lunes, 24 de septiembre de 2007

El Faro -- Capítulo 5

15 Diciembre 2010
07:00 AM

Quince días en el mar, ¿qué más podía pedir? Ezra Priklopil miraba con nostalgia como los jóvenes llevaban a cabo la tarea de soltar las redes de pesca, recordando la cantidad de veces que él mismo había tenido que hacer eso a lo largo de su vida. Pero ya no podría hacerlo nunca más. Ezra Priklopil era el tripulante más viejo de El Catamarán III. Con 82 años había sido invitado a acompañarlos en el que sería, sin duda alguna, su último viaje por el mar.

Ezra subió las escaleras del exterior con dificultad, empujado por el viento que soplaba esa oscura mañana de invierno, hasta llegar a su dormitorio, que compartía con el capitán, justo al lado de la cabina de mandos. Se sentó en su cama, aún desecha y, desde la ventana, que caía frente a él justo a la altura de su nariz, vio como Simón bordeaba la cubierta por la izquierda y se dirigía a proa con pasos rápidos. Simón. Ese tipo no le inspiraba toda la confianza que debiera.

Simón pasó junto a Yunk, el joven oriental que llevaba ya un par de años trabajando con el capitán, sin siquiera mirarlo y llegó a la proa, donde Rob y Jeanman recogían cabos y cuerdas para poner un poco de orden en el barco. Era un trabajo feo, sin duda, y la presencia de Simón no ayudaba a que fuera más agradable.
—Creo que estáis haciendo mal intentando enrollar esas cuerdas un día de viento como este —dijo sonriendo maliciosamente —. Os vais a cansar sin recompensa.
Rob y Jeanman, que sudaban a mares bajo su gran capa de ropa y debido al esfuerzo requerido, le miraron con toda la hostilidad que pudieron.
—Putain salaud —murmuró entre dientes Jeanman en su lengua natal.
Simón, sin tener ni idea de lo que acababan de decirle, se dio la vuelta y comenzó a mirar el cielo. Nubes negras y grises se rozaban y entrelazaban, formando un cielo violento y amenazante de tormenta. Fue bajando la vista hasta el puesto de vigía, elevado unos cuatro metros sobre el techo de la cabina, y recordó haber visto la noche anterior a Sally allí sentada, tapada con una manta y escuchando la radio. ¿Seguiría durmiendo? Realmente le gustaba esa muchacha a Simón aunque, ¿no era un poco joven para él?

Siguió bajando la vista y se fijó en el Capitán, en la cabina de mandos, hablando por teléfono con muy mala cara. Le preocupaba el Capitán, le preocupaba mucho, pero no porque sintiera hacía él algún tipo de simpatía especial, no, era sólo porque el Capitán decidía en todo momento lo que hacer con el barco y qué rumbo tomar, y a Simón le convenía que ese rumbo fuera siempre el mismo, no dejaría que se le estropearan los planes. No en el último momento y por un simple capitán de barco pesquero.

Steve Horner, el Capitán, no podía apenas moverse. La voz que le hablaba desde el otro lado del teléfono venía tan lejana que apenas si podía prestarle atención. Ruby estaba peor. ¿Cómo era eso posible? Se suponía que con los últimos medicamentos había mejorado bastante de su enfermedad, ya sólo necesitaba el orogrís, el orogrís la curaría y podrían ser, en menos de tres meses, una familia normal, marido y mujer otra vez.
—¿Señor Horner? —la voz de la enfermera lo llamaba desde el otro lado —¿Sigue ahí?
—Sí, sigo aquí, es sólo que esto me destroza.
—Lo sentimos mucho, señor, pero no sabemos porque ha sucedido.
—Deben de saberlo… son médicos, se supone, yo no puedo hacer más, no puedo hasta dentro de un mes y medio. —Ruby sonriendo, un recuerdo fugaz que le atravesó la cabeza e hizo que se le saltaran las lágrimas.
—No sabemos si aguantará un mes más, señor Horner —a la enfermera se le quebró la voz al decir lo siguiente —. La verdad es que no creemos que ninguno de los que están como ella vayan a aguantar más de esta semana.
—¡No puede decir eso! No después del cargamento que llevé hace dos semanas, eso debería hacerlos aguantar hasta dentro de por lo menos seis meses, ustedes me lo aseguraron. —Simón acababa de entrar en la cabina y el Capitán le había hecho un gesto para que se sentase y esperara un segundo. —Tengo que colgar, cuando podré volver a llamar.
—Señor Horner, le agradeceríamos que no llamara y nos dejara hacer nuestro trabajo hasta que vuelva a venir por aquí. —dijo la enfermera —La situación ahora mismo es crítica en todos los hospitales de la zona y solo nos ocupamos de llamar a los familiares de los fallecidos para pedir el permiso de investigación.
—¿El permiso de qué?
—De investigación. Señor Horner, es la primera vez en la historia que los médicos se están enfrentando a una enfermedad de éstas características y es gracias a usted que tengamos una pequeña idea de lo que puede apaciguarla. Es por eso que experimentamos en los cadáveres con todo tipo de composiciones médicas a partir de lo que usted nos trajo.
—¿Eso es legal?
—Sí, siempre que la familia lo autorice y en el transcurso de las primeras cinco horas tras la muerte. Luego los cuerpos son incinerados y enviados a las familias.
—No quiero que experimenten con Ruby.
—Señor Horner, ya le llamaremos en el caso de que ocurra algo de mayor índole, hasta entonces, adiós y dese toda la prisa que pueda.

El capitán colgó el teléfono y tardó unos largos segundos en recomponerse antes de poder encarar a Simón.
—Dime —le dijo.
—Nada, sólo pasaba a verte, me pareció que estabas preocupado por algo.
—Sí, así es. Acabo de llamar al hospital, Ruby está peor. Los últimos medicamentos que le llegaron no han surtido el efecto esperado y la tienen muy controlada, como si fuera a…
—Ya verás como todo sale bien, Horner.
—Deberíamos darnos más prisa, Simón.
—No es posible y lo sabes. Hasta que no podamos soltar los rastreadores dentro de treinta días tendremos que ir a la velocidad estipulada. No pareces un capitán de barco.
—Y tú pareces un…

Gritos desde cubierta hicieron que el capitán cerrara la boca para afinar el oído. ¿Qué demonios estaba pasando allí abajo? Simón y él se levantaron prácticamente a la vez y se asomaron por el cristal de la cabina. Lo que vieron les dejó perplejos.
Todos se encontraban en cubierta en ése momento asomados por la borda, retirando las redes de pesca a toda velocidad, aunando sus fuerzas contra una especie de sombra negra en el agua que se retorcía de un lado a otro con la fuerza de la marea, tirando hacia el mar de las redes, que estaban asombrosamente llenas de peces plateados. El Capitán y Simón bajaron a la cubierta rápidamente y se asomaron al mar, la silueta oscura era impresionantemente grande, podía medir cerca de veinte metros y se revolvía como si intentase alejarse del barco pero no pudiera.
—¿Es lo que yo creo? —preguntó el Capitán a Simón, que tenía el rostro descompuesto.
—Y, ¿qué crees tú que es?
—Una ballena.
Todos se volvieron para mirarlos. Las redes se agitaban, arrastrando a los marineros más fuertes, incluso Cabrón parecía a punto de desfallecer de la fuerza que estaba ejerciendo. De repente, todo paró.
—¿Una ballena? ­—gritó Rob. —¡Eso es imposible!
Yunk se acercó al Capitán y mientras le señalaba al mar con cara de terror, gritaba:
—¡Gibbus¡ ¡Gibbus! ¡Yo matar! ¡Yo matar!
—Pero, ¿qué coño está diciendo este tío? —escupió Simón con desdén.
—¡Ulsan! ¡Yo, en Ulsan, gibbus, muerto! —Yunk miraba con temor al mar y se volvía hacia el Capitán.
—¿Sabes acaso que ballena es? ¿Gibbus? —preguntó el Capitán a Yunk, que asintió con un atisbo de sonrisa. —¿Eso qué es?
—Una yubarta.
Ezra Priklopil había salido a ver a que se debía el jaleo y los miraba apoyado en el tocón del ancla. Parecía un fantasma, pálido, con los ojos semicerrados, su ropa blanca siempre impoluta y el viento fuerte previo al temporal agitando la suave tela que cubría su cuerpo viejo y resistente.
Una luz cegadora iluminó el cielo aún oscuro por las negras nubes que lo cubrían esa mañana. Lo siguió un trueno que sonó cercano. Otro relámpago tras la nubes y ahora el estallido casi al momento. Tenían la tormenta encima.

El Capitán miró a sus hombres, que le preguntaban con la mirada desde sus rostros sudados y agotados, que iban a hacer a continuación. Cabrón hacía estiramientos sin quitarle la vista de encima, el estudiante se tocaba las palmas de las manos con cara de dolor, las tenía quemadas por el rozamiento y la falta de costumbre, Jeanman retiraba con los pies los cabos con los que habían estado trabajando poco antes él y Rob, que dirigía su vista del mar al Capitán y viceversa. Joan estaba apoyado en las barras de la borda sacando una fina hebra de metal incrustada en la mano de Sally, cuyo rostro comprimido no dejaba pasar el dolor a través de sus ojos, que se mantenían fijos en Simón, a quién miraba con odio.

Nadie hablaba, así que pudieron escuchar perfectamente el canto largo y profundo que surgía del mar, paralizando el tiempo a su alrededor y anonadando a los tripulantes del Catamarán, que de pronto se sintieron las personas más desdichadas del mundo. Las notas se repetían con un orden lógico, graves y agudas, vibrantes, enternecedoras y a la vez siniestras con un paisaje como aquel de fondo, era una canción de despedida, un lamento surgido de las entrañas de la Tierra que se hacía eco dentro del pecho de todos los presentes. Paró, y ahora se hicieron más cortos y seguidos, agudos, chirriantes pero igualmente hermosos. Sally lloraba con cara de incomprensión y el Capitán notó como se le ponían los vellos de punta. Lo que más le sorprendía era el silencio por el que se expandía el sonido, la nada, la profundidad de un océano desierto en el que su canto rebotaba de un lado a otro, extendiéndose y escuchándose a miles de kilómetros. El Capitán pensó en su esposa. El viento era muy fuerte y el cielo se iluminaba a cada poco. Les rodeaba, además del canto hermoso de la yubarta, el sonido de los truenos, cada vez más cerca, retumbando como tambores, desde el horizonte hasta sus cabezas.

Empezó a llover con fuerza y la ballena cambió de notas, ahora sí que parecían el lamento de un animal, acosado por el ser humano, violado y maltratado, arrancado de su hogar por una fuerza mayor que no entendía y que le había costado la muerte a gran cantidad de hermanos suyos. Su canto era un grito de ayuda, pedía auxilio, pedía vida y libertad, pedía comprensión y respeto, pedía por la naturaleza. El Capitán sentía un nudo en el estómago, un nudo de impotencia. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué estaba contribuyendo a la destrucción de aquella maravilla? Sentía que no podía hacer nada, quería ayudar y se veía impotente, incapaz de salvar a aquel animal que rogaba por su vida con una melodía regalada, preciosa, una melodía de compasión. Apretó los puños e intentó calmarse, pues estaba apunto de llorar. Necesitaba correr y lanzarse al mar, abrazar a aquel animal, decirle que no era capaz, que no podía ayudarlo, que no serviría de nada lo que él hiciese.
Unas gaviotas pasaron sobre el barco, luchando contra la tormenta, frágiles, graznando y mirando hacia abajo. El viento se las llevaba a su antojo, al igual que se llevaba el barco, que perdía rumbo y se movía lateralmente, fuera de toda coordenada lógica. Pero iban demasiado rápido…

—¡Nos está arrastrando! —gritó Val —¡Está enganchada a la red y nos arrastra!
La lluvia caía con fuerza y todos lo miraban a él. Él tenía que decidir y sabía cuáles eran las opciones. Perder las redes o matar al animal. Pero tenía su canto inundándole la cabeza, y pensaba en Ruby. Las notas le vibraban en las sienes y en la garganta, casi como si salieran de él. Yubarta. Sí, había oído sobre ella; la ballena jorobada, con una pequeña aleta en la espalda, una barriga lisa y blanca y con una cola de cabeza bífida impresionante. La ballena más dócil de todas, la más hermosa, la más misteriosa y antigua. La ballena barbuda que durante años había sido objeto de obsesión de pescadores por su preciada grasa, su tesoro de piel.
—Horner, tenemos que matarla —le dijo Simon desde su lado —Horner, ¡Horner!
El Capitán reaccionó y miró a Simon a los ojos, a esos ojos de codicia que le venían observando desde hacía varios años y entonces recordó lo ocurrido en el puerto, poco antes de salir. Recordó a Simon y a aquel hombre con una mano vendada, como ambos le miraban mientras hablaban y como el desconocido estallaba en risas por algo que Simon le decía casi en un susurro. Simon. Simon, el destructor.
—¡Horner! Tenemos que…
—Ya te he oído, Simon —le cortó el Capitán sin mirarle —Intentemos zafarla de la red, no quiero matar una ballena —dijo al resto de los tripulantes.

Todos se pusieron manos a la obra. Los cantos eran cada vez menos frecuentes, más graves y alargados y también menos perceptibles debido a la intensa lluvia que azotaba el mar en ese momento. Ezra había corrido a refugiarse a su habitación, pero le costaba mucho trabajo subir la escalera. El Capitán vio esto y se dio cuenta de que bastaba el más mínimo golpe de una ola en el lado contrario del barco para que el viejo fuese de cabeza al mar.
—¡Mel! —gritó al estudiante — ¡Ayuda a Ezra a subir a su habitación!
—¿A quién? —el estudiante se separó del resto de sus compañeros, que forcejeaban con las redes y la tormenta, y se acercó al capitán.
—¡A Ezra! —le dijo agarrándolo por el pecho del chaleco y girándolo en dirección al anciano, que estaba a punto de caerse. El muchacho salió corriendo, resbalándose, hacia las escaleras. —Vamos, ¡intentemos liberarla! —gritó a los demás.

Entre todos forcejeaban para el lado contrario para el que se movía el animal, cuya aleta se encontraba encajada en un boquete abierto entre las cuerdas duras de la red. El animal sacó la cabeza con la boca abierta y todos pudieron observar su textura rocosa, llena de protuberancias y uno de sus ojos, enormes, oscuros, mirándolos con desesperación. Detrás de la cabeza, por la espalda, la joroba común de su especie sobresalió del agua y mostró una flecha de arpón clavada, pero algo le llamó la atención al capitán de esa flecha.
—¡Está herida! —gritó Sally.
—¡No! —el Capitán sabía qué era aquello —¡Es un localizador! Ni siquiera creo que le duela.
—¿Un localizador? ¿Sabe alguien que estas ballenas siguen vivas? —gritó Val.
—No es un localizador actual ­—era difícil trabajar con aquella tormenta y hablar a la vez —, fíjate bien, mira el cuerpo, trenzado y largo.
Y, efectivamente, el cuerpo trenzado de la flecha se diferenciaba completamente de los localizadores del momento, que eran flechas más chatas y lisas. Pero lo que le llamó la atención al capitán fue que esa flecha no sólo no parecía actual, sino que le recordaba a las dibujadas en los libros antiguos de pescadores, las anteriores a la 1ª Guerra Mundial. Y de eso hacía mucho tiempo. ¿Cuánto había vivido esa yubarta?

Yunk, a su lado, miraba como hipnotizado a la ballena, que poco a poco volvía a sumergir su gigantesco cuerpo en el furioso mar, abría y cerraba la boca pero no decía nada. El Capitán le miró.
—¿Qué te pasa? —le preguntó.
Gibbus, gibbus, yo tener matar… —Yunk miraba al pasado con la vista perdida en la tormenta.
—No, no la vas a matar. —le ordenó el Capitán, aunque sabía que Yunk no le estaba escuchando. ­—¡A la derecha, tirad hacia la derecha! —gritó a los otros —Ya casi está.

Simón había dejado atrás a los demás, se había salido del grupo apretado de gente que intentaban soltar a la ballena y se dirigía a la cabina de mandos. Era el momento de usarlo, siempre en el barco y nunca usado, pero ya era hora. Subió las escaleras agarrado al pasamano y con cuidado de no resbalar, el viento era muy fuerte y llovía de lado, de manera dolorosa. El barco se agitaba con cada coletazo de la ballena, que desesperada ahora más que nunca, se movía sin miramiento alguno, no le importaba nada, quería separarse de aquel monstruo de metal que la había agarrado con sus redes y ya ni siquiera se esforzaba en lanzar su suave lamento. Entró en la cabina, donde reinaba la calma, y se abalanzó contra el baúl siempre cerrado del que sólo él y Horner tenían llave. Con manos temblorosas y mojadas se quitó la cadena que se colgaba del cuello con varias llaves e intentó un par de veces abrir la cerradura sin éxito. Lo intentó con una tercera llave y abrió sin problemas el enorme baúl lleno de papeles, cartas esféricas y otras cosas, entre ellas, el viejo arpón de pesca del Capitán. Según él, sólo había sido usado dos veces antes y hacía mucho tiempo, pero funcionaba perfectamente.
Simón sonrió y se puso en pie. Se disponía a salir por la puerta cuando la máquina de referencias comenzó a chirriar. Estaban recibiendo un mensaje, así que encendió el fax. La máquina comenzó a escupir un folio escrito con letra de imprenta en cuya esquina superior derecha se apreciaba el emblema de un hospital. A Simón se le revolvió el estómago, sabía que algo, tarde o temprano, lo echaría todo a perder. Cogió el folio y lo leyó:

Estimado Señor Horner:
Lamentamos comunicarle que hoy, 15 de Diciembre de 2010, a las 07:27, su esposa, la señora Ruby Horner, moría por insuficiencia respiratoria y cardiaca en el quirófano a causa de un colapso en el sistema ventricular.
Por favor rogamos que nos detalle, lo antes posible, si desea que se utilice el cuerpo de su esposa como material de investigación durante las cinco horas posteriores de su muerte.

Cordialmente.
Director de Investigación y Ciencia del Hospital Santa María.

Simón leyó el papel un par de veces y soltó el arpón en la mesa. ¿Por qué? ¿Por qué en ese momento? No podía permitirlo, no podía dejar pasar esa oportunidad. El barco dio otro brusco viraje y se inclinó levemente a la derecha; el arpón se deslizó por la mesa y cayó al suelo. Si el Capitán se enteraba de que su esposa había muerto no querría seguir el viaje hasta Terranova, no tendría interés alguno en llegar a la isla. ¿Qué debía hacer?

—¡Tirad! ¡Tirad! ¡Soltad a la de tres! ¡Una! ¡Dos! ¡Tres! —el Capitán guiaba a los demás con éxito, la aleta ya estaba casi fuera de la red y no podía dejar de sonreír.

Simón pulsó el botón de enviar y se agachó a coger el arpón del suelo. Cuando se incorporó y abrió la puerta para salir, la máquina de referencias mandaba un mensaje por fax con lo siguiente escrito a mano:

Hagan lo que crean necesario con el cuerpo y luego desháganse de los restos por mí.

Steve Horner.

Cuando llegó a cubierta con el arpón cargado y a punto para ser disparado, todos estaban terminando de subir la red, esta vez sin dificultad. Habían liberado la ballena. Todos sonreían y se daban golpecitos en la espalda, contentos, orgullosos de haber podido ayudar a algo de ésa magnitud.

El Capitán miraba por la borda, aguantando el golpe del agua, como se alejaba la oscura sombra entre las profundidades hasta perderse. Cuando ya llevaba allí un rato le pareció ver surgir un chorro de agua a presión desde la superficie del mar y, más feliz que antes, se dirigió a su dormitorio.
Al entrar le sorprendió ver a Ezra tumbado en la cama con las manos en la cabeza, donde el pelo, aún mojado, formaba una mancha oscura en la almohada.
—¿Estás bien, Ezra? —preguntó cerrando la puerta tras él.
—Sí, sí, es sólo que hoy, cuando me has mandado al estudiante ése para que me ayudara a subir las escaleras, me he sentido más viejo que nunca. —cuando terminó de decir esto se quitó las manos del rostro y miró al Capitán con una sonrisa que le arrugó toda la cara más de lo normal.
—Yo sólo intentaba evitar que no te cayeras por la borda. Tienes que reconocer que ya no tienes la misma agilidad de cuando eras joven…
—No, te confundes, no lo digo por eso.
—¿Entonces?
—Cuando me mandaste al muchacho y éste me agarró para subir, vi como miraba algo con cierto temor, y pensé que se trataba de Simón, pero luego, cuando seguí la trayectoria de sus ojos, descubrí a esa inocente niña de la que me hablaste, en la cabina, señalando algo con su manita blanca…
—Lo de la niña fue una ilusión mía…
—No, Steve, el muchacho la vio también, y no parecía ser la primera vez —el anciano se incorporó en la cama —Te decía que estaba señalando algo, como si nos intentase avisar, y entonces el muchacho y yo miramos en la dirección señalada y descubrimos una luz en el horizonte, un pequeño faro que se erigía entre una gran concentración de rocas y enormes piedras, uno de esos que no pertenecen a ningún distrito en concreto y que sólo están ahí para salvar a los barcos de encallar entre esas piedras.
—No te entiendo, Ezra.
—Déjame acabar entonces —el viejo miró por la ventana como la tormenta amainaba y, tras tragar saliva, habló —. Ésas rocas y ése pequeño faro tienen un significado muy especial para mí, Steve, porque fue ahí donde chocamos mi hermano y yo hace hoy exactamente cincuenta años en un día de tormenta peor que este, mucho peor. Entonces lo supe.
—¿Supiste el qué?
—Supe que esa niña era la misma que se había comunicado conmigo desde Terranova hará ahora algunos años, la misma niña que me dijo que mi hermano no estaba muerto, que Umberto seguía vivo y que tenía que contactar contigo para encontrarlo.

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