Cádiz (II) (Parte 2)
Encontró la casa. Era grande, tres pisos, y muy antigua, con la fachada descascarillada y humedades por todas partes. Ahora la recordaba a la perfección, recordaba la sombra a la que corrían en refugio él y sus primos algunas tardes después de jugar al fútbol, recordaba la ropa tendida fuera de esas ventanas ahora cerradas, recordaba el piso. Buscó un interfono y no vio ninguno, así que golpeó la puerta con los puños, un par de veces. Era una puerta grande, de madera, robusta y sin tiradores, que parecían haber sido arrancados.
Llamó otra vez y escuchó unos pasos arrastrados. El corazón comenzó a latirle con fuerza. Se oyó el correr de un cerrojo, una cerradura que, chirriante, se deslizaba en su soporte y la puerta se abrió hacia dentro. Una mujer enorme, mayor, con la cabeza llena de rulos y en batín, apareció en el umbral sosteniendo un mando de televisión en una mano y un abanico de flores en la otra.
—¿Qué? —dijo abanicándose.
—Hola, yo me llamo Valkimer Swift —dijo Val en su torpe español —, mi abuelo vive aquí, y mi tío y mis primos.
—No —negó la mujer meneando la cabeza con una sonrisita.
—Sí, ¿Abraham Swift, Henry Swift?
—¡Anda! ¿Los ingleses? —dijo la mujer después de un buen rato en silencio y Val notó como la voz iba cada vez a más aguda —¡Calla, claro! Pasa, entra, venga.
Ambos entraron en un patio circular con una fuente en desuso y estropeada en el centro. Todo alrededor eran azulejos y plantas, vegetación de floristería que se alzaba casi hasta los balcones del primer piso. La mujer le hizo subir las escaleras tras ella a un paso patoso y cansado, lleno de jadeos. Val se conocía aquella escalera, el ruido de los pies sobre los escalones de mármol. A la mente le vino aquella noche de casi treinta años atrás en que bajara corriendo por allí mismo con sus primos, descalzos, emocionados, dirección al sótano.
—Ya no hay nadie aquí —jadeó la mujer subiendo.
—¿Qué?
—Que se fueron hace casi quince años ya. Se marchó el abuelo, el Abraham, ¡qué buen hombre! —la mujer se santiguó —Y el Henry y los dos hijos se fueron a la semana siguiente.
—No puede ser —dijo Val en inglés, sorprendido.
—¿Qué?
—Que no lo sabía —chapurreó en español.
—Y se fueron bastante rápido, creo que los oí discutir y todo —habló la mujer asintiendo —. Una cosa está clara, desde luego, contentos no estaban, y muy tranquilos tampoco.
—¿Nerviosos? ¿Asustados? —le costaba concebir al abuelo Abraham asustado.
—Pues sí, pero antes de irse… —la mujer bufó y se siguió abanicando —El Henry me dejó una cosa, unos papeles en una carpeta.
—¿Papeles?
Llegaron al rellano del tercer piso, el que había sido de su abuelo, y la mujer se apoyó en la puerta, jadeando y abanicándose, el mando de televisión aprisionado en un puño grasiento.
—Hazme el favor y coge la llave de esa maceta —la mujer señaló con la cabeza una maceta que colgaba sobre ellos del techo y que permanecía vacía.
Val no la entendió del todo pero consiguió adivinar más o menos lo que quería decir, así que se puso de puntillas y metió la mano en la maceta, allí encontró un juego de llaves que sacó y reconoció al instante. Eran unas llaves muy antiguas y muy grandes, unas llaves que Val alguna vez había usado para entrar por la misma puerta que tenía delante.
Así que intentó recordar cuál era la que debía meter por la cerradura pero, antes de que llegara ahí, la mujer se las arrebató de las manos y abrió rápidamente los cerrojos y la cerradura principal, abriéndose la puerta en silencio, con un mínimo crujido en los goznes. Una nube de polvo se alzó en el rellano a la vez que la mujer hizo su rápida incursión al interior. Val creyó lo correcto esperar fuera.
La señora no tardó en salir sosteniendo un sobre grande en la mano misma del mando. Salió murmurando algo que Val no entendió y cerró con fuerza tras ella, volvió a echar todas las llaves y luego se las dio a Val señalándole de nuevo la maceta.
Bajaban de nuevo las escaleras, ahora más lentamente todavía, cuando le mujer le tendió el sobre sin decir palabra y Val alargó la mano para cogerlo. El papel no crujía, estaba incluso húmedo, y no pesaba, era un sobre fino, debía haber poco dentro de él, pero decidió no abrirlo en ese momento.
Llegaron de nuevo al patio y la señora sudorosa lo acompañó hasta el portón, lo abrió de un tirón y dejó que Val saliese.
—Muchas gracias —dijo Val sonriente.
—De nada, venga, hasta luego.
La mujer comenzó a cerrar la puerta pero Val puso el pie interceptando, gesto que pareció contrariar y asustar a la señora.
—Una pregunta —Val tosió —, ¿qué pasó con las cosas del sótano?
—Se las llevaron —respondió brusca.
—¿Todas?
—No, algunas las quemaron —la mujer comenzó a hacer fuerza con la puerta hasta que Val se vio obligado a quitar el pie y el portazo resonó en la calle desierta.
Eran las cinco de la tarde cuando Val abrió el sobre sentado a la sombra en las gigantescas raíces de uno de los ficus de la Alameda, junto a una fuente antigua de mármol y frente al azul mar.. No se atrevió a meter la mano ni a tirar de los papeles por miedo a despedazarlos, así que fue rajando el sobre poco a poco, con cuidado, hasta quitarle las tapas, y luego se deshizo de los bordes. Ante él quedó un papel tamaño folio muy doblado que, lentamente, fue abriendo.
Era un mapa. ¿Otro?, sonó en su cabeza. Otro. Pero este parecía uno de verdad, y de los antiguos, hecho a mano, sin colores, solo un mapa del mundo. Cuando lo tuvo completamente desplegado descubrió la inmensidad del mismo y se sorprendió al ver que podría taparse entero con él.
En tinta roja se marcaban líneas discontinuas que iban de un lado a otro, marcando puntos con equis en diferentes continentes. Val paseó la miraba por allí un poco decepcionado y tuvieron que pasar veinte minutos para que se diera cuenta de adónde había ido a para su mano. La retiró con cuidado y se acercó el mapa a los ojos, incrédulo. Aquello tenía que ser una broma, o una señal muy clara. Una línea casi recta que viajaba en dirección este desde Cádiz hasta un punto en Terranova, un punto mil veces rodeado en rojo, con otras cuantas flechas que apuntaban hacía él y en el que se leía, en letras mayúsculas, sobre otros nombres tachados, St. Streepenharred.
El murmullo de las olas en la noche rompiendo tranquilas contra el espigón de rocas como único acompañante y su cabeza llena de pensamientos y recuerdos. La luz del faro girando en su torre, allí, lejos en su castillo, visible sobre el negro mar. El olor de la noche sureña, el calor húmedo mezclado con el frescor de las aguas tranquilas. Val podría haber encontrado el sitio más pacífico del mundo, pero algo le saltaba de un lado a otro en la cabeza.
St. Streepenharred. ¿Sería el mismo St. Streepenharred del mapa dibujado que encontrara tantos años atrás? Estaba bastante claro, era la única prueba que tenía pero, porque demonios no aparecía aquel pueblo en los mapas normales ni en las cartas marinas, ¿ya no era un puerto activo? Desde luego, tanto el dibujo como el mapa que acababa de recibir daban a entender lo contrario.
Tenía que ir entonces a St. Streepenharred. ¿Para qué? Le preguntó su mente. Verdad. ¿Qué era aquello que le hacía desear con tanta ansia llegar a aquel punto? ¿Por qué, desde que viera aquel mapa tan simple, aquel dibujo tan antiguo, había necesitado ir a la búsqueda, encontrar ese punto en la realidad, ver a qué y por qué se refería aquello?
Se encendió un cigarrillo y aspiró profundamente el humo mientras se acomodaba entre las rocas. Era una noche despejada, el cielo estaba desnudo y visible desde la oscuridad. Inmensa gala de estrellas, infinito manto de luces inalcanzables que siempre, desde que las mirara siendo un mocoso, le habían hecho sentir lleno de esperanza, de futuro. Mirar hacia las estrellas le hacía preguntarse cuan cantidad de cosas le quedarían por saber antes de morir, cuántas veces más alzaría el rostro hacia el cielo y las vería y en cuántas diferentes situaciones.
Pensó en el barco, en el CATAMARÁN III. Llevaba muchos años allí, muchos años conociendo al Capitán Horner. Quizás podría proponerle un viaje expedicionario a Terranova con la excusa de encontrar nuevos bancos de peces, nueva caza, más dinero. El Capitán era una persona amable pero muy profesional, sabía hasta donde debía llegar y siempre conociendo de antemano los beneficios que aquello pudiera repararle.
Un cangrejo negro y del tamaño de su mano se acercaba lentamente a su pie y Val lo miraba sumido en sus pensamientos, sin prestar atención. Lo dejó acercarse más y prestó atención a cómo se reflejaba la luna sobre su húmedo caparazón. Pero aún así no era bonito, seguía pareciéndole amenazador con sus pinzas. ¡Vaya un marinero estoy hecho!, pensó divertido. Lo agarró entre sus manos y antes que pudiera hacer nada notó el pinchazo en la palma.
—¡Hijo de puta!
Alzó el brazo y lo lanzó con fuerza al agua, lejos, cerca de un cuerpo que flotaba boca arriba sobre la superficie del agua, inerte.
Val saltó un par de rocas y llegó hasta el borde del espigón, miró con atención y siguió viendo lo mismo. No era ninguna bolsa de basura en posición extraña, no era ningún animal muerto, era un hombre, joven, que no se movía y al que las aguas mecían lentamente, a su antojo.
Val se lo pensó. ¿Saltar o no? Miró su mochila con todas las cosas, el mapa antiguo, el nuevo. Miró de nuevo el cuerpo. ¿Dónde estaba? Nervioso buscó por todas partes y lo encontró entonces pegado a las rocas, estaba bastante cerca. Val saltó unas cuantas más y llegó hasta la última fila de rocas junto al agua. Desde ahí podría llegar sin problemas al cuerpo. Estiró los brazos una vez se hubo ubicado bien sobre las piedras y agarró la chaqueta del joven. ¿Era chino? Tiró de él y vio que si lo hacía así le destrozaría la espalda.
Veinte minutos después, y con todo el cuidado del mundo, depositaba el cuerpo mojado sobre la arena, fuera ya del espigón. Creía que se mataba mientras cargaba al joven por aquellas rocas. Desde luego se sentía orgulloso de sí mismo por la difícil tarea que había llevado a cabo. Y el joven, de rasgos orientales, estaba vivo, pero no consciente.
Sacó la botella de agua de su mochila y luego pensó que no era eso precisamente lo que le hacía falta. Tenía que haber otro modo. Lo abofeteó con fuerza un par de veces y no ocurrió nada. Entrecruzó entonces los dedos de una mano con los de la otra y descargó un duró golpe en pleno tórax del joven oriental.
A continuación recibió un puñetazo en la mandíbula y cayó de lado en la arena viendo luces y sintiendo los latidos del corazón en la cara. ¿Qué había sido eso? Agitó la cabeza hasta que se recuperó del golpe y miró hacia el joven. Éste estaba de pie, tambaleándose un poco y mirándolo con desconfianza.
—¿Hola? —saludó Val en español moviendo una mano.
—¿Dónde estoy? —preguntó el joven en inglés.
—¿Eres inglés? —ahora también en ese idioma.
—¿Dónde estoy?
—Estás en Cádiz.
—¿En Cádiz? —el joven no parecía entender.
—España.
—¡Sé dónde está Cádiz! —estalló — Pero no puedo estar en Cádiz, hace un momento estaba en medio de… —el joven miró al cielo y pareció quedar abatido — No puede ser, ¿qué está pasando aquí?
—Hace media hora te encontré flotando en el agua, inconsciente.
—¿Qué día es hoy?
—Pues… —Val lo pensó un momento — 23 de Junio.
—¿Qué hora es?
—Casi medianoche.
—No es posible —gritó el joven.
—¿El qué no es posible?
—Que zarpara en un barco desde… —la cara se le ensombreció un momento — pero entonces…
—Pero entonces, ¿qué? —Val se lo quedó mirando, el joven parecía estar en trance.
—¿En qué año estamos?
—¿Qué? —Val comenzó a reírse mientras se ponía en pie — Dos mil ocho.
El joven no dijo más.
No tenía dónde pasar la noche. Y ahora llevaba con él a un joven agresivo de rudos rasgos orientales y que no decía ni una palabra. Ambos andaban en silencio por las calles desiertas, haciendo que los pocos con los que se cruzaban cambiaran de acera. Desde luego no tenían nada que temer. Andando llegaron a un Hostal de dos estrellas en el que los recibieron con mala cara, por la hora, desde luego, y en donde Val pagó por la estancia de ambos en dos habitaciones separadas. No sabía porqué estaba haciendo aquello, pero no quería dejar a aquel tipo desorientado recorriendo las calles de la ciudad. No en la noche.
En cuanto amaneciera recogería sus cosas en silencio, dejaría algo de dinero para él en recepción y se iría por dónde había venido. Pero ahora tocaba dormir. Dormir y esperar que llegara la mañana.
—¿Hola? —sonó una vocecita en la oscuridad.
El susto que se llevó Val le hizo saltar de la cama y no calcular distancias ni movimientos, porque cayó de bruces contra el suelo. En la oscuridad no vio nada, solo dos brillantes ojos fijos en él desde la puerta.
—¡Socorro! —gritó Val aún con el corazón latiéndole fuertemente.
—¡No, por favor! —suplicó la vocecita.
Val llegó a la luz de la mesa de noche y apretó el botón, consiguiendo una tenue iluminación amarilla sobre la habitación. Allí estaba la niña, con su vestido azul, descalza y el pelo liso muy bien peinado hacia atrás. Allí estaba su visión, su más dulce pesadilla, tan real como siempre.
—¿Cómo has entrado?
—Tienes que escucharme —dijo la niña asustada, en voz baja.
—¿Quién eres?
—Escúchame. —la niña alzó las manos para calmarlo y hacer que se callara — ¿Me harás caso?
—¿Que te haga caso?
—Sí. No puedes abandonar a Yunk. —dijo.
—¿Quién es Yunk?
—Es el hombre que has recogido esta noche del agua —respondió la niña.
—¿Por qué? ¿Te envía él? ¿Lo conoces?
—No puedes hablarle de mí.
—Pero, ¿quién eres?
—No creo que deba decirte nada sobre eso. Pero tienes que hacerme caso o todo saldrá mal, ¿lo entiendes?
—¿Qué tiene que salir mal?
—Lo siento.
—¡Explícate, maldita sea!
—Lleva a Yunk contigo al CATAMARÁN III.
Ahora Val sí que no fue capaz de articular palabra, boquiabierto como estaba.
—Tienes que llevarlo contigo, tiene que quedarse contigo en el barco los próximos tres años —la bombilla de la luz de la mesa de noche explotó y ambos, Val y la niña, pegaron un grito —. Por favor. Por favor.
Val se puso en pie como pudo y tanteó en la pared en busca del interruptor. Cuando lo accionó y la luz se encendió supo lo que iba a encontrarse con él en la habitación. Nada.
Ahí estaba, el CATAMARÁN III, atracado en puerto, y el hombre que lo miraba desde las tablas, el Capitán Horner. A Val no le costó mucho trabajo convencerle para que contratara a Yunk como peón o ayudante de maniobras. El joven era fuerte y valía, además parecía poseer bastante experiencia en aquel tipo de trabajo; pero, cosa que le extraño a Val, aunque no creyó conveniente aclarar, hizo como si no conociera el idioma más que lo justo. Val pensó que aquel Yunk era un tipo curioso.
Esa misma mañana, poco antes de que el barco zarpara destino México, Val sintió que algo explotaba en su interior cuando oyó que el capitán le preguntaba el nombre completo a Yunk y este respondía:
—Shiosai, Yunk Shiosai.
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