lunes, 23 de julio de 2007

"EL BALCÓN DEL MAR" de Tilacino

Los primeros rayos de sol de verano brillan sobre el mar como purpurina. Aún es demasiado temprano para que haya gente en la playa. Únicamente, en el Balcón del Mar, un niño y una niña juegan. Deben de tener unos once años. Corren de un lado a otro; de pronto, la niña se para y se pone a hablar mirando hacia su amigo, que pone las manos como si cargara algo al hombro. Juegos extraños. Viejos tiempos. Vuela imaginación, ilusión.

Los ojos de Alex se abrieron a las siete de la mañana con este vago recuerdo. Se levantó de la cama y fue a lavarse la cara. Terminado el café, al ver lo temprano que era aún, encendió la tele y se pasó un rato enfrente. No la veía en realidad, simplemente estaba quieto, con la mirada perdida en el vacío. Alex trabajaba de ingeniero jefe en una empresa de construcción de coches. Había estudiado una ingeniería en la universidad, consiguiendo terminar la carrera en cinco años. Al poco tiempo, con un poco de suerte, encontró el trabajo que actualmente tenía. Éste le había exigido mudarse del lugar de donde vivía, dejando atrás a amigos que posiblemente no vería nunca más. Obligado a trabajar casi diez años de ocho de la mañana a cuatro de la tarde, y sin faltar ni un solo día, había aprovechado cualquier oportunidad de conseguir méritos para un ascenso.

Las agujas del reloj habían transcurrido a una velocidad de vértigo, cuando se quiso dar cuenta, eran las ocho pasadas. Corrió a por el coche y se dirigió al trabajo. Al llegar, aparcó de cualquier manera y se encaminó rápidamente al edificio de fabricación. El intenso calor que hacía en el interior, a pesar de estar ya a finales de otoño, era prácticamente imposible de soportar. Alex se quitó la cazadora.

—Perdone, llevan esperándole en el teléfono un buen rato — fue lo primero que le dijeron nada más entrar por la puerta.
Alex dio las gracias y alcanzó el auricular.
—¿Dígame? —preguntó.
—¿Alex? —una voz temblorosa de mujer contestó al otro lado, era su madre —, ha pasado algo...

Dos horas después aún seguía con la mente ida. Hacía demasiado tiempo que no ocurría algo, pensó. Se trataba de su padre, que durante una salida matutina para hacer deporte había tenido un infarto. En ese momento, Alex se dirigía en coche hacia su ciudad natal. Aún no había asimilado muy bien la noticia y no podía creer que su padre estuviese, de verdad, muerto. El día, a medida que avanzaba la mañana, se había ido nublando. No se detuvo ni para comer ni para descansar, siguió adelante hasta que comenzó a atardecer. Entonces, vio a lo lejos, entre las montañas, cómo un pequeño claro de nubes se abría lentamente. Los últimos rayos de sol revelaban un mar que cegaba a los ojos, aunque Alex no apartó la vista. Un mar que, a pesar de todo, no había cambiado, seguía allí, quieto. Pisó el freno y se metió en el arcén. Con ligera melancolía, salió del coche y siguió contemplando, con la mirada totalmente fija, el brillo del lugar donde había transcurrido su infancia. Por un momento, el tiempo parecía que iba a detenerse en los viejos recuerdos. Pero no fue así; las nubes volvieron a cerrarse, convirtiendo el mar en una mancha negra y sumiendo todo en la más profunda y gris oscuridad. Alex bajó la cabeza y le pareció sentir cómo una lágrima caía en el asfalto.

Cuando llegó al tanatorio ya era de noche. Se encontró con su familia al completo. Todo estaba sumido en un ambiente, como era de esperar, desmoralizador. Y mientras las horas transcurrían plúmbeas a través del fúnebre reloj colgado de la pared, Alex se dedicaba a ir de un lado a otro, dando palmaditas en la espalda a su madre y a otros muchos familiares que lloraban desconsoladamente al ver al féretro. Aquella noche llovió allí por primera vez en nueve meses. La verdad es que no le hacía ninguna gracia ver su ciudad así, tan distinta de como él la recordaba. Su madre la relacionó, supersticiosa, con la muerte de su marido. Pero Alex pensó que no, la lluvia no se debía a eso, sino a su propia llegada, para fastidiarle, quizás como una especie de castigo por haberse marchado de allí...

Pronto se dio cuenta de que ese pensamiento era una tontería y que sólo se le habría ocurrido a un niño...de once años. Eso le recordó algo, justo antes de dormirse, empezó a rebuscar en su antigua habitación, abriendo cajones que hacía años que no se abrían, hasta encontrar lo que buscaba: un cuaderno. Por la cubierta podía verse que estaba muy gastado. Alex lo abrió por la primera página y leyó: “Cuentos”. Sonrió al reconocer su letra, la letra de un niño de once años que ansiaba ser escritor. Alex quiso sumergirse en la imaginación de su propia niñez, leyendo cada palabra con añoranza. Recordó la leyenda del Balcón del Mar, las aventuras en la caverna maldita, las contrariedades del capitán Cangrejo Cojo...

Su mente volvió a un verano, veinte años atrás. Él y una chiquilla llamada Marina correteaban al final de un largo espigón de la playa. Alex, cansado, se sentó en una roca del extremo, observando el ancho mar.

—Marina, ¿sabes dónde estamos? — preguntó Alex en este punto.
—No, ¿dónde?
—¿Dónde va a ser? En el Balcón del Mar.
—Ah, no lo sabía — por un momento se quedó pensativa — ¿Y por qué se llama así?
—Porque es como un mirador o un balcón hacia el mar, así de fácil. Aunque en realidad esto sólo es un poquito de arena y piedras; todo lo demás es agua y es como si estuviésemos en ella. Mira... — Alex se deslizó con cuidado a una roca inferior y metió los pies en el agua. Marina se sentó junto a él. — ¿Quieres que te cuente una historia sobre este lugar? — preguntó Alex de nuevo; volvió la cabeza hacia su amiga, que le respondió con una sonrisa. Alex se aclaró la garganta y con voz algo teatral, comenzó —: Hace mucho tiempo, donde ahora mismo está la ciudad, no había nadie. Bueno sí, un viejo lobo de mar vivía en una cabaña hecha de cañas de azúcar. Cuando no tenía nada que hacer, se quedaba mirando el océano durante horas. Llegó a estar tan enamorado del mar, que un día decidió construir un espigón para poder estar más cerca de él. Y así, roca a roca, grano a grano de arena, fue avanzando cada día, hasta llegar a ser tan largo como lo es ahora. Lo llamó el Balcón del Mar. Aún así, no llegó a terminarlo, ya que murió antes. Él habría seguido hasta que no se viera la costa desde la punta; porque para él el mar era lo único que daba sentido a su vida, lo que despertaba su imaginación y lo que le daba la ilusión.

Marina había permanecido en silencio, con una mirada soñadora, fascinada.
—¿Cómo sabes todo eso? ¡Te lo acabas de inventar!
—Ya — aclaró de forma sencilla.
—¿Hasta el nombre del espigón?
—Sí, todo me lo he inventado ahora mismo.
—Alex, ¿has pensado qué vas a ser de mayor?
—Bueno, supongo que podría ser escritor...

Eran ya las cuatro de la mañana cuando Alex terminó de leer el cuaderno. Al cerrarlo, todo se desvaneció. Ya no era capaz de identificarse con el niño que había escrito aquello. Era como si, en realidad, nunca hubiera posado el bolígrafo sobre aquella libreta. A la mañana siguiente, a pesar de la lluvia, el entierro de su padre se hizo a las doce. Se sorprendió de sí mismo por su indiferencia ante su muerte. Al terminar el acto, Alex anduvo bajo un gran paraguas hacia el coche, pero vio algo que le hizo pararse en seco. Delante suya, la figura inmóvil de una mujer sin protección alguna contra el agua, le miraba curiosa. No tardó en darse cuenta de quién era: Marina.

Ambos amigos se abrazaron y empezaron a hablar de todo mientras daban un paseo. No parecía preocuparles el tiempo, y aparecieron, sin que ninguno de los dos lo hubiera pretendido, al otro lado de la ciudad, cerca de la playa. El Balcón del Mar se adentraba de forma difusa en aquel océano picado. Se fueron acercando a él mientras la lluvia cesaba. Alex quería saber si Marina pensaba lo mismo que él.

—Ha pasado mucho tiempo desde entonces.
—Veinte años es mucho para nosotros, pero muy poco para el mar — dijo Marina.
—Ya — Alex miró hacia las nubes más claras, tras las que supuestamente, se escondía el sol— ¿Qué tiene este mar de especial para que me produzca esta amargura?
—¿Qué quieres decir? — preguntó desconcertada.
—No me di cuenta de que yo soy igual que el viejo de la leyenda; estaba enamorado del mar, de este lugar... No me tendría que haber ido nunca; habría seguido haciendo lo que de verdad me gustaba, inventar historias y escribirlas, contigo.
—Quédate — dijo Marina en un hilo de voz, sus ojos titilaban ante el sol que se abría paso entre las nubes.
—Ya es demasiado tarde. Éste lugar sólo continuará... en mis sueños.

Alex se giró, dándole la espalda al Balcón del Mar y a toda su historia. Y creyó que no volvería a ser feliz; porque el mar era lo único que daba sentido a su vida, dándole imaginación e ilusión. El sol desapareció y comenzó a llover como nunca se había recordado en aquel lugar.

Tilacino