miércoles, 20 de agosto de 2008

El Faro - Capítulo 8 (Parte 2)

Banderas (Parte 2)


Washington Distrito de Columbia
Capital de los EE.UU
25 de noviembre de 2009
15:10

Dio un pequeño respingo, pero se controló y volvió el rostro hacia delante. Ya la había visto antes, pero hasta ahora nunca había sentido cómo le tocaba. Cerró los ojos con fuerza, con la esperanza de que aquella ilusión desapareciera. Pero cuando los volvió a abrir, no sólo no había desaparecido, sino que además la niña del vestido azul se abalanzó sobre él y le abrazó.
—¿Pero qué haces? —dijo Mel, intentando zafarse de ella—. Déjame, tengo que salir de aquí.
—¡No me dejes sola! —chilló la niña.

Se dio cuenta de que estaba llorando. Melvin la aguantó presionándola junto a su cuerpo y corrió a través de un humo que poco a poco se fue haciendo menos denso. Por fin alcanzó el pasillo que llevaba a una de las salidas, donde la gente corría a la par suya. Tuvo la suerte de no toparse con ningún antidisturbios en él, no sabía si llevar a una niña pequeña en brazos era garantía suficiente para que no hicieran nada. En el corredor varios estudiantes preguntaban desconcertados por lo que había pasado; Mel afianzó el paso y continuó sin darles una respuesta.

Cruzó el vestíbulo y en la calle se encontró lo que temía: Cientos de policías se batían contra miles de manifestantes. Empezó a bajar por las escaleras de acceso a la Biblioteca y faltó poco para que unas balas de goma le dieran, pasándole rozando muy cerca. Una decena de policías se abalanzaron hacia los que salían del edificio. Dos de ellos fueron directamente a la dirección en donde se encontraba Mel. No se quedó quieto, bajó los escalones en diagonal, esquivando los cuerpos derribados y las balas que le lanzaban. Otro antidisturbios se le acercó desde atrás con la porra en alto; pero él se impulsó con el pie y alcanzó la acera saltando los escalones que le restaban. Con el peso de la niña cayó mal y se hizo daño en el tobillo. Se tambaleó y estuvo a punto de caerse, aunque consiguió mantener el equilibrio y siguió cojeando hacia delante, pasando entre el cruce de ambos bandos. Una bala le silbó muy cerca y tuvo el presentimiento de que no era una aturdidora. El corazón se le aceleró más de lo que estaba y comprobó si su pequeña acompañante estaba herida; no tenía ni un rasguño, pero el pulso no le volvió a bajar.

De repente sintió como si lo hubiese atropellado un autobús y cayó de bruces al suelo. La niña se deslizó de sus brazos y rodó por la acera. Un agente había cargado con el escudo antibalas contra él, y ahora estaba en posición dominante sobre él con una escopeta en las manos. No podía hacer nada, si intentaba escapar sólo empeoraría la situación. Era imposible saber la expresión que tenía el agente, escondido tras su casco de protección. Quizás sentía júbilo al notar el miedo y la ansiedad de Mel; o también podría no sentir nada, como un robot que debía hacer su trabajo. Esa inexpresión e incertidumbre era lo que más le asustaba, el no saber si le iban a hinchar a palos o le iban a meter un tiro entre ceja y ceja. No le dio tiempo averiguarlo. El agente tras el casco, cayó fulminado al suelo; el hombre que se escondía tras el, que quizás sólo deseaba llegar a su casa y ver a su familia, murió cuando un manifestante le disparó con un fusil.

Mel no se quedó allí para darle las gracias, hizo una esfuerzo por levantarse y miró hacia un lado y a otro, buscando a la niña. Allí estaba, con los ojos llorosos y levantando los brazos hacia él. La volvió a coger en brazos, y entonces se dio cuenta lo que le dolía el lado izquierdo del costado y el hombro, tras el choque que acababa de recibir. Siguió corriendo, casi pegando saltos por el dolor del pie, en dirección al Congreso a través del enorme parque que se extendía a través de él.

Poco a poco fue dejando atrás la zona de pelea y, cuando se hubo asegurado de que no corrían peligro, paró en seco y dejó a la niña de pie en la hierba. Mel se sentó con cuidado y comprobó si había sufrido daño importante. Tenía el tobillo hinchado, pero si no lo apoyaba en el suelo podía soportar el dolor. Más grave parecía el morado que se extendía por todo el costado izquierdo, era probable que se le hubiera fracturado alguna costilla. Su hombro parecía haberse dislocado y en la espalda sentía una fría punzada. La sangre de la nariz ya se le había secado, pero no se atrevió a tocársela por si volvía a saltar la hemorragia. Miró a la niña, cuyos ojos estaban a su altura, aún estando ella de pie y él sentado. Había salido totalmente ilesa y todavía tenía los ojos llorosos, pero al haberse acabado el peligro le sonrió. Mel no se la devolvió, aún no estaba en condiciones de mover ningún músculo que no fuera necesario.
—Gracias, Mel —dijo la niña del vestido azul.
—¿Sabes cómo me llamo? —titubeó Mel mientras aumentaba su miedo, pues aquello le había pillado desprevenido.
—Claro —exclamó riéndose.
—Estás en mi imaginación, ¿no? —preguntó, aunque sin esperar una respuesta satisfactoria.
—Me haces mucha gracia.
—¿Te importaría volver a mi cabeza?

La niña volvió a reírse, pero esta vez se echó hacia atrás y se quedó tendida en la hierba mientras daba patadas y puños en el suelo. Mel no sabía hasta qué punto era peligroso seguir hablando con aquella niña, en el caso en que fuera producto de su mente. Había conocido casos de compañeros que tuvieron que ingresar en un psiquiátrico por esquizofrenia. Por otro lado si resultaba que aquella niña era real, o que al menos no provenía de su cabeza, el asunto era incluso más grave.

Respiró hondo, no estaba seguro si podía asimilar aquella situación.
—¿Qué quieres? —preguntó con la esperanza de que pudiese zafarse de ella dándole cualquier cosa que pidiese.
—No lo sé.

Ahora era ella la que estaba un poco desconcertada, se incorporó y se mantuvo sentada con las piernas cruzadas. Mel miró hacia otro lado, por si acaso desaparecía mientras no la observaba. Pero no fue así, volvió a hablarle, y esta vez con una pregunta más desconcertante que las anteriores.
—¿Conoces a Grace?

Mel se dio por vencido, pero lejos de desvanecerse, pensó que si respondía a sus preguntas y le seguía el juego podría hacerla desaparecer. “Debo estar loco”, murmuró en voz alta. La niña levantó levemente sus largas pestañas hacia él, pero no dijo nada y esperó a que Mel dijera algo más.
—Conocí a una Grace —murmuró con lentitud, como si le costaran cada una de las palabras—, hace mucho tiempo.
—¿Cuánto tiempo?
—El mismo que hace desde la primera vez que te vi..
—No entiendo.
—Ni yo.
—Su papá se llama Garrida —dijo la niña tras un prolongado silencio.
—¿De dónde sacas ahora ese nombre? —preguntó Mel a media sonrisa— No, el padre de la que yo conozco me... un momento.
—¿Qué pasa? —dijo con inocencia.
—Tengo que hablar con mi madre.
—¿Por qué?

Al rato los dos se habían subido en un taxi. Desde la ventanilla pudo ver que la situación se iba empeorando a cada momento que pasaba. Los movimientos de gente ya estaban generalizados por toda la ciudad y eran más numerosos conforme se iba acercando a la casa de su madre. Le dijo al taxista que parara unos doscientos metros antes del edificio y se bajó del coche.
—¿Ahí vive tu madre? —preguntó la niña con asombro.

No era el mejor momento para admirar la Casa Blanca. El cuerpo central estaba siendo reformado y los andamios cubrían la hilera de columnillas. Por ahora, los manifestantes más pacíficos hacían un cerco a los terrenos del edificio, de manera que le costó trabajo llegar a la entrada trasera. Se acercó a uno de los guardas que vigilaba la verja para que le dejara pasar. Le costó estar más de cinco minutos esperando a que confirmaran su identificación, pero finalmente entró.

Aún no se había acostumbrado a vivir allí. Aunque su madre lo llevaba haciendo casi un año, él sólo llevaba allí desde el verano. Los pasillos con moquetas estaban siempre repletos de personas que apenas conocía o le caían mal. Por aquellos tiempos estaba más transitada que nunca, debido al momento de crisis que sufría el país. Los ministros andaban con prisa y empujaban sin pedir perdón a los demás empleados, exhalando miedo a cada paso y contagiándolo al resto.

Por el contrario, los militares se paseaban con aire confiado, y eso era algo que no tranquilizaba especialmente a Mel. Algo preparaban, y aquel militar, el general Garrida, era sin duda el más peligroso. No sólo por como era él en sí mismo, sino también por el círculo de influencias en el que se movía. Garrida era prepotente y peligroso, pero Mel había indagado más sobre él de lo que podía saber la gente común. Nada más pensara en él, su mente se iba automáticamente al oro gris. Además, a raíz de las palabras que le había soltado la pequeña, una seria de corazonadas le habían atacado sus nervios.

Llegó a la zona de dormitorios presidenciales sin que nadie le pusiera impedimento alguno. Estaban todos tan ocupados que no se habían fijado en él y en la niña.
—Quédate aquí, no te puede ver nadie —le ordenó Mel a la niña, mientras la metía en su propia habitación. Cerró la puerta antes de que ella pudiera rechistar.

Todavía no estaba seguro de qué era ella y menos aún si los demás podían verla, pero no podía arriesgarse a que la viesen. No quería ni pensar lo que podía hacer Garrida si llegaba a verla. Pero incluso sus temores más infundados, como ese, cobraron fuerza cuando se cruzó con el general Garrida. Éste le paró con la mano, parecía sorprendido por su presencia.
—¿Qué hace aquí? —preguntó con tono grave.
—Tengo que hablar con mi madre.

El hombre le miró con una expresión dura, casi de odio. Mel se fijó en su dedo, ahí brillaba el anillo de los Hijos de Lorrel.
—La presidenta ahora mismo se encuentra en una reunión privada.
—Si eso es cierto, me alegro de que mi madre ya no confíe en usted lo suficiente como para dejarle entrar a la reunión.
—Los motivos de no estar ahí son personales. Su madre confía plenamente en mí y autoriza todo aquello que odias que yo haga —contestó con una sonrisa que arrugó aún más su tez morena.
—¿También las ejecuciones clandestinas? —se atrevió Mel.
—¿De verdad eres tan simple como para creerte los rumores que se inventan unos pocos extremistas?
—Creo que os habéis inventado esto.
—¿Perdón? Explícate porque no te entiendo.
—Hace unos minutos estuve en medio de una manifestación y la gente luchaba en nombre de los Estados Unidos. También la carga policial luchaba contra ellos en defensa del país.
—¿Y que?
—Que todo es mentira. Aquí nada es cuestión de banderas.
—Posiblemente —lanzó, y recuperando seriedad añadió:— Discúlpeme, pero como ya le he dicho tengo asuntos personales.
—Como ocuparse de su hija Grace, ¿no?

Garrida ya había empezado a andar, pero se paró en seco cuando Mel dijo aquello; por un momento el joven se asustó.
—No sé a qué viene eso. Mi hija murió al empezar la guerra.

Y dicho esto se dio la vuelta y desapareció de la vista de Mel. No sabía si había hecho bien en decir eso, al fin y al cabo, para pensar que Garrida era el padre de Grace se basaba sólo en lo que le había dicho la niña que estaba en su cuarto. De todas formas, el general había dicho que su hija murió, pero nada de que no se llamara Grace. Tras quedarse unos segundos pensando volvió a la realidad, ahora debía resolver otros asuntos; se dirigió al despacho Oval, donde su madre debía estar reunida con los demás ministros.

Desde el comienzo de la guerra varios años atrás la economía había empeorado, a la vez que la seguridad ciudadana disminuía estrepitosamente. Abigail Shine, su madre, había llegado a la campaña dando esperanzas por acabar con aquel escenario y ganó las elecciones. Pero desde entonces las cosas no habían hecho más que agravarse, y aunque sólo hubiese pasado un año, la situación era insostenible. Los intentos de imponer ciertas medidas habían chocado con los intereses de ciertos grupos de presión con mucha fuerza. Las manifestaciones violentas eran consecuencia de todo aquello y en algunos Estados se respiraba un entorno de guerra civil.

El guardaespaldas del turno de tarde estaba en la puerta aparentemente tranquilo, sonriendo como si lo que ocurría a su alrededor le importase bien poco.
—Hola Freddie —saludó Mel—, ¿sabes cuándo termina la reunión?
—No, aún no ha empezado; dentro de quince minutos, a las cuatro —la sonrisa permanente de Freddie cambió cuando se fijó un poco más en el aspecto de Mel—. ¿Qué te ha pasado?

Pero Mel no le respondió, su cabeza estaba en otro sitio, no paraba de darle vueltas. Era posible lo que estaba pensando, y a su vez, una auténtica locura.
—¿Hay alguien dentro con ella? —preguntó Mel sin poder evitar la histeria que le invadía.
—Entró diciendo que quería diez minutos de intimidad, desde entonces no ha pasado nadie. ¿Pero qué es lo que pasa?
—¡Mamá! —gritó aporreando a la puerta, y dirigiéndose al guarda:—, abre ahora mismo, Freddie.

El vigilante hizo caso ante el nerviosismo de Mel y accionó su tarjeta de seguridad en la ranura correspondiente, a la vez que introducía una clave. La puerta se abrió como si la hubiera empujado un ciclón y tras ella entró Mel. Un sudor frío le resbaló por la espalda. La sala estaba tranquila, más de lo que había estado en todas las veces que había entrado. La mesa en el centro con los folios perfectamente ordenados; allí estaba el pisapapeles que le había regalado por el día de la madre cuando tenía diez años. Los ojos empezaron a escocerle y una lágrima asomó ligeramente. A través de un cristal roto entraba una fresca brisa que traía el murmullo de la gente. En el suelo yacía su madre, con un disparo en el pecho.

Escuchó a Freddie encender su walkie para avisar a seguridad, pero los sonidos se fueron apagando en su oído. Aquello era irreal; muchas veces había pensado que podía ocurrir, pero era imposible asumirlo. Dos lágrimas se deslizaron por su mejilla y sintió un fuego en su interior quemándole. En una milésima de segundo se imaginó cientos de momentos que aún soñaba vivir con su madre, y vio cómo todos ellos se consumían por aquel fuego. Todo su cuerpo se llenó de un vacío imposible que hasta pareció dejarlo sin aire, todos sus órganos querían salir de él. Una punzada en su costado herido fue el detonante de un alarido de dolor. Cayó de rodillas ante el cuerpo inerte y notó impotencia por no poder cambiar aquello.

Una veintena de hombres enchaquetados entró a toda prisa en el Despacho. ¿Dónde habían estado antes?
—¡Hay que llevársela de aquí a un hospital! —gritó alguien.

Tuvieron que apartar a Mel entre varios hombres para poderse llevarse a su madre.
—¡Quiero ir con ella! —gritó Mel.

Alguien le agarró haciéndole daño en el hombro lesionado. Era Jona, el secretario de su madre.
—Escúchame Melvin, tengo que hablar contigo un segundo —su tono era grave, lo apartó a un lado de la habitación—. Vamos a llevarte en helicóptero, tienes que irte de aquí.
—¿Dónde se llevan a mi madre? —preguntó sin entender nada.
—A un hospital, escúchame: me acaban de informar de que ha habido un ataque en Las Vegas y Washington corre el mismo peligro.
—¿Cómo que a un hospital? —preguntó ignorando lo segundo— ¡Mi madre ya está muerta!

De pronto se acordó de la conversación con el general Garrida y lo entendió todo, le había engañado por completo. Le había dicho que su madre estaba en un reunión siendo mentira, por lo que estaba claro que había participado en su asesinato. No podía creer que no hubiera llegado a tiempo de avisar a su madre de lo peligroso que era aquel tipo. No tenía ni idea de si podía confiar en el secretario de su madre, pero en aquel momento poco le importaba.
—¡Tienen que buscar al general Garrida! —exclamó.
—Mel, por favor, tranquilo.
—Es todo una conspiración, usted... ¡Todos lo sabíais!
—Mel, no te equivoques; tu madre me dijo que si le ocurría algo tenía que sacarte de aquí —pero algo había en él que hacía que desconfiara—. Cuando llegues a tu destino tendrás libertad de hacer lo que tú quieras.

Pensó en su madre y luego en la niña del vestido azul y recordó que la había abandonado en su cuarto, no podía dejarla allí para que la encontraran. Debía salir de allí cuanto antes. Antes de que el secretario añadiera nada más, salió disparado a través de la puerta.
—¡Cogedlo! —oyó que decía.

Una decena de pasos le persiguieron y uno de ellos le alcanzó y le tumbó en el suelo. El cuerpo entero le dolió una vez más y perdió todas sus fuerzas. Tuvieron que sostenerle para ayudarle a mantenerse en pie. El secretario se acercó lentamente con temple severo.
—Mel —comenzó a decir cuando su cara estaba a un palmo de la suya—, hay que reconocer que las cosas no podían seguir así.

Mel explotó y le escupió en la cara.

Una vena de su frente ancha se hinchó más de lo normal.
—Lleváoslo de aquí.

Entre dos agentes de seguridad lo llevaron al exterior de la Casa Blanca. Pero no podía olvidarse de que aún la niña del vestido azul seguía sola en su cuarto, quizás llorando y pasando miedo. Intentó zafarse de sus captores sin éxito y gritó con la idea de que la niña lo escuchara. Pero sus gritos sólo consiguieron rasparle la garganta y le fatigaban. Mientras caminaban hacia el helicóptero le entraron arcadas dos veces, hasta que finalmente vomitó justo antes de entrar.

Las aspas comenzaron a moverse con un sonido apagado, el helicóptero subió con una ligera sacudida y se deslizó suavemente por el aire. Pensó que todo el dolor que pudiera sentir en aquel momento no era nada. Su madre había muerto, y ni siquiera había podido prevenirla de Garrida. Se sentía culpable, pero todavía más sabiendo que la pequeña estaba en peligro.

Comenzaron a alejarse de la ciudad. En aquel momento, la Casa Blanca, el Capitolio y demás símbolos del pueblo, se erigían entre las hordas de gente como si fuesen hormigueros. Lo que fuera que hubiese avivado a las hormigas las había enfurecido.
—Deben ponerse unas gafas especiales, señores —dijo el copiloto desde la parte de adelante dos minutos después de despegar.

Fue la primera vez que Mel tomó conciencia del interior del helicóptero. Algo raro ocurría. Dejó que le pusieran las gafas que habían dicho, tenían un grueso cristal oscuro. El hecho de que los demás tripulantes también se las pusieran no le tranquilizó nada en absoluto. No entendía lo que pasaba; aunque a decir verdad, ninguno de los que había allí parecía comprender nada. Recordó lo que había dicho el secretario momentos antes, las Vegas había sido atacada. ¿Pero cómo? Sintió el peso de las gruesas gafas y una gota de sudor le provocó un escozor por toda la cara. Se vio a sí mismo en la Biblioteca una hora antes, con una niña en brazos que no sabía si existía, esquivando a policías y cócteles molotov. Imaginó el cuerpo de su madre, en algún lugar de Washington; imaginó a la niña intentando encontrarle. Ellas estaban abajo, y él arriba. Lo que ocurriría a continuación cambiaría el curso de las cosas.

Las gafas de protección no evitaron que viese el fuerte resplandor. En alguna parte comenzó, la intrincada reacción en cadena de la explosión. Puede que en un bidón de basura de algún barrio humilde, o en medio de una manifestación con millones de personas a su alrededor. El espectáculo más bello creado por el ser humano se extendió por las retinas de la población, quemándolas en el instante en que era visionado. Una fuerza más arrebatadora que un volcán arrasó todo un símbolo del país. Un vaho hecho de fuego arrastró millones de vidas en forma de ceniza. No quedó ni huella, ni de Abigail Shine, ni de ninguno de los habitantes de Washington.

Mel no fue el único en vomitar. Una hora después, el helicóptero pidió permiso para aterrizar en un lugar seguro, alejado de la radiación. Tras la explosión el piloto había puesto perdido el salpicadero y tuvo que ser sustituido por su compañero. Uno de los agentes que le escoltaban también se encontraba indispuesto y estuvo a punto de perder el conocimiento. Mel sabía que llegaría el momento en que tendría que pensar en su futuro, en lo que iba a hacer a continuación. Mentalizó el trozo de periódico que había cogido en la biblioteca, la fecha del 4 de febrero de 1991. La fotografía en blanco y negro mostraba el pueblo de pescadores de Puerto Morales. En el centro había varios hombres de rodillas, intimidados por las pistolas de la guarda costera. Solamente uno de los hombres del grupo central estaba de pie, frío y amenazador.

Era Simón Bakälar. Tenía que encontrar la manera de dar con ese hombre.


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3 comentarios:

Anónimo dijo...

Te acabas de cargar Washington!! jajaja. Cuantas desgracias seguidas...

La niña me recuerda cada día más a la de una mente maravillosa, además también llevaba un vestido azul, creo recordar...

Ahora mismo me leo el siguiente!

Un beso y sigue escribiendo!

Anónimo dijo...

Nos tratas como a una misma persona, y somos dos diferentes...

Ten cuidado con a quien besas, en, en, en...

Anónimo dijo...

somos un mismo dios, pero dos personas diferentes mmm