viernes, 24 de agosto de 2007

Regalo de Cumpleaños

¡Hola, Pedro! ¡¡¡FELICIDADES!!! ¡¡Cumples 19!! Bueno, pues eso. Que además de comprarte los acostumbrados regalos materiales entre todos, los Sergios y el Largo, quedamos en hacerte este regalito extra. Es un relato corto del cual tú eres el protagonista. Se titula: "Super Pedro Machote, una comedia romántica para toda la familia con sexo duro y crema". No preguntes. La hemos escrito por separado, cada uno una parte, las partes están separadas con unas bonitas cenefas de puntos, y a ver si distingues de quién es cada sección en esta miniaventura épica. Esperamos que te guste o que no tedisguste demasiado ya que la hemos hecho con toda nuestra buena intención. Hasta Luego.

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—Despierta, vas a llegar tarde. Te he dejado un gazpacho en la nevera, y dile a tu hermana que tenga cuidado con las llaves.
—Sí, mamá —dijo Pedro Sánchez, desperezándose perezosamente —Buaaaaaaaaaahhhh —dijo cuando ella se hubo marchado. Cómo le jodía tener que levantarse a las 8 de la mañana en verano.

Era un bonito día de Agosto. 22 de Agosto, para ser precisos, y quedaban dos días para que Pedro pudiera descansar unas horas y celebrar su 19 cumpleaños con sus grandes, geniales, inmejorables amigos. Pero de momento tenía que seguir estudiando, de modo que se dirigió a la parada de autobús de mala gana con la intención de machacarse la cabeza en la biblioteca durante toda la mañana.

Se puso la música en el discman para ver si se espabilaba un poco y podía empezar a estudiar bien despierto. Por ello eligió el "Ride The Lightning", el mejor disco de Heavy Metal, de la mejor banda de la historia de la música desde que un paleto inventara la guitarra al atar una cuerda a un trozo de madera.

Llevaba dos horas estudiando cuando la cicatriz empezó a picarle. Pedro tenía una cicatriz extremadamente rugosa en el codo, tanto que hacía verdadero daño a los que rozaba con ella sin querer. Sus padres siempre habían rehusado explicarle el modo en que se la hizo, y Pedro había
decidido, tras muchos intentos, no hacer más preguntas.
"Qué extraño", pensó. Nunca le había dolido de esa forma.

De camino a su casa tras haber estudiado 9 horas seguidas, un cono con bigote cortado por un plano le pidió la hora, mientras que una niña saltaba a la comba generando una superficie de revolución cuya sección cíclica tenía toda la pinta de ser la curva del peinado de Sirius Black cuando aparece en el fuego de la chimenea de la sala común de Gryffindor.
Sin duda, Pedro Sánchez iba camino de ser el mejor arquitecto-escritor de historias fantásticas del mundo. Y como era de esperar, también acabaría como una puta cabra.

Entró en su casa y se dispuso a prepararse el almuerzo a las siete de la tarde, no sin antes devorar un delicioso paquete de patatas Fran José. Sus gemidos de placer alertaron al vecino, un ser pinchudo llamado Pablito.
—¡Ya vale de ruidos, estoy intentando dormir la siesta de las siete de la tarde! —Pedro decidió hacerle caso, ya que Pablito era capaz de irrumpir en su casa para pincharle con sus pinchudos huesos.

Entonces ocurrió algo. Una lechuza entró por la ventana cantando "Stairway To Heaven" de Led Zeppelin. La visión fue tan celestial que Pedro empezó a rezar a Joe Satriani, nuestro Dios Absoluto ahora y en la eternidad.

Oh, mi Joe Satriani, con una nota tu podrías

descongelar los dos Polos.
Dame consejo en este celestial momento
y nunca más jugaré a los bolos.

La lechuza dejó una carta sobre la mesa y se marchó volando. Pedro se abalanzó sobre ella y, abriéndola, le leyó para sí.

Ave Pedro.
Somos los humildes ministros del país Pedro Sánchez. Hace años que tu padre, Pedro Sánchez, te envió a vivir con unos amables señores que te quisieron adoptar, con la condición de que te instruyeran en el noble arte de la Arquitectura y que, cuando cumplieras los 19 años de edad, regresaras a tu país natal para levantar nuestra decadente civilización de su ruina. Ahora que la fecha se acerca, el país Pedro Sánchez debe pasar a manos de Pedro Sánchez Junior, o sea, tú.
Te rogamos que nos deleites con tu presencia lo antes posible para que podamos venerarte como a un Dios.

Muchos besitos y abrazos

Ministerio de Pedro Sánchez.

-¿Pero qué debo hacer? – se preguntaba Pedro una y otra vez. Lo mejor será que me eche ya a dormir que mañana me tengo que despertarme a las 4:45 AM para estudiar. Aprovecharé y le preguntaré a mamá en el desayuno.

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Y Pedro se levantó a las 11:00 AM. Era el día 23 de agosto, un día para su 19 cumpleaños y aún no sabía nada de ese país que tenía que gobernar. Nada más entrar en la cocina le preguntó a su madre:
—Mamá, ¿soy adoptado?
—Supongo que ya te ha llegado la carta. No quería que llegase este momento, pero es inevitable que...
—Pero, ¿qué es eso de que tengo que gobernar un país, mi país? ¿Y qué tiene todo esto que ver con mi cicatriz?
—Oh, bueno, supongo que ya debes saber la verdad. Tu padre era un revolucionario y se casó con una señorita de su edad. Te tuvieron a ti en el punto más sangriento de la revolución y atacaron la choza en que naciste. Tu padre, como un héroe, salió corriendo contigo en brazos, y una esquirla metálica te rozó el codo. De ahí la cicatriz rasposa. Pero tu madre murió atravesada por miles de balas, desangrada en un enorme charco de barro...
—Entonces es cierto... Debo partir hacia el país de Pedro Sánchez inmediatamente.
—Sí, un Jaberwocky te espera a la orilla del mar para llevarte volando. Será mejor que te lleves un bocadillo. ¿De qué lo quieres?
—¡¡¡De chopped pork!!!

Y Pedro salió corriendo hacia la orilla del mar. El viaje en Jaberwocky se hizo corto ya que cogió su disco preferido, el Word of Mouth de Jaco Pastorius. Además el país de Pedro Sánchez es un lugar mágico al que se llega sólo deseándolo, no existe el cerca o lejos, y Pedro tenía muchas ganas de llegar.

Al aterrizar en el Jabpuerto, lo recibieron los ministros:
—Salve, Gran Pedro, nosotros lo adoramos y lo cubrimos con oro.

Y efectivamente eso hicieron. Pedro se sacudió el oro como pudo y preguntó:
—¿Y dónde están los súbditos a los que debo gobernar?

Los ministros le explicaron que por precaución no habían querido anunciar su llegada por si alguien intentaba hacerle algo. Pedro lo comprendió enseguida. También le explicaron que era mejor que se anunciase el mismo día 24 para que así no hubiese problemas.
—¿Qué problemas podría haber? —pensó Pedro, pero no dijo nada.

Al día siguiente salió al balcón a anunciar su llegada. El pueblo lo recibió con una ovación: había gente gritando como loca, chicas sin camisetas, y... Pedro se echó al suelo justo a tiempo. Una manzana le pasó rozando la cabeza. Inmediatamente apresaron al culpable y lo llevaron ante Pedro. Los ministros gritaron:
—¡¡¡Mátalo!!!¡¡¡MÁTALO!!!
—Pero si yo sólo quería entregarle mis mejores manzanas a Pedro, no he hecho nada malo.
—¡Mientes! ¡Intentaste asesinarlo con esa manzana!
—No, no, no...

Pedro llamó a los ministros a una habitación aparte y les dijo que confiaba en la historia del hombre. Pero los ministros estaban ABSOLUTAMENTE SEGUROS y RECORDABAN PERFECTAMENTE que el hombre era un asesino que se les había escapado. Pero Pedro no quería matarlo. Entonces los ministros dijeron:
—Te daremos un paquete de Fran José si lo matas.
—Soy el que más manda aquí, puedo tener tantos paquetes como quiera.
—Pero tenemos un problema de distribución y sólo nosotros, los MMM (Ministros Malísimos de la Muerte) podemos conseguirlos.

La mente de Pedro comenzó a debatirse, no sabía qué hacer. Entonces, por unos instantes, su mente se partió en dos: se encontró de repente en una habitación con unas pequeñas neuronas de axiones hermosos que le decían
—Mata a ese hombre, a ti ni siquiera te gustan las manzanas, a ti te gustan las patatas y por lo visto va a ser difícil conseguirlas. Sólo es un hombre, hay muchísimos más en el país de Pedro Sánchez.
Sin embargo, otro grupo de células de Schwann, más feúchas, le decían desde un rincón:
—No está bien, tu padre murió por un país en el que hubiese justicia, no quería que su hijo fuese un asesino.

Pero Pedro sucumbió. Mandó matar al hombre y se comió las patatas mojándolas en la sangre derramada mientras se reía sádicamente y escuchaba el grupo más oscuro y malévolo de la historia: Cannibal Corpse.

Estaba tan ofuscado por el poder, el acceso libre a las patatas y el no tener que estudiar en verano que llegó incluso a jugar a los bolos con los ministros, a pesar de su promesa a Joe Satriani (su subdios, ya que por encima estaban los Beatles desde que hicieran el Revolver) de no hacerlo nunca más.

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Y así pasó el tiempo y Pedro Sánchez vivió gran cantidad de aventuras en las cuales se dio cuenta de que realmente el heavy metal le estaba llevando por el mal camino y decidió no volver a escuchar nunca más nada que tuviera distorsión. Se apartó durante una época del mundo público encerrándose en un cuarto que se sostenía sobre una columna salomónica gigante a 5000 metros de altura, sobre las montañas y sobre todo el país de Pedro Sánchez, donde sus habitantes, los pedrosanchecinos, vivían tan bien que se inventaban a unos enemigos contra los que luchar y a los que odiar.
En esta habitación Pedro Sánchez se dedicó a la meditación y a escuchar a Jeff Buckley para entrar en trance y así contactar con los dioses, que le contaban los secretos del universo.

Un día, desde el suronorte, llegó la misma lechuza que aquel 24 de Agosto le había llevado la grata noticia para llevarle ahora una noticia horrible. Ponía lo siguiente:

En nombre de nuestra patria Poorpooland, y de todos los poorpoolandianos, os damos a vos, Sir Pedro Sánchez, la oportunidad de huir de Pedro Sánchez antes de que ataquemos vuestro país con nuestras horribles armas de destrucción medievales. Esto es un ultimátum improrrogable.
La respuesta debe llegar antes de la puesta de sol del último día del último mes del antepenúltimo año de la década del salchichón.
Oséase, mañana.

Gracias por leer.

J.R.R.G.

Pedro leyó esto con horror y se desmayó. Dos horas después, cuando notó que alguien se le estaba cagando encima abrió los ojos y vio a la blanca lechuza sonriendo sobre su pecho, donde descansaba un montoncito de bonitas blancas defecaciones. Pedro se levantó sobresaltado, pisó la cabeza de la lechuza, a la que no le pasó nada, y se sentó en su mesa, sacó un buen rollo de pergamino rosa perfumado y escribió con un lápiz H2B con bonita caligrafía:

Aquí permaneceré para luchar, valiente como mi cobarde padre.

Ciaito!

Enrolló el pergamino, lo ató a la pata de la lechuza y, tras darle un par de Fran Josés rancias la tiró por la ventana para que llegara a Poorpooland.
Pedro Sánchez saltó desde la casa y se deslizó en espiral por el fuste retorcido de la columna hasta llegar al sólido suelo de Pedro Sánchez, donde los habitantes, que se habían enterado de la amenaza, lo alabaron por quedarse con ellos.
Pedro convocó a todos los jaberwockys y tilacinos del país para que ayudaran en la guerra, mandó lechuzas a todos los amigos del mundo y, en media hora, tenía el ejército preparado y bendecido por Atenea y todos los dioses de la guerra que quisieron hacer algo.

A lo lejos se los oía llegar, un montón de poorpoolandianos arrastrando los pies y las armas. Uno de cada cinco cargaba con un darbuka y lo aporreaba sin compasión, sacándole el metálico sonido de percusión al mágico artefacto que marcaba el ritmo del paso del vago ejército. El sonido hizo que muchos de los pedrosanchecinos dejaran sus puestos y se pusieran a bailar capoeira sin descanso y a toda velocidad, pues el sonido cada vez iba más rápido, descontrolados, sin poder sobre sus cuerpos, bailando y saltando hasta que los pies comenzaron a sangrar y los resbalones se sucedieron por todo el batallón.

Pedro Sánchez tenía más miedo que un angango en una biblioteca y sudaba tanto que parecía que se estaba derritiendo. Las palmas de las manos mojadas, los ojos enrojecidos por los nervios, los pelos húmedos pegados a la frente y la nuca y ese dolor punzante en el codo… pensó que el dolor de la cicatriz era debido a que se acercaba su enemigo pero, cuando miró el brazo que le dolía, se dio cuenta de que era Pablito el causante al estar clavándole el esternón. Pablo permanecía arrodillado a su lado, subido a un trineo con ruedas con el que se deslizaría entre los enemigos pinchándoles en las piernas y partes sensibles con sus extremidades huesudas.
—Me alegro de que estés aquí conmigo —farfulló Pedro Sánchez.
Pablo, por toda respuesta, chasqueó un par de veces la lengua y sonrió como si estuviera loco.
Realmente Pedro Sánchez se alegraba de que estuvieran allí todos sus amigos raros… Action Boy, Bernie Wells, Fucaco, Virginia Woolf con los bolsillos de la bata llenos de piedras, el Presidente de los EE.UU. conduciendo un tanque, Topito Pérez, que iba desnudo porque se había depilado todo el cuerpo y embadurnado en aceite para escurrirse entre los enemigos y que nunca lo pillaran, Mickey el Gordo, Erestör Fefalas, Rokete, Gorge el de los ogjos rogjos, Nicolás Saizer, etc…

Llegó el otro ejército y comenzó la lucha. Todos peleaban aquí y allá con lo que pillaran.
Pablito se deslizaba de un lado a otro con los codos en punta pinchando a todo el que se le acercaba, fuera de un bando o de otro, chasqueando la lengua y riéndose, Action Boy rugía y disparaba con el cañón-trípode, Mickey el Gordo comía a gente y soltaba flatulencias nucleares. Rokete bailaba capoeira mientras tocaba la guitarra a lo bestia, haciendo saltar las cuerdas contra sus enemigos, Fucaco corría por ahí electrocutando a las hordas enemigas y, en el centro del campo de batalla, Pedro Sánchez, esperaba con hombría a J.R.R.G., que se acercaba portando un ventolín del tamaño de su brazo.

—¡No vas a ganar esta guerra! —gritó Pedro Sánchez, haciendo que todo el mundo parara de combatir para mirar la escena.
—¡Me da igual, yo solo quiero matarte a ti! —respondió J.R.R.G.
—No lo conseguirás —entonces Pedro se armó de valor, se quitó el casco de la armadura y saltó hacia J.R.R.G., que en ese momento apretaba el pulsador del ventolín y le mandaba una descarga de placebo puro que le hacía caer y caer y caer y caer y caer y caer y caer y caer y…

Pedro gritó y se despertó. Estaba en la biblioteca, sentado, estudiando. La gente lo miraba, pero de una manera extraña. Sí. Sólo había tías en la biblioteca, tías buenas que estudiaban en ropa interior y que le sonreían. Pedro se levantó y todas fueron hacia él rápidamente, se le echaron encima, derrumbándolo, rasgándole la ropa y unas manos que le subían por el pecho y… de repente alguien le estaba dando de hostias, ¿qué coño pasaba allí?

Pedro gritó y se despertó. Estaba en su cama, en calzoncillos. Aún era de noche. La ventana estaba abierta y por ella entraba una brisa agradable. No había ruidos. Miró el reloj. Eran las tres de la mañana y eso le puso contento, todavía tenía tiempo para dormir mucho, al día siguiente no tenía que ir a la biblioteca, nunca más, ya no tenía que estudiar…

Pedro gritó y se despertó. El móvil sonaba. Estaba en su casa, en calzoncillos, en la cama. Aún era de noche. El móvil seguía sonando. Lo cogió y apretó el botón verde.
—¿Diga?
—¿Es usted Pedro Sánchez?
—Sí.
—Pues acaba de ganar un billón de euros.

Pedro gritó y se despertó. Estaba en una tumbaca, tomando absenta de color azul eléctrico en la orilla de una playa de arena blanca y aguas transparentes. A su alrededor, sus amigos disfrutaban igual que él del paisaje y del billón de euros que le había tocado a Pedro al cumplir los diecinueve años… Todo era perfecto. Lo que Pedro no sabía era que esa noche le matarían para quedarse con su fortuna. Así que, por lo pronto, todo iba bien.


S.S.M.//S.R.M.//J.R.R.G.


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miércoles, 22 de agosto de 2007

El Faro -- Capítulo 4

07:00 A.M.
15 de enero de 2011


No era casualidad que Mel viajara en aquel barco pesquero. Se había embarcado hacía mes y medio para terminar su formación, o al menos eso ponía en la ficha que había entregado al capitán. En su currículum constaba la licenciatura de biología, especialidad zoología marina. En aquellos momentos se disponía a sacarse el doctorado, acerca de los movimientos migratorios de los animales, ya extintos, obviamente. La observación directa del lugar por donde éstos habían viajado era crucial para la investigación. El viaje de Mel, o el estudiante, tal y como le llamaban en el barco, terminaba en Boston. La forma en la que él viajaba no era totalmente legal; pero casi siempre las autoridades portuarias hacían la vista gorda a los asuntos de inmigración ilegal, a cambio de una ligera comisión que solía proporcionarle el gremio de pescadores. Aún así, el traspaso de personas a través del mar se hacía de una forma muy discreta, reduciéndose a un grupo muy selecto. Personas como estudiantes y trabajadores, con una ficha debidamente justificada, en la cual siempre debía fijar la posibilidad de ayudar en las labores del pesquero.
Mel llevaba ya unos minutos despierto en su litera, pero aún seguía esperando a que alguien del turno anterior le obligase a levantarse. Entre las sombras, y desde la litera superior, vio el perfil de Yunk, respirando fuertemente. Eran los únicos que se encontraban en el camarote, ya que Rob y Sally tenían turno de noche. Sigilosamente palpó por debajo de su almohada, y comprobó que lo que debía estar ahí seguía aún en su sitio. Sintió la textura de papel viejo y quebradizo entre sus dedos. Se trataba de un recorte de periódico publicado el 4 de febrero de 1991. Un ruido de pasos en la puerta le hizo dar un respingo. Dos personas entraron entre las sombras, hasta que uno de ellos apartó la cortina que tapaba el ventanuco, dejando pasar la luz.
—Vamos, es la hora —exclamó Rob, uno de los que habían entrado.
—Levantaos, que el capitán ya lleva en cabina desde hace una hora —dijo Sally.
Rob y Sally se encargaban del puesto de vigía de noche. Rob llevaba cinco años en aquel barco, y nunca le habían encargado otra tarea. Siempre pensó que al ser nuevo, le habían tomado como el pardillo de turno, colocándolo en ese puesto, en el que anteriormente, a regañadientes, había estado Jeanman, un tripulante ya veterano. La cosa es que, aunque todos pensaran que ese era el trabajo más pesado y aburrido del barco, a él le fascinaba. Y más aún desde que en aquel viaje, le hubiesen puesto como ayudante a la nueva del barco, Sally. El capitán había advertido a sus hombres desde el principio, amenazando castigar severamente a cualquiera que no tuviese un comportamiento adecuado con la nueva tripulante. De todas formas, todos los hombres parecían hipnotizados con la presencia de aquella mujer de rasgos sicilianos. Nada más subir al barco, los pescadores habían hecho apuestas por quién era el primero que se la llevaba a la cama. Aunque a estas alturas, a mes y medio de haber embarcado, ya nadie hacía esas apuestas, pues todos sabían que ya no tenían posibilidad.
—¿Qué tal la noche? —murmuró una nueva voz de alguien entró por la puerta.
Era Simón. Y no se había dirigido a ninguno de los hombres de la habitación. Mel pudo ver perfectamente como Simón se acercaba a Sally y la besaba, también vio como los dos se metían juntos en la misma cama. Aunque hizo todo lo posible para disimular, al igual que los demás. Yunk se levantó como un autómata hacia el comedor, sin volver la cabeza. Mel le siguió, por delante de Rob, el cual se había quedado atrás un mísero segundo, como diciendo: “Tengo sueño”. Pero ante una mirada de odio lanzada por Simón desde la cama, rectificó y anduvo por el estrecho pasillo hacia el comedor. Simón era, para Mel, una de las personas más odiosas que había conocido. Entre los pescadores, siempre era respetado o, quizás sería más acertado, temido. Solamente algunos de los que llevaban más tiempo, como Joan, cuestionaba ciertos puntos de su conducta. El mismo capitán solía doblegarse en ocasiones a lo que él dijese. El capitán sí que era buena persona; desde donde se encontraba, Mel pudo ver al capitán en la cabina de mandos. Estaba más solitario y triste que nunca, por alguna razón, que Mel no conocía.
—¿Qué tal el capitán? —preguntó Mel a Rob.
—Igual que ayer —contestó—, Dios sabe lo que pasa por la cabeza de ese hombre.
Mel se echó en la taza el café que había preparado Jeanman minutos antes, el cual sabía a agua de mar. Joan se sentó junto a él y le dijo que el capitán quería que fuera lo antes posible a la cabina de mandos. Con el café aún en las manos, Mel se encaminó rápidamente hacia allí.
—Buenos días, capitán —dijo Mel de forma firme, al entrar por la puerta.
—Buenos días, estudiante —respondió en un susurro.
—¿Quería usted algo?
No contestó enseguida, volvió la cabeza hacia él, con mirada perdida, y posteriormente sonrió levemente.
—Quería preguntarte si serías capaz de ayudarme con cartas de navegación, por si lo necesito, llegado el momento.
—Por supuesto —dijo Mel sin comprender demasiado— Pero, ¿para qué las necesita?
—No debería contarte esto, no creo que le hiciera gracia... —el capitán volvió a pararse momentáneamente; Mel sabía perfectamente que la frase terminaba “a Simón”—. La cosa es que es posible que nos desviemos ligeramente de rumbo por unas dos o tres semanas, tiempo en el habrá que prescindir del satélite y del rádar. Por eso necesito una mano con los mapas, ¿entendido, estudiante?
—Sí —contestó—. Perdone, ¿puedo preguntarle por qué...?
—Claro —respondió con una repentina sonrisa, algo forzada—, hay más pesca por aquellas zonas. Y a veces hay que salirse de la legalidad para comer.
—Hola.
Simón acababa de entrar en la cabina y lanzaba a Mel una mirada con el entrecejo fruncido.
—Hay que echar ya la boya —añadió Simón, mirando al capitán.
—Sí, vamos, paro los motores.
—¿Cómo lo llevas? —le preguntó Simón en un susurro apenas audible, y con un tono extrañamente afectuoso.

Diez minutos después, Joan y Val sostenían entre los dos una pesada boya. Tenía en la parte superior una estructura de metal parecida a una pequeña antena de radio. Mel supuso para lo que servía, lo había oído más de una vez. Era consciente de que si el barco navegaba por aguas no permitidas a la pesca, había que apagar el radar y el GPS para evitar que las autoridades pillasen la señal. Por eso el capitán le había dicho antes que necesitarían privarse de aquello que fuese a delatarles. Por otra parte, los pescadores que frecuentaban estas prácticas solían abandonar boyas especiales en algún lugar de la ruta; a partir de ahí, la antena de la boya enviaba una señal al satélite, exactamente igual a la del barco, haciendo que el sistema de alarma marítimo no saltara por la posible pérdida de un barco.
Joan se aseguró de que la boya estuviera bien anclada en el fondo, antes de lanzarla al agua.
—A ver si con esto conseguimos al menos llegar a los cincuenta —exclamó Joan.
Cincuenta kilogramos era lo máximo que un barco pesquero medio, en plena temporada, podía capturar en un día. Y eso teniendo en cuenta que la mayoría de las veces la mitad del pescado estaba contaminado. De ahí que la pieza de pescado se vendiera a precio de oro; sin embargo, no era suficiente, había demasiados pescadores para una tarea que producía muy poco. La guerra había causado muchísimos estragos. Eso le hizo a Mel pensar en la vieja noticia de periódico. Con la aparición de Simón en el cuarto no había sido capaz de guardársela consigo, por miedo a que la viera, dejándola bajo la almohada. En un momento de distracción, estando todos pendientes de la boya, Mel se deslizó hacia el interior.

Sally estaba en el dormitorio, lo cual habría sido normal, de no ser porque no estaba dormida. Mel la miró asombrado, sin poder creer lo que veían sus ojos. La mujer se hallaba de pie, con el cuerpo vuelto hacia la cama del estudiante y, en la mano, sostenía el recorte de periódico. Alertada por aquella llegada imprevista, había vuelto la cabeza hacia la puerta, pero no le había dado tiempo de nada más.
—¿Se puede saber por qué miras donde no te importa? —dijo Mel, intentando disimular con furia el miedo que recorría su cuerpo.
—Estudiante...—comenzó ella.
—¡Cállate, joder! —la exclamación de Mel hizo que Rob se revolviera en su cama. Pero no se despertó, descansaba como un lirón.
—...Lo he leído.
—Bueno, ¿y qué? —dijo Mel alzando la voz, con un tono de insolencia—, ¿se lo vas a decir a él?
—Hablemos fuera —atajó de manera concisa, mientras señalaba con su mirada a Rob.
—¿Quieres que te incluyan en su grupo, verdad?¿Por eso me vas a delatar, putita?
Aunque en un principio pareció no haberse ofendido, tras unos segundos, y con una rapidez profesional, Sally sacó un arma y apuntó con ella al estudiante.
—He dicho que fuera —dijo en un susurro—, y como grites —añadió, viéndole las intenciones—, te juro que te mato aunque sea delante de Rob.
Mel salió andando hacia atrás sin quitarle los ojos de encima a Sally y a su arma. Sally cerró la puerta tras ella. Afortunadamente, Rob no se había despertado y tampoco había nadie en el pasillo; pero no podía correr riesgos. Agarró a Mel por el cuello de la camisa y lo empujó al cuarto de baño. Aun en la estrechez, o quizás con más razón, Sally no despegó la pistola cargada de la sien de Mel.
—Escúchame con atención y cállate un minuto, ¿entendido? —dijo en voz baja—. No soy quien tú crees, no estoy aquí por el trabajo, no estoy por placer y tampoco estoy para que me incluyan en su grupo.
—¿Entonces que coño quieres? —preguntó Mel, sin importarle el haberle interrumpido.
—Creo que lo mismo que tú.
—¿Y cómo sabes lo que quiero?
—Soy policía —aclaró, ante la sorpresa de Mel—, llevo observándote semanas.
—¿Policía? —murmuró, sin poder creérselo. Mel se preguntó si ella estaría allí por asuntos de pesca ilegal.
—Sí —afirmó, con una sonrisa en la comisura de la boca—. Te preguntarás que cómo estoy enterada de lo que se está llevando a cabo.
Mel asintió con la cabeza. Sally, al ver que el joven se había tranquilizado, bajó el arma. Y comenzó su historia. Contando cómo había llegado hasta aquel barco. Alrededor de un año atrás la central recibió la llamada de un viejo pescador que había captado una inquietante señal de radio. En aquel momento nadie hizo caso, pues el servicio estaba saturado con otros asuntos de gravedad más inmediata. Sin embargo, un compañero de Sally, un novato salido de la academia cinco meses antes, se interesó por el caso y lo investigó en lo que le quedaba de tiempo libre. Fue a hablar con el viejo mercante que recibió el mensaje radar. Cada uno de los aspectos de la información que le dio no hacía perder el interés; desde el mismo cuerpo del mensaje hasta la persona que lo había enviado y desde dónde. El viejo se hallaba totalmente seguro de que la señal provenía de un lugar abandonado en algún lugar de Terranova, ajeno a la civilización humana durante décadas. También declaró que el mensaje poseía la voz de una niña.
—¿Una niña? —interrumpió Mel.
—Sí, es algo poco creíble, lo sé. Pero mi compañero se empeñó en seguir investigando. Poco a poco se dio cuenta de que el asunto era más turbio de lo que parecía. Era peligroso, en plena guerra, hacer determinadas acusaciones, y él lo sabía. Por eso comunicó conmigo, al parecer era en la única persona de la autoridad en la que confiaba; pero no me quiso decir todo. Solamente lo de aquella niña, ni siquiera el mensaje de ésta.
—Pero te dijo sus sospechas, ¿no?
—Claro. Oro gris.
Un escalofrío le sobrevino a Mel por la espalda. Estaba claro lo que Sally quería hacer.
—Quiero llegar al final de todo —confirmó Sally—, no quiero quedarme sólo en esta simple chusma, quiero saber quiénes están detrás. Quiero cazar a los peces gordos.
Mel frunció el ceño. No estaba seguro de que aquel símil que acababa de hacer fuese apropiado para la situación; además, para él, los que estaban a la sombra eran de la misma calaña, la misma chusma.
—¿Qué ocurrió con tu compañero? —preguntó, temiendo la respuesta.
—Desapareció de pronto; me juré a mí misma que tenía que terminar su trabajo.
—¿Y cómo puedo confiar en ti? —preguntó Mel.
—Te he contado todo lo que sé, eres tú el que aún no me has dicho la forma en que llegaste aquí.
—Yo no tengo por qué dar explicaciones: no te he apuntado con una pistola. Aunque —añadió, pensando que no correría mucho peligro si le contaba sólo parte de su historia, o al confirmarle lo que ella ya sabía—, te diré que encontré el recorte de periódico, y partir de ahí fui investigando.
—¿Por qué razón te interesaba el tema?
—Me repugna todo lo que tiene que ver con el oro gris. Pero, a todo esto, ¿qué piensas hacer tú para detenerlos?
—Aún no lo sé, tengo que entrar en la bodega y descubrir si lo tienen allí escondido.
—Pero la bodega está cerrada con un candado, sólo el capitán y Simón pueden entrar.
—He conseguido quitarle a Simón las llaves de la bodega, las tengo escondidas en lugar seguro —Sally respiró hondo, lo que había tenido que hacer para ganarse la confianza de Simón era realmente asqueroso. Había sido trabajo de día a día, desde el primer momento en que pisó el puerto de embarque.
—Pero él las echará en falta, ¿no crees?
—Por eso quiero ir cuanto antes, ahora mismo.


Eran las diez de la mañana y ya tenían controlado a todo el mundo. Cabrón y Yunk estaban en popa, preparando las redes; Rob, durmiendo; Jeanman en proa; Simón, el capitán y un marino viejo del que nadie sabía nunca pronunciar su nombre, estaban en la cabina de mandos; y por último, Joan, en la cocina. Era el momento. A través del comedor, bajaron a la parte inferior del barco, procurando no hacer ruido para que Joan, desde la cocina, no los oyera. Allí el movimiento del barco parecía mucho más palpable. El estrecho pasillo que ladeaba la despensa y la bodega simulaba una auténtica atracción de feria. Pasaron la primera puerta, la despensa. Después, la puerta cerrada con candado y con un cartel de prohibido, era la bodega.
—Bien, Mel —Sally sacó del bosillo una especie de botón y se lo introdujo en el oído; también sacó un chisme de unos cuatro centímetros y se lo dio a Mel—, esto tiene en el extremo un pulsador; si lo pulsas, enviarás una señal electromagnética muy débil al auricular que me he puesto en el oído, y así podré saber si viene gente sin que tú tengas que correr peligro. ¿Entendido?
—Sí, pero creo que debería de entrar yo—Mel sintió que aquello no era capaz de digerirlo tan rápido, hasta ahora siempre había estado sólo en eso.
—Ni hablar, vete al pie de la escalera y, si viene alguien, entretenle un poco para que me de tiempo de salir.
Una vez que Mel se había ido, Sally introdujo las llaves en la cerradura del candado y entró. Sally miró a su alrededor, una enorme caja de metal de casi dos metros de altura, se sostenía contra la pared, ocupando gran parte de la habitación. En un lado, junto a ésta, había una rejilla que comunicaba con la ventilación del barco y la sala de máquinas, en la popa del barco. Se abrió paso entre un motor viejo y decenas de utensilios de pesca, hasta alcanzar la puerta de la caja. No había manera de abrirla, necesitaba la combinación de la rueda giratoria. Miró el reloj, llevaba más de dos minutos en aquella sala y pensó que podría ser peligroso quedarse aún más. Ya tendría tiempo de pensar qué hacer con la caja, donde, con toda seguridad debía encontrarse lo que buscaba. Se disponía a salir justo cuando una alocada idea le pasó por la cabeza. Miró el motor del coche que descansaba en el suelo. Abrió con sumo cuidado el depósito de aceite...

Mientras tanto, Mel hizo lo que le había dicho la mujer, se dirigió al pie de la escalera. Se aseguró de que llevaba el pulsador bien disimulado en el puño y deseó no tener la necesidad de usarlo. Llevaba unos dos minutos sentado en los peldaños cuando un sonido del roce de algo con la pared le hizo volverse. Le dio tal sobresalto verla que estuvo a punto de pulsar el botón. La niña de ocho años con el traje azul le estaba mirando a los ojos.
—¿Tú? ¿Qué haces aquí? —preguntó sin dar crédito a lo que veía.
—Te van a descubrir.
Dicho esto se volvió hacia el pasillo y entró a la despensa con una rapidez increíble. Mel la siguió, entrando en un cuarto sumamente aprovechado, dividido por medio de congeladores y estantes repletos de alimentos. Buscó por todos los recovecos que fue encontrando sin éxito, la niña había vuelto a desaparecer como un ángel. De pronto, sintió un tremendo tirón en su estómago; un ruido de fuertes pisadas resonaron en el suelo del pasillo. Pudo oír claramente, al otro lado de la puerta de la despensa, la voz de Simón.
—¿Quién ha quitado el candado que cerraba la bodega?
Al no obtener contestación, entró. Si Mel se hubiese tirado en las frías aguas del océano Ártico, se habría sentido más caliente aún de lo que se sentía en aquel instante. No había avisado a Sally, es como si la hubiese traicionado...


La voz de Simón la alertó y Sally corrió hasta el fondo de la bodega, hacia la pequeña rejilla junto a la caja. Se metió como pudo por ella, dándole tiempo de ver, por un instante, la figura de Simón entrando por la puerta de la bodega. El ruido era intenso, sabía que ya se encontraba cerca del motor del barco. Ahora estaba en una cabina minúscula; y aunque no podía ver absolutamente nada debido a la falta de luz, supuso que allí estaba la refrigeración del barco. Tuvo que mantener la cabeza agachada para no chocarse con el bajo techo. Sintió que algo se le deslizaba del bolsillo, pero no tenía tiempo de buscarlo. En la oscuridad sintió el tacto de una puerta y la abrió sin comprobaciones. Apareció ante sí la sala del motor del barco, sitio donde el ruido ya era insoportable. Alcanzó la escalerilla de hierro vertical que llevaba a cubierta, con la esperanza de que nadie le viera al salir y pudiera tener la posibilidad de salvarse. Pero arriba ya la estaban esperando...


A hurtadillas, asegurándose de que ya nadie vigilaba la puerta de la bodega, Mel salió al estrecho pasillo y subió a cubierta. Una concentración de casi toda la tripulación en la zona de popa indicaba lo que con seguridad había ocurrido, y eso hacía aumentarle un sentimiento de culpa. Pudo comprobar que en el barullo no estaban ni Simón, ni el capitán, ni Sally. Minutos después Cabrón, ayudado por Yunk cuando se atascaba, contó lo sucedido. Al parecer, mientras aseguraban las redes de la pesca de la tarde, Simón había aparecido como una flecha desde la proa y había saltado sobre la trampilla de la sala de máquinas. De ahí sacó a Sally de un tirón del brazo, y la retuvo, dándole el tiempo justo a no acabar tiroteado por una pistola que la mujer guardaba en su chaqueta.
—Y menos mal que yo grité, ¡Simón! ¡Al suelo, tiene una pistola! —prosiguió Cabrón, fanfarroneando más que otra cosa.
Ahora mismo estaban en el camarote del capitán, situado junto a la cabina de mandos, discutiendo qué hacer con la chica. Si la mataban...


—La chica dice que tiró las llaves de la bodega por un desagüe, ¿tienes otras? —preguntó Simón al capitán, con el ritmo calmado.
Las cinco de la tarde, los motores del pesquero estaban parados y cinco tripulantes echaban las redes a popa, hablando, entre nudo y amarre, del extraño suceso que habían visto. Simón y el capitán discutían en la sala de mandos, más tranquilos que hacía unas horas. Aunque con la cabeza puesta en la habitación contigua, donde Sally se hallaba inconsciente tras un golpe propinado por Simón.
—Claro que sí, ya he mandado a Jeanman a que vuelva a cerrar la bodega. Simón, ¿y si no tiró las llaves al mar? ¿Y si las encuentra alguien? —preguntó el capitán con preocupación.
—Nada, le interrogaremos y le abandonaremos en el primer puerto por el que pasemos —respondió Simón.
—¿Ya está? ¿Y si descubre algo? ¿Nos delata?
—No creo, aunque si te sientes más tranquilo pondré dos nuevos candados más. De todas forma, es imposible que nadie sepa nada. Sally investigó a partir de las noticias antiguas, ninguna información útil. Pero ahora más que nunca hay que tener cuidado, no quiero que tengan motivos reales para llevarnos a la cárcel, no quiero muertos —concluyó—, no ahora que me quiero retirar, Horner, no después de lo tuyo.
—¿Entonces qué hacemos con la chica?
—Encerrarla en la caja. Cuando lleguemos a algún puerto, la acusaremos de suplantación de personalidad e intento de robo. Y cuando se descubra la verdad, estaremos muy lejos.
El silencio que prosiguió, indicaba que el capitán estaba de acuerdo con él; aunque también parecía que éste le estaba dando vueltas a otra cosa.
—Simón —murmuró el capitán Horner sin apenas mover los labios—. Por última vez, ¿estás seguro de que nadie ha podido enterarse de esto?
Horner inclinó la cabeza levemente, pero no la mirada, manteniéndola fija hacia Simón, inquisitiva. Dio la ligera impresión de que Simón dudaba en el momento justo antes de hablar, cuando realizó un movimiento nervioso de los labios.
—Seguro —dijo Simón tajante con un cierto deje desafiante. Lo había dicho tan convencido de sí mismo que el capitán rápidamente achacó el temblor a su enfermedad de parkinson, no a la duda—. Nadie lo sabe mas que nosotros, y ellos, por supuesto...

Una suave brisa helada punzó el rostro del estudiante. El resto de tripulación guardaba la escasa recogida y se preparaba para cenar; mientras, él esperaba aferrado a la barandilla de proa. A su izquierda el sol estaba a punto de ponerse. “Al norte”, pensó, desde luego, el barco no se dirigía a Boston. Como le había dicho el capitán, se desviarían de la ruta dos o tres semanas. Y no creía que fuesen simplemente a pescar; Mel sabía perfectamente a lo que iban y se imaginaba a dónde. No era casualidad que viajara en aquel pesquero. Estaba seguro que el mensaje al que Sally se refería, enviado desde Terranova, tenía relación con el destino de aquel barco del diablo. Por otro lado, no sabía si Sally estaba viva o muerta, pero se obligó a sí mismo a dejar de culparse y a proseguir. Estaba dispuesto a todo. Abriría la bodega de nuevo, recogería las pruebas suficientes y haría capturar a Simón y al capitán para que se pudriesen en la cárcel. A decir verdad, el capitán ya no le parecía una buena persona. Todo lo contrario, era incluso peor que Simón; falso, cobarde, manejable y asesino. Las lágrimas le helaban, le desahogaban, enturbiaban su corazón para mantenerlo frío; pues sabía que de ahí en adelante tendría que aguantar.
—Hola, Mel —dijo ella.
—Hola... ¿Cuándo me vas a decir tu nombre? —a Mel no le sorprendió su aparición.
La niña del vestido azul solamente respondió con una sonrisa.
—Yo puedo conseguir las llaves de la bodega, pero tienes que ayudarme.
—¿Qué quieres que haga?
—Que me escuches, tengo que contarte un cuento.
La escucharía, estaba listo para cualquier cosa. Preparado para todo; pero ajeno a la realidad, ajeno a que en unos días la inocencia de una niña le haría perder los nervios, ajeno a que él mismo, envuelto en la rabia, conduciría el barco hasta su propia muerte.



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