martes, 22 de julio de 2008

El Faro -- Capítulo 6 (parte 2)

La Venganza de Grace
(parte 2)

11:00
26 de noviembre de 2010
(5 días antes)



Sin apartar las manos del volante, se quitó del ojo una legaña con el dedo meñique. Simón debía estar atento ya que el lugar de reunión se encontraba cerca. Era imprescindible cerrar el acuerdo cuanto antes, pues el primer día de diciembre, apenas una semana después, partiría el pesquero. Gracias a unas indicaciones que había recibido en código secreto a través mensajes y pequeñas reseñas en periódicos locales, pretendía guiarse a través de las carreteras del estado de Nevada y su interminable desierto. Aunque lo peor era, sin duda, la manera en la que se estaba jugando la vida; merodear por un lugar receptáculo de criminales y guerrilleros no sólo le exponía a éstos, sino también corría el riesgo de ser apresado por los militares estadounidenses. Muchas veces pensaba que, contra esto, poco podría hacer la Colt M1911 que llevaba en la guantera; pero por otro lado se sentía más seguro, pues era como si un amigo dispuesto a protegerlo le acompañase a la muerte.
Por fin llegó. El residuo de una base de pruebas nucleares en ruinas le esperaba en medio de la nada arenosa. Resultaba irónico, pensó Simón, que medio siglo atrás, tan cerca de Las Vegas, hiciesen experimentos atómicos. Tres casas cubiertas por el polvo y multitud de desechos amontonados en cualquier lugar: un coche de los años setenta, hélices de aviones, motores, ruedas, barras de hierro, sacos de tierra, herramientas, botellas de Coca-Cola, mesas de madera podrida, sillas quemadas...
Frenó el jeep y se bajó. No había nadie, y la ausencia de ruido remarcaba aún más aquella soledad y abandono. El silencio solapaba la realidad y la trasladaba a lo que bien podría haber sido un desierto marciano. Extrañas leyendas se apiñaban en torno a aquellos lugares. Simón deseaba irse cuanto antes, no creía que el estar demasiado tiempo allí le pudiese llegar a trastornar, él no creía en las historias de ovnis, pero eso no quitaba que le pareciera un lugar incómodo. Para distraerse, intentó vislumbrar algo en la lejanía, pero era prácticamente inútil. Un viento marciano soplaba sin emitir sonido alguno, levantando la arena del terreno; ésta, al ser iluminada por los rayos del sol, hacían imposible la tarea de ver algo que estuviese a más de cien metros. Tras cinco minutos que se hicieron eternos, un 4x4 de color negro surgió tras la nube de polvo del horizonte. Casi de forma automática, el automóvil frenó, se abrieron todas las puertas y cuatro hombres se bajaron al unísono. Ya los conocía. Lo que Simón siempre veía en ellos no difería mucho de las imágenes grotescas de las películas de Hollywood. Tres de los hombres eran enormes e igual trajeados; el cuarto era mucho más delgado, joven y se caracterizaba por una fina perilla y unas gafas con las lentes minúsculas. Éste se situó un poco más adelantado que los demás, colocados de manera piramidal por detrás suya.
—Paolo —dijo el delgado, con una voz grave que en nada se correspondía a su apariencia.
Uno de los guardaespaldas se acercó a Simón y le cacheó. Tras negar con la cabeza, el jefe se acercó y le dio la mano, mientras le dirigía una sonrisa a Simón.
—Siempre me ha parecido extraño hacer estas cosas, pero ya forman parte de un auténtico ritual. No hace falta que a estás alturas te recuerde lo complicado y secreto del encargo.
—Por supuesto que no —replicó Simón.
Sin decir una palabra más, el hombre de la perilla sacó una cajita de metal, la abrió y mostró su interior: Era la figura en miniatura de una mujer de mármol. A pesar de su pequeño tamaño, era claro que se había hecho un especial esfuerzo por ensalzar la belleza de ésta. Entre sus manos sostenía una fina corona. La delicadeza con la que se habían tratado las curvas de su cuerpo contrastaba con la dura expresión de sus ojos, fijos hacia el frente.
—Con esto, ellos sabrán que sois quiénes decís que sois. Es la única prueba que tendrás para demostrarlo y conseguir que te den el reparto, con ellos no sirven de nada los absurdos códigos secretos. Tú debes saberlo más que nadie. Sólo entienden de lo que llevan entre manos. Así que, cuidado en no perderla.
De pronto, un estruendo de motores rompió el silencio de manera mucho más atronadora que los cinco hombres que, hasta el momento, habían estado allí. Surgido de la nada, un jeep entró en escena a toda velocidad. Sin darle tiempo a frenar, chocó aparatosamente contra las ruinas de la central atómica. El vehículo no tenía la insignia del ejército americano, así que no podían ser, como había pensado Simón en un principio, militares. Se trataba de guerrilleros. Seis coches más aparecieron y frenaron con brusquedad. Tanto ellos como Simón y sus acompañantes quedaron sorprendidos por el inesperado y casual encuentro, el cual podría truncar los objetivos de ambos. Pero los guerrilleros no estaban preocupados por ellos, o al menos no lo aparentaban. Unos metros más allá, Simón escucho el inconfundible sonido de los vehículos de guerra, los cuales sí eran militares.
Todo se fue sucediendo con una rapidez abismal. No le había dado tiempo aún de tirarse al suelo, cuando las balas empezaron a silbarle cerca del oído. Al menos veinte soldados armados se bajaron de los vehículos de guerra y comenzaron a disparar a los guerrilleros. Parecía que estos últimos habían elegido aquellas tres casas ruinosas como lugar de trinchera.
—¡Escapa como puedas! —le gritó el hombre de la perilla mientras le daba la cajita de metal con su contenido.
Él y sus hombres huyeron hacia el todoterreno negro, que arrancó un segundo después de que estuvieran en su interior. Simón sólo tenía una cosa en la cabeza: llegar a su coche y palpar su Colt. Pero un terrible estruendo lo detuvo a medio camino y no tuvo más remedio que guarecerse tras el coche de los setenta, el cual yacía abandonado a pocos metros de su propio coche. Un helicóptero militar se había encargado de hacer estallar el todoterreno negro por los aires. Habían muerto, con total seguridad, y él tampoco estaba nada lejos de estarlo. Estaba expuesto a los tiros de ambos bandos.
Siguió escondido entre la vieja chatarra, esperando el momento menos peligroso para llegar a su coche; pero cuando creyó que ese momento había llegado, algo llamó alarmantemente su atención. Desde la esquina de una de las construcciones abandonadas, el perfil de una pequeña figura. No podía ser... ¿qué hacía esa niña allí? No era una niña cualquiera y no era la primera vez que la veía; pero eso había ocurrido muchísimos años atrás y por otro lado, no había cambiado nada. Poseía el mismo cuerpecito de siete añitos, cubierto con un vestido azul. Mantenía el mismo rostro de inocencia de la última vez, o incluso más acentuado aún. Le dirigió los ojos y se sintió como si le observase una muñeca de porcelana, con la cara redondeada, boca graciosa, ojos de color miel, pestañas larguísimas y el pelo rubio anaranjado. Nunca la habría olvidado. Sin ninguna duda, aquella era la niña que había permanecido en su memoria durante casi veinte años.
Y luego, como si hubiese sido una mota de polvo en el ojo, una sombra, desapareció tan rápido como había llegado. Sin dar lugar a razonamiento lógico de ninguna clase, Simón salió de su escondrijo, sorteando con bastante fortuna el fuego cruzado, llegando por fin a su vehículo. Solamente se le ocurrió un modo de salir de allí. Sacó de la guantera su pistola y apuntó con ella al helicóptero que se dirigía hacia él. Nunca supo si fue él quien dio en el blanco o fueron los guerrilleros; la cuestión es que el helicóptero se hizo trizas a pocos metros suya, provocando una onda expansiva que destrozó los cristales de las ventanillas. La nube de tierra y humo que se había levantado le limitaba totalmente la visibilidad y, por tanto, impediría también que los otros viesen su huída. Era el mejor momento, pisó el acelerador y pasó entre la confusión, jugándose todas las cartas a una. Poco a poco fue dejando el tiroteo atrás, pero no por eso dejó de acelerar.



19:00
25 de noviembre de 2010
(la noche anterior)



La noche se deslizaba suavemente por el territorio, marcando el relevo por el que, mientras unos volvían a sus casas a dormir, otros comenzaban su actividad. Una actividad que en aquellos tiempos era de lo más deprimente que nunca. Con el fulgor de la ciudad de las Vegas a menos de cincuenta kilómetros, años atrás la vida en el desierto siempre había sido bastante movida. Las zonas comerciales se convirtieron en centros alternativos a la ciudad, sucedáneos de las Vegas para bolsillos algo más recatados, casinos, moteles; perfecto para los que querían un nuevo ambiente, sin alejarse de sus vicios lúdicos. Era la mejor opción para aquellos que quisiesen pasar noches alocadas y únicas, con el atractivo de estar en medio del desierto americano.
Todo esto había dejado ya de importar, la lucha por la supervivencia había eclipsado del todo el deseo por el sueño americano. Estados Unidos desapareció de su mítica posición social, del modelo representado por el dólar y el poder omnipotente sobre el mundo. Un año había pasado desde el día más inquietante de la historia, que unos rememoraban con dolor y sed de venganza, y otros, hipócritas defensores de la paz, celebraban con champán y sadismo. Por aquellos segundos, un año atrás, las nuevas bombas destructivas europeas habían arrasado las ciudades de Las Vegas y Washington. Nunca habían muerto más personas a la vez como en aquella noche.
Las formas de ganarse la vida habían disminuido totalmente. No había sitio para el juego en uno de los lugares más desolados de la Tierra; miles de personas habían emigrado a otras zonas en busca de mayor prosperidad. Sólo se habían quedado atrás delincuentes y presos políticos que huían del régimen militar. Tras la muerte de Abigail Shine, se impuso la ley marcial en todo el país. Se persiguió a todo aquel del que se sospechase tener relaciones con el terrorismo, entrando en este grupo de sospechosos europeos, latinoamericanos y musulmanes. Se encarceló a decenas de miles de personas que estaban en contra de la dictadura y se condenó a muerte a otros miles, mediante la derogación temporal de la justicia habitual, y aplicando juicios militares que, en ocasiones, ni se celebraban.

Aquella noche, dos personas entraron en la habitación de una motel de una carretera perdida en el desierto. Simón había conocido a aquella chica que respondía al nombre de Jennifer, apenas dos horas antes, cuando se habían puesto a hablar en un bar en el que eran las únicas personas sobrias. Era una prostituta, de eso ya se había percatado Simón; pero había algo en su rostro misterioso, que lo atraía, y por eso la dejó hablar. Sólo tuvo que esperar a que anocheciese para dejarse llevar y divertirse. Era pelirroja natural, ojos azules y buena figura.
Jennifer sonrió cuando Simón cerró la puerta. Y en ese momento, con mayor intensidad que antes, volvió a tener la sensación de que aquella mirada y aquella sonrisa querían decir algo. Algo desconocido, y por tanto indigno de confianza para Simón.
—Acércate Simón, quiero decirte algo.
Sin saber si realmente se lo había dicho o había sido su imaginación, pegó su cuerpo al de ella y le puso las manos en las caderas. Ella acercó sus labios a su oreja, besándola con ternura.
—Simón —le susurró con suavidad—, yo también he visto a la niña del vestido azul.

Y antes de que él pudiera hacer o decir nada, le besó en la boca. La venganza de Grace se repartió de manera irremediable por su boca, se mezcló con la saliva, traspasó los poros de la lengua, llegó al estómago, pasó a la sangre, y se extendió un segundo después por todo su cuerpo, bañándolo lentamente de muerte. El sudor también hizo su parte, se adhirió a la piel de Simón, fluyó por sus células y las comenzó a matar, sin darse cuenta, lentamente. Su esperanza de vida era de poco más de dos meses, aunque él no lo sabría nunca. Pues justo en el instante del afloramiento de esta muerte lenta y silenciosa, otra muerte, más rápida y espectacular, le sorprendería.
La tentación le ganaba terreno poco a poco; pero aún seguía sopesando de manera diluida las palabras de la chica. El pulso le temblaba terriblemente: el parkinson dando sus primeros coletazos. Cerró el puño con fuerza y se obligó a relajarse, a olvidarse de todo; arrancándose la cáscara débil y escrupulosa que asqueaba su cuerpo, sustituyéndola por una piel de serpiente, fría y sin sentimientos. Así se lo habían enseñado. Al día siguiente recordaría aquella noche como una más.
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