martes, 26 de agosto de 2008

El Faro - Capítulo 9 (Primera parte)



“Cádiz (II)”

(Parte 1)

23 de Junio de 2008
12:00 PM
Cádiz, España



Realmente le gustaba esa ciudad. El brillo que el sol ejercía sobre el mar, el olor de éste, su esencia inundando la antigua metrópoli desde sus más rústicos muros hasta los nuevos edificios de Puerta Tierra. Sentía la humedad caer sobre su cuerpo, sentía como su humor mejoraba a medida que se iba internando en la ciudad a través del puente Ramón de Carranza, dejando atrás, según avanzaba cargando con su caña y una pequeña maleta, al resto de pescadores que desde muy temprano aguardaban coger algo de lo que sentirse orgullosos. Los coches pasaban rápidos en ráfagas de reflejos deslumbrantes y rugidos que morían al nacer a su lado. Sonrió y se colocó bien las viejas gafas de sol. El sombrero de paja roto le caía hacía atrás, permitiendo que el sol le diera bien en la cara curtida; su camisa de lino abierta dejaba ver un pecho cubierto de vello envejecido y unos músculos en decadencia aunque marcados por la sombra del ejercicio de un tiempo anterior… cuando el mar daba trabajo de verdad…

Entró en la Avenida por la zona de Cortadura, dejando atrás la Residencia Militar, observando, mirando con atención el cambio. El Pabellón Polideportivo “Ciudad De Cádiz”, en la entrada de la ciudad, ya no existía, caído bajo su propio peso, cedido al embate del mal tiempo del último año, con una debilitada estructura interior, y con el fantasma de una desgracia masiva que había arrastrado, o mejor dicho enterrado, a gran cantidad de jóvenes y niños bajo sus piedras. Todo estaba limpio de escombros y no pudo resistir el acercarse a preguntar; la última vez que estuvo allí aquello seguía en pie, resistiendo, dando cobijo a deportistas. Pero había pasado tanto tiempo.

Sin pararse una sola vez más, sintiendo el soplo de la brisa a través de las callejuelas oscuras y frescas que desembocaban desde la Avenida en la playa, llegó hasta la zona del Estadio, donde paró en un bar lleno tan solo de hombres. Ni una cara se volvió al entrar y nadie posó su mirada en él más de cinco segundos. Como pudo se acercó a la barra y llamó la atención del camarero levantando una mano, cuando el hombre, gordo, calvo y con un inmenso bigote bajo la nariz se le acercó canturreando, le pidió, intentando disimular su acento extranjero todo lo posible, un vaso de vino.

—¿Qué vino?
—Que-vino, sí. —respondió Val sin saber muy bien qué le había dicho aquel hombre.
—¿Que qué vino quieres? —dijo medio gritando, sonriéndole, el camarero.
—Vino rojo, por favor.
—Los guiris estos… —y se alejó silbando y arrastrando los pies.

Con el vasito de vino le arrojó un plato de aceitunas de color verde esplendoroso que devoró con avidez, contento, saboreando el relleno y mordiendo bien el hueso hasta dejarlo desnudo. Pagó con un billete de cinco euros y el camarero le devolvió una oxidada moneda de cincuenta céntimos sonriendo contento. Val pensó que le acababan de timar, pero en lugar de quejarse dio media vuelta y salió con mal sabor de boca, no quería llamar la atención, y un guiri, como llamaban allí a los extranjeros, no se queja, paga y sonríe, sumiso a la intención malvada del comerciante.

Cogió por una calle, yendo contra el viento caliente que ascendía en nubes de arena y porquería sobre la acera, hasta el Paseo Marítimo y siguió el camino recto por éste hasta toparse con los restos de la famosa escalera de caracol que tantas veces bajara de pequeño; ahora ya solo la gruesa columna sin escalones se erigía sobre la base de piedra y la blanca cabeza de ésta permanecía mancillada con cantidad de firmas en spray y estúpidos símbolos. Poco más adelante presenció el espigón y el pecho se le infló con la emoción, con los recuerdos, una imagen a través de un olor, una sensación de bienestar que le provocó un cosquilleo por toda la espalda y le hizo reír. No podía creerse en aquel lugar otra vez. La caña de pescar en la espalda le comenzaba a pesar y el calor del creciente mediodía caía a plomo sobre su cabeza. Se quitó el sombrero y empezó a abanicarse con él, divertido por las miradas que le dedicaron un par de mujeres mayores que pasaron junto a él en ese momento, iban en sendos chándales de colores chillones y sudaban el maquillaje alzando las manos al ritmo de una ridícula marcha.

La playa no estaba muy llena, miraba desde su posición elevada y veía, a lo largo de toda la costa, grupitos de gente, alejados los unos de los otros, bien diferenciados, algunos bañándose, otros tomando tan solo el sol, mujeres abrasando sus cuerpos desprotegidos de bikini alguno y unos cuantos jugando en la larga orilla. El mar estaba calmado, la marea estaba subiendo y las olas, bajas, rítmicas, espumosas, acariciaban los cuerpos que se internaban entre ellas en la inmensidad del mar. Poca gente para ser Junio, un esplendoroso domingo de Junio.

Siguió el mismo camino hasta pasar el segundo espigón, perder de vista la playa y dejar atrás el Pirulí, ya fuera de funcionamiento alguno y en pie aún gracias a la pobre atracción turística que suponía el subir y ver la Tacita de Plata convertida en triste cobre macilento. Internándose en el casco antiguo por el Campo del Sur, desde donde una maravillosa vista del intenso mar azul brillando le hizo entornar los ojos y bajar el ala del sombrero hasta la altura de su nariz, caminó entre paseantes de perros y deportistas, viendo grupos muy numerosos de gatos que se movían furtivamente entre los bloques más elevados pegados al muro desde el mar, y llegó, al cabo de un rato, a la Puerta de la Caleta, donde comenzaban tanto la playa del mismo nombre como el Paseo Fernando Quiñones, que llegaba, elevándose en zonas a modo de puente canal, hasta el Faro. Atravesó el portal, el arco en el blanco muro, tras cual hombres descamisados, colorados por el sol y el vino y con voces roncas discutían sobre algo que no llegó a comprender, apoyados en la inmaculada pared y sobre el fresco mármol que componía unos improvisados banquitos a los lados.


Hundiendo complacido los pies en la arena caliente, una vez se hubo quitado de golpe las botas, llegó hasta las piedras que conformaban el suelo del camino que nacía bajo él e iba a parar, serpenteando de manera leve, al castillo, al lugar donde el Faro de Cádiz residía hacía siglos y siglos. Siempre le había interesado la historia de aquel Faro, desde que su abuelo se la contara siendo él niño, mucho antes de que encontrara aquel mapa y la foto. Algunos turistas más paseaban por allí, observando el mar, la gente en La Caleta, las gaviotas volando sobre sus cabezas, las lanchas de rescate yendo de un lado a otro sin mucho que hacer, los viejos que pescaban en calzoncillos en la orilla con las cañas hundidas por el mango en la arena y todos se recreaban en el magnífico tiempo que les rodeaba alzando a veces la cara al cielo límpido celeste y aspirando todo lo posible el aroma de la sal y la tranquilidad de aquel lugar, lejano a la guerra que se desataba por el resto de Europa y que estaba amenazando causar estragos en unos Estados Unidos más inestables que nunca.


Val recorrió las tres cuartas partes del largo camino observando las numerosas barcas flotando, atadas, sobre las tranquilas aguas de la Caleta, y se sentó a descansar a la sombra de una casa de piedra que Val intuyó como una especie de antigua aduana previa al castillo. La puerta estaba sellada con una plancha de metal muy gruesa que cerraba con un enorme candado; no se veían ventanas entre las piedras que componían su austera estructura. Apoyó la espalda sobre el muro frontal y miró entre el sudor que le caía desde la frente por las cejas hacia el faro. El mismo desde 1766, de piedra, blanco entero, bien asegurado tras los muros del castillo, protegido de la furia del mar, imponente en sus cincuenta metros de alto y, en esos momentos, sumido en el más profundo de los sueños. Solo al anochecer abriría su ojo, su ojo de oro… Se incorporó lo suficiente para poder quitarse la mochila y colocarla entre sus piernas. Abrió la cremallera lentamente, con cuidado, y del interior sacó una botella de agua de dos litros de la que bebió largamente, refrescándose. Dejó la botella casi vacía a su lado y metió la mano en la mochila para sacar ropa arrugada y sucia y tras ésta un fino cuaderno tamaño folio y una especie de piedra envuelta en papel de periódico.

Se acomodó colocándose la mochila a la espalda y, habiendo soltado el cuaderno en el suelo entre sus piernas, desenvolvió el bulto. Un fuerte olor a caballas y mayonesa le llegó a medida que descubría el aceitoso bocadillo informe y sintió como su boca comenzaba a segregar saliva cuando lo atacó con ansia, arrancando un pedazo enorme de una dentellada en la que oyó crujir la lechuga que, oculta, se fue enterita con el primer bocado; odiaba que le pasase aquello.

Aspiró profundamente por la nariz y le llegó la esencia del mar una vez más, el verano en su cabeza, en su pecho, perceptible por todos los sentidos. Abrió el fino cuaderno que había sacado de su mochila y de entre sus páginas garabateadas con una horrible letra ininteligible para cualquiera que no fuera él mismo extrajo unas hojas amarillas, antiguas, un papel más grande doblado por la mitad que abrió al cerciorarse de que nadie cerca de él podría echarle un vistazo. Era un mapa. Un mapa viejo, carcomido por los años y que, además de encontrarse en mal estado, era imposible de descifrar. Las notas y apuntes ya escritos en él cuando Val lo encontró estaban hechos en inglés, pero, aunque siempre había creído que se trataba de una carta marina muy rústica, había llegado a pensar, con el paso de los años, que no se trataba de otra cosa más que de un mapa dibujado de la manera más simple posible. No había forma alguna aplicable a la realidad geográfica de ninguna ciudad, lo había investigado. No había signos cardinales ni la sombra de un continente conocido, solo el dibujo de dos barcos que parecían hundirse en un mar tormentoso, un faro muy grande sobre un peñón inmenso de rocas y tierra y más tierra que se extendía hasta acabar en el margen derecho del papel.

En el mar, en cuyo centro flotaban los barcos, aparecían cabezas de ballenas saliendo a la superficie desde varios sitios, luego había un hombre de rasgos orientales dibujado sobre el barco de mayor tamaño, cargando un arpón antiguo y con un nombre sobre su cabeza, “señor Shiosai”. El señor Shiosai señalaba con una mano hacia el margen izquierdo y sobre su mano se leía “Yubarta”. Val había investigado, las yubartas eran un tipo de ballenas altamente protegidas y casi extinguidas ya de la faz de la tierra, los últimos ejemplares se encontraban en reservas naturales, pero aquel mapa, por llamarlo de alguna manera, tenía muchos años. Sobre el barco pequeño no había nombre alguno, nada, sin embargo había sido rodeado con tinta roja una y otra vez, hasta el punto de haber rasgado el papel. Líneas direccionales iban y volvían del barco grande al pequeño y varios interrogantes los rodeaban. Encima del faro se había escrito la advertencia que desde un primer momento había llamado la atención de Val: “Cuidado con el Ojo de Oro”; bajo ellas, un nombre: “Umberto”. Más allá del faro, en las extensas tierras, entre las casitas dibujadas en las montañas, ponía, sobre una flecha que señalaba hacia abajo, “Hijos de Lorrel”. Dominando, desde lo más alto del papel, como si fuera un título, otras dos palabras sobre un paréntesis que pretendía abarcar desde el faro hasta el final de las tierras, St.Streepenharred.

Val no había entendido nada la primera vez que cogiera aquello, pero algo le había impulsado a creerlo, a retenerlo, a adorarlo y a intentar comprenderlo. De su último viaje con el Capitán Horner a las costas españolas, a Valencia, había robado unas antiguas cartas marinas con las que pretendía comenzar la investigación. Solo después de tres semanas en alta mar había podido conseguir un permiso de un mes, tras el cual se reencontraría con él y el resto de la tripulación en Portsmouth, Inglaterra, a donde llegaría saliendo desde un puerto francés en Ouistreham, en Riva-Bella. Era una línea directa y apenas tardaría unas horas en alcanzarlos. Tenía todo pensado y el dinero justo para realizarlo. Hay miles de puertos llamados St. Lo-que-fuera, pero ninguno llegaba siquiera a parecerse a St. Streepenharred. Pensó que podría haber cambiado de nombre en los últimos años, pensó que podría ser una errata o incluso un nombre inventado, aunque algo le decía que no, que siguiera buscando. Ya tenía por donde empezar, desde luego, pero entonces, a punto de coger un tren que le llevara a través de las montañas a Portugal, a hacer una interesante visita, una idea había estallado en su cabeza, brillando como el sol que en aquel momento se movía lentamente de un agitado mediodía a una tarde silenciosa.

Terminó su bocadillo y calmó la sed con lo que le quedaba de agua, luego sacó las cartas marinas y estudió durante un rato las cruces que había ido colocando sobre todos los ciudades portuarias que habían cambiado de nombre en los últimos cincuenta años, datos que había encontrado en los mapas de la base de datos del Centro Náutico Pesquero de la Comunidad Valenciana. Arriba, al igual que aparecía en su mapa, había escrito con la mejor letra que pudo, en mayúscula: “CUIDADO CON EL OJO DE ORO”. Lo guardó todo en la mochila casi con cariño, como un niño guardaría un muñeco nuevo en su caja después de jugar con él con el fin de conservarlo un poco más, se levantó haciendo muecas, obligado a apoyarse en la pared por el adormecimiento de las piernas, y siguió el pequeño trecho que le quedaba hasta la puerta del castillo. Eran las tres y media de la tarde cuando golpeó con el puño la puerta unas cuantas veces. No encontró ningún cartel en el que se especificara el horario de visita y le fastidió no obtener respuesta. Llamó algunas veces más y encontró ridículo el gritar. Se asomo al foso que separaba la parte final del camino con la entrada del castillo, creando así realmente un puente bajo el cual a veces solían pasar algunas lanchas de salvamento, y vio la alta marea golpeando las rocas con suavidad, arrumacos de la naturaleza que para él a veces habían sido empujones al abismo del mar más negro en la tormenta más desagradable que hubiese soportado en todos sus años como marino pesquero. Cierto era que venía de familia la labor unida al mar, pero uno de sus mayores alicientes había sido aquel mapa, aquel dibujo que encontrara en su infancia y que le impulsara a soñar, a imaginar aventuras y peligros más allá de los reales.

Su visita a Cádiz estaba justificada, por supuesto, pero ahora que se encontraba allí le faltaban las fuerzas para seguir adelante. El temor, producto del tiempo pasado, había hecho mella en su confianza, y los años habían trazado absurdas líneas de complejidad sobre el asunto. Más de veinte años sin verse las caras era demasiado tiempo para ahora poder volver como si tal cosa. Pero tenía que hacerlo.

Cogió un autobús frente a la Caleta y viajó en dirección al centro, bajándose poco antes de llegar a la Plaza España e internándose por una de las callejuelas frías de la ciudad. Olía a orina y comida. Nadie a la vista. Las casas antiguas parecían querer morir, se inclinaban unas sobre las otras, casi cerrándose al cielo.

Buscó, intentando recordar, necesitaba llegar a la casa. Anduvo una media hora hasta que se dio cuenta de que iba mal encaminado y corrigió su ruta, tomando ahora por otro desvío que le refrescó la memoria. Sí, el había pasado sus veranos andando por esas calles con sus primos. Su abuelo, sus padres, sus tíos y sus primos, todos juntos, en la playa, en la ciudad del verano, descansando de la tragedia de un padre aficionado a la bebida y al poco trabajo y una madre fría y cada año más seca con ambos.

Por un momento, Val volvió a Cork, Irlanda, a su lluviosa infancia en el puerto, ayudando a su padre a amarrar las barcas que iban llegando para llevar dinero a casa. Y allí su madre esperando, con los ojos colorados de llorar, fumando y sin nada que cocinar. Pronto esta imagen se transformó en algo más cálido: su madre tumbada en la arena con un camisón blanco sonriéndole a él y su padre, que hacían tonterías en la orilla con los primos y su tío Henry, el triunfador.

Por lo que Val sabía, ambos, su padre y Henry, habían salido de Cádiz alistados en los marines por orden del padre de ellos, el abuelo Abraham, y luego cada uno había tomado su propio rumbo. Luego estaba el abuelo Abraham, como lo echaba de menos. Tenía asumido que debía haber muerto muchos años atrás, pero aún así sonrió al recordar su sótano, la cantidad de cajas misteriosas que allí tenía apiladas y las tardes que él y sus primos solían pasar entre ellas, buscando “tesoros”, como ellos decían, hasta que un día Val encontró el mapa y la foto y se las guardó sin decir nada.

Y ahora volvía buscando una explicación.


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