su cuerpo dejó de moverse, movió la cabeza lentamente, el rostro totalmente hinchado, hacia el espejo por el que podían observarla. Y expiró con su última palabra.
—Papá...

Acto seguido, el general Garrido apretó el gatillo. Ni el frío funcionario, ni el comandante tuvieron tiempo para reaccionar. No se redactó informe alguno, ambos cuerpos fueron enterrados con honores, con el sobrenombre de víctimas de la guerra.


9:30 A.M.
1 de diciembre de 2010
(7 días antes)

Simón Bakälar se despertó con sobresalto. Sabía que había estado soñando con algo momentos antes, pero tenía una idea muy difusa de éste. No le apetecía pensar. Apestaba, y con razón. Había llegado la noche anterior a la pensión tras una semana agotadora de viaje, entre Estados Unidos y México, cayendo fulminado sobre la cama nada más verla. Se duchó sobradamente con agua caliente por primera vez en días. Sentía que aquel ratito en la ducha iba a ser el único momento de relax que iba a tener en varios meses. Tras esto se vistió, terminó de empaquetar sus cosas y bajó a desayunar la cafetería de la pensión. Pasadas las diez se acercó a la mesa de la recepción y pagó la estancia a una joven, que apenas alcanzaría el tercio de su edad, con un bebé en brazos.

Salió al exterior y se encontró con la imagen de Puerto Morales, un pueblo que se resistía en vano a dejar de lado su actividad. Las consecuencias de la guerra lo estaban dejando en un estado lamentable; no había modo de obtener dinero legalmente y eso hacía que el pueblo finalmente dependiese casi en su totalidad del contrabando. Aún así el aspecto ruinoso terminaría por provocar el abandono del lugar. El empedrado de las calles ya se estaba levantando por el eje de la calzada, mientras que unos silenciosos ríos de líquido sucio transcurrían tranquilamente por los laterales. La suciedad que pasaba por las calles cada día era principalmente gasolina mezclada con agua y todo tipo de inmundicias humanas y animales. Era en la estrechez de aquellas calles donde se originaban todas la enfermedades posibles. Por otro lado, las fachadas de dos y tres pisos se caían a trozos, dejando los escombros al paso, sin que nadie se inmutara.

Simón le tenía cierto apego a aquel sitio, no porque algún día hubiese vivido en él momentos mejores, sino más bien al contrario, por las duras lecciones de experiencia que le había proporcionado. No era coincidencia el hecho de que estuviera allí.

Una delicada brisa le cortó el cuerpo al llegar al puerto marítimo. Allí era donde se resumían todas las penurias de Puerto Morales. Numerosos barcos de pesca se encontraban medio hundidos, pero con las amarras aún ceñidas en su sitio; otros aún se mantenían a flote, pero no tardaría mucho en ocurrirles lo mismo. Los pescadores soltaban en el suelo su botín, consistiendo éste en peces, cadáveres de animales, petróleo y demás basura. La gente del puerto se dividía en dos tipos, los que podían andar sobre sus dos piernas y los que se arrastraban. Algunos de los primeros se arrastraban en un intento desesperado de obtener limosna.

Entre similar panorama no le costó demasiado ver al Catamarán III, viejo pero intacto, flotando suavemente sobre el océano. Gran parte de sus tripulantes preparaban ya la salida. La mayoría le eran conocidos: el capitán Horner, Valkimer "el Cabrón", el francés Jeanman, el chino Yunk Shiosai, el negro Joan y el yanqui Rob. Bonito repertorio, pensó Simón. Entre los nuevos tripulantes, le llamó la atención la que parecía ser una mujer. Pero antes incluso de dar un paso para acercarse y comprobarlo, alguien le puso una mano en el hombro.
—¿Cómo andan esos ánimos, hermano? —dijo el hombre que se hallaba a su lado, provocándole un fuerte temblor en el corazón.
Tenía unos setenta años y un rostro en el que se confundían arrugas y cicatrices. Estaba claro que, a pesar de su edad avanzada, aquel hombre no dejaba de darle la misma impresión de terror que le causó la primera vez que lo vio, hacía varias décadas. Simón le dedicó una sonrisa y lo abrazó con aparente ternura.
—Hola, hermano —contestó Simón. Se fijó en que tenía la mano izquierda vendada; aunque sabía que no se atrevería a preguntarle por ella—. ¿Cómo es que está aquí?
—La debilidad de viejo es la que me trae —susurró con voz calmada—. No es que dude de ti; pero siento que el viaje en el que te emprendes podría ser más peligroso que de costumbre. Sólo quería despedirme por si...
—Hermano, no veo de qué hay que preocuparse—dijo Simón, ligeramente sorprendido por el cambio en el temperamento de su viejo compañero.
—Lo sé, pero el nerviosismo es muy grande, sabes que hay mucho más que dinero en juego.
—Todo está bien encauzado, no puede salir mal; por cierto, ¿cómo van las cosas por allí arriba? —preguntó Simón intentando que la conversación cambiara de rumbo.
—Bien, pero me preocupa ese capitán —dijo ignorando la pregunta, mientras señalaba con su mano herida al capitán Horner; el cual se encontraba dirigiendo la entrada de los últimos paquetes en el barco.
—Él hará lo que yo quiera —susurró—, confía plenamente en mí. Además, hace poco le puse en contacto con un amigo para que le pasara medicinas a precio de oro.
—¿Medicinas?
—Sí, bueno, y material médico también; no van a servirle de mucho, pero lo importante es mantener a su mujer viva el mayor tiempo posible.
El viejo miró con descaro hacia el barco, hacia el hombre al que se referían.
—Él busca lo mismo que yo —continuó Simón—, no se detendrá durante el viaje.
—¿Y qué ocurrirá cuando lleguéis? ¿Cómo te lo quitarás de encima?
—¿De verdad no lo sabes?
Y acto seguido rompieron a reír, el viejo estalló en una risa enferma que hizo desviar hacia ellos algunas miradas.
—Bien, te dejo ya —dijo repentinamente y le pasó su mano vendada por el hombro a modo de despedida— suerte.
—No existe la suerte —dijo mientras se daba la vuelta a media sonrisa, en dirección al barco pesquero.
—¡Y dudaban de ti! —gritó mientras Simón se alejaba— ¡Pero sigues siendo el de siempre!
El viejo volvió por donde había venido, y visiblemente contento, se dedicó a hacerle zancadillas a los cojos que se le cruzaban, asustar a una niña de ocho años que había junto a unos mendigos y robarle la limosna a un ciego, antes de entrar en la primera taberna que vio.


El motor del barco rugió con más fuerza todavía y se despegó del muelle. Al principio lentamente, aumentando poco a poco la velocidad; como arrastrando un pesado lamento que en un principio se hacía imposible de llevar; pero que al final, harto de luchar contra él, se postraba a llevarlo, sin dolor, sin mirar hacia atrás, sin pensar más que aquel, posiblemente, sería su último viaje. Y a pesar que el barco era realmente un ser inanimado, sin capacidad de reflexión, pareció que por un momento pudo transmitir a todos los que estaban en él un mismo pensamiento. Y así, durante un segundo, todos los tripulantes compartieron la misma inquietud, la policía infiltrada Sally Niuva, el estudiante Melvin Shine, el enigmático anciano Ezra Priklopil, el capitán Steve Horner, Simón Bäkalar, el francés Dominique Jeanman, el bobalicón Valkimer Swift, Rob Warden, Joan Brahimi y Yunk Shiosai. Todos se plantearon en silencio si de verdad merecía la pena correr aquel riesgo, si sus motivos eran lo suficientemente fuertes. Y tras este lapso de tiempo, probablemente volverían a la realidad; pero esta vez sin preocuparse por la muerte. No por valentía, sino por indiferencia, por vivir el día a día, sin miedo a lo que se acercaba, con sus motivos y objetivos por encima de todo y de todos. Con los secretos del pasado que nadie contaba, convirtiéndose en totales desconocidos con rostros inexpresivos, que se ayudaban entre ellos por pura obligación y rutina. Aunque era en ese breve momento, sólo en ese, cuando quien los hubiese mirado a la cara, no sólo habría sabido lo que les turbaba, sino que también habría visto la historia de cada uno de ellos pasar ante sus ojos. Pero nadie miraba a nadie, cada uno pegaba sus retinas en el puerto, que se alejaba sin remedio, para siempre.


The Breakfast Clan

Copyright © The Breakfast Clan, 2007. Todos los derechos reservados.