martes, 31 de julio de 2007

El Faro -- Capítulo 3

23:20 P.M.
1 de Febrero de 2011
Dos días antes

Que le llamaran Cabrón no quería decir que realmente lo fuera. Todo eso de llamarlo así venía de varios años atrás, sobre el 2007, cuando acogieron al primer estudiante a bordo en el CATAMARÁN III. A Cabrón por aquel entonces todavía le llamaban Val, diminutivo de su verdadero nombre, y era conocido por su inocente estupidez. Sí, no era una persona que se dijera lista o sagaz, sino más bien lo contrario, bastante lento a la hora de razonar y de inteligencia reducida.

Lo de los estudiantes era un buen negocio, totalmente clandestino, que solo realizaban algunos de los barcos más antiguos del puerto debido al riesgo que conllevaba el ser parado por la guardia costera y descubierto en una revisión de personal, cosa que nunca hacían con los barcos que llevaban más de 30 años afincados en el mismo puerto. Los estudiantes que viajaban en los pesqueros hacia otras ciudades o puertos eran solo aquellos que no se podían permitir el traslado completo en tren, barco o avión; ya no había autobuses que cumpliesen la ruta universitaria y por lo tanto los precios se habían disparado en los otros medios de transporte, que habían visto en esto una gran oportunidad de hacer dinero.
Los estudiantes pagaban la mitad o menos de lo que les costaba el viaje por un medio convencional y, además, ayudaban en el barco el tiempo que estuviera en él.

Lo ocurrido fue que, un caluroso día de mediados de septiembre de ese 2007, Val se encontraba recogiendo las redes que habían echado esa mañana para la pesca junto con Joan, que tarareaba una estúpida canción a la que había comenzado a meterle una letra incoherente cuyo único fin era insultar a Val, daban las tres de la tarde y él era el único que no había comido de toda la tripulación. Mientras realizaban el duro trabajo, Val le dijo varias veces que se callara o que se comería un cabo y Joan le respondió subiendo el tono de su voz y comenzando a bailar por la cubierta mientras cantaba la ofensiva canción. Cargando con todo el peso de la red, Val siguió trabajando, intentando ignorar la letra de la canción que oía y a la cual se había sumado alguien batiendo palmas, riendo y dando zapatazos en el suelo. Val, sin volverse ni una sola vez, terminó el trabajo, se quitó los guantes y entró en el interior del barco, de donde aún provenía un grato olor a comida. Se sentó a la mesa vacía con restos de migas de pan y se sirvió en su plato lo que había quedado de la sopa de pescado y un filete de pez espada que él mismo había comprado en el último puerto por el que habían pasado. Comió en silencio, escuchando la canción que Joan se había inventado minutos antes y los zapatazos de quién quisiera que fuese retumbaban sobre su cabeza, cabreándolo aún más. Sin poder terminarse el plato debido a su creciente furia, Val se levantó y salió de nuevo al caliente mediodía. Joan, al verlo llegar y, sobretodo, al verle la cara, se calló, tosió y se fue para otro lado. Val sonrió para sus adentros. No sería muy listo, pero desde luego si que disponía de unos buenos brazos y de una espalda anchísima con la que hacerse escuchar o respetar. Pero la canción no había parado, la tonadilla seguía sonando acompañada de las palmadas, los zapatazos y las risas. Val miró en derredor y allí lo descubrió, cubierto a la sombra, sentado en el suelo, con una gorra cubriéndole la frente y un bloque de hielo derritiéndosele en una mano el cual estaba usando para refrescarse. Era el estudiante, ese tal Ross. Val se acercó hacía donde estaba y se le quedó mirando con su mayor cara de furia. El chaval le miró a su vez con los ojos entrecerrados deslumbrados por el sol, le sonrió y le preguntó:
—¿Quién es el imbécil de la canción? ¿Está en el barco?

El bloque de hielo salió volando por los aires junto con dos o tres dientes del estudiante, manchados de sangre. La patada que Val le propinó en la cara fue horrible y el muchacho, al intentar evitarla, se golpeó la cabeza con la pared en la que se apoyaba y casi perdió el conocimiento. Val lo levantó del suelo y lo llevó en sus hombros hasta la borda, donde le pegó un par de cachetadas para espabilarlo y le dijo:
—Tu padre, chaval, ése es el imbécil de la canción.
Acto seguido lo lanzó al agua, se dio media vuelta y, acompañado de las risas de Joan y el Capitán, que lo habían visto desde la cabina de mandos, volvió al comedor y siguió con su sopa.

Y sumido en estos recuerdos se encontraba Cabrón la noche del 1 de febrero mientras, asomado por la misma borda por la que cuatro años atrás había lanzado a un chaval de 18 años que se había reído en el momento menos oportuno y por la misma borda por la que, dos días más tarde, vería las rocas que le causarían la muerte, se arrepentía de haber sido tan bruto. El viento era fuerte y frío, amenazaba tormenta, pero ésta aún se encontraba lejos, nada de lo que preocuparse, pronto llegarían a… ¿qué era ese ruido? Val volvió la cabeza y miró hacia la cabina, allí estaba Simon, mirando una revista con la vista perdida y junto a él el Capitán, que movía la boca rápidamente, como si estuviera enfadado por algo, pero Val no era capaz de escuchar la conversación debido al rugido del viento, que casi le entaponaba los oídos. Tenía frío, necesitaba calentarse un poco o al día siguiente tendría fiebre. Con pasos largos se dirigió a babor para entrar por detrás en los dormitorios. Dentro de la diminuta habitación el calor era sofocante sin embargo, y se quitó el chaquetón antes de cerrar la puerta tras él; se dirigió a su catre, situado junto al de Simon y sobre el de Joan y dejó sobre él el gorro de lana que le cubría la cabeza. Ya estaba sudando. No había nadie allí, Simon y el Capitán estaban en la cabina y supuso que el estudiante y Joan estarían jugando a las cartas en el comedor junto con “el Vigía”, Rob, que no ocuparía su puesto hasta la una de la madrugada, hora en la que Simon siempre dejaba la cabina para ir a acostarse. El hecho de que no pararan por las noches los motores era porque iban con retraso y debían cumplir las rutas a la perfección o con el mínimo margen de error, solo de ésta manera recibirían el precio acordado por el cargamento…

Val miró a su alrededor para asegurarse de que no había nadie y sacó de un golpe el paquete rectangular de debajo de la cama. Abrió una vez más su cascado papel, arrugado y viejo y sacó de aquí unas cartas marinas a punto de desintegrarse llenas de líneas y dibujos apenas comprensibles pero donde brillaban unas gruesas letras blancas sobre una cruz que decían: "Cuidado con el Ojo de Oro". La cruz blanca no estaba lejos de la última de las anotaciones que Val había ido haciendo a lápiz a lo largo de veintisiete años en el mapa. Veintisiete años dedicados a la mar, desde sus dieciséis, cuando llegó a puerto como cargador con la esperanza de que algún capitán se fijara en sus fuertes espaldas para su barco y poder llegar así, tardase lo que tardase, al Ojo de Oro.
Se sacó una vieja brújula del bolsillo y vio con tranquilidad que señalaba al norte. Todo iba bien.

De nuevo ese ruido. ¡Blin! Ahora lo escuchaba mejor. ¡Blin! Como si golpearan con algo pesado sobre algo de metal. No era muy lejos, parecía venir de la bodega. Val se volvió a poner el chaquetón y el gorro y salió del dormitorio, cuidándose de cerrar la puerta bien fuerte. Dio un par de pasos en silencio, oyendo el viento, el mar, la noche. ¡Blin! Otra vez, sí, definitivamente venía de la bodega. Pero allí no debería haber nadie. Nadie podía entrar allí más que Simon y el Capitán, y éstos estaban en la cabina. Medio corriendo se dirigió hacia el lugar guiado por los ruidos y pronto se halló traspasando el comedor vacío y pasando de perfil por el estrecho pasillo que llevaba a la bodega. La puerta estaba abierta y el cartel de prohibido el paso brilló por el reflejo de la luz cuando se colocó bajo el umbral para ver a qué se debían los golpes.

El estudiante sostenía una larga barra de hierro y golpeaba con ella una enorme caja fuerte que ocupaba más de la mitad de la habitación, que se completaba con diferentes elementos de pesca y baterías usadas y estropeadas, un motor grande de coche descansaba junto a una de las paredes de la caja fuerte, la cual casi tocaba el techo. Val nunca había entrado en esa habitación, pero había oído hablar a los demás de esa enorme caja fuerte de la que nadie tenía ni idea más que Simon y el Capitán y que nunca nadie más que éstos dos habían visto abierta y sabían de su contenido. Val sabía que el cargamento que entraba en esa caja era para trayectos largos y que siempre era descargado por la noche, cuando todos dormían. Eran chanchullos raros y él lo sabía, pero confiaba en Simon más de lo que los demás le aconsejaban. No le importaba. Simon sabía lo que hacía y sabía que no les iban a pillar. Y con eso se conformaba Val.
El estudiante intentaba abrir la gruesa puerta de la caja haciendo palanca con el alargado hierro en el asa, pero lo único que estaba consiguiendo era doblarlo y arriesgarse a partirse una mano. Val pudo observar que el hierro que sostenía el estudiante había sido una de las patas de la mesa que tenían antes atornillada al suelo del comedor pero que quitaron porque en verano ardía como una sartén bajo el fuego; la había arrancado de cuajo. Val, asustado pero decidido, cerró la puerta tras él de un portazo.

El estudiante se dio la vuelta sobresaltado y avanzó con el hierro en alto, dispuesto a golpear al que fuera. Estaba muy exaltado, nervioso, lloraba o había llorado, o simplemente tenía los ojos colorados debido al esfuerzo, sudaba y la respiración agitada hacía que su pecho subiese y bajase con fuerza.
—¡Lárgate de aquí, me da igual abrirte la cabeza! —le gritó a Val.
—¿Qué estás haciendo aquí? No puedes entrar.
—¡Nadie puede, solo ellos! Ya lo sé, Cabrón, pero necesito saber lo que hay ahí dentro, ¡necesito sacarlo de este barco o moriremos todos! —el estudiante siguió afanado en sus golpes a la caja.
—¡Quieres parar un momento! —gritó Val para hacerse oír sobre los golpes metálicos.

Pero el muchacho no paró, siguió con los porrazos. Uno, otro, otro. Alertaría a todo el mundo, y si Simon los encontraba allí no sabía que sería capaz de hacer. Val no lo pensó más, esperó a que el muchacho alzara el hierro para descargarlo con fuerza sobre la caja y cuando lo hizo se le echó encima, agarrando el alargado palo y lanzándolo al otro lado de la habitación, empujando al estudiante y colocándole un pie en el pecho para que no pudiera levantarse.

—¿Quieres que venga todo el mundo? —le gritó en un susurro Val.
—­Me da igual, debo abrir esa caja o todos moriremos —el muchacho parecía fuera de lugar, como poseído por la locura.
­—Pero, ¿de qué estás hablando? ¿Quién te ha dicho eso? Si ha sido Joan no le hagas…
Ella —le cortó el estudiante con la vista perdida —, la niña del vestido azul.
—¿Qué niña? ¡Venga, no me vengas con cuentos!
—Vino a buscarme a la habitación y me dijo que la siguiese… —el estudiante miraba a Val con ojos suplicantes— ¡Ella me trajo, Cabrón! ¡Créeme! Ella me…
Val le tapó la boca al muchacho con una de sus enormes manazas y se llevó el dedo índice de la otra mano a los labios para indicarle que se callara. ¿Eso que se oía aproximándose eran pasos o era el crujir de la madera? Demasiado tarde, el pomo de la puerta ya estaba girando. Lo primero que le pasó por la mente fue la cara de Simon, mirándolo con decepción y dejando que la furia le inundase.
La puerta se abrió y ahí apareció, bajo el umbral, una niña rubia de unos 7 años con un vestido azul oscuro y cara de sorpresa y terror.

Nadie se movió. Val no podía creer lo que veían sus ojos. ¿Qué demonios hacía esa niña a bordo? Miró al estudiante para ver si el también la veía pero, sin embargo, éste le miraba a él.
—Ves como no mentía —se limitó a decirle.
Val miró de nuevo hacia la puerta y ya no estaba, pero la escuchaba alejarse, escuchaba sus pasos.
Debía de alcanzar a esa niña, preguntarle cómo había entrado en el barco, donde se había escondido, cómo sabía de la existencia de la caja fuerte. Recorrió el mismo pasillo viendo los flecos de su vestido, pasó por el comedor como una exhalación y subió a cubierta, allí no había nadie. Buscó con la vista, se asomó por la borda. Nada. Miró hacia arriba, hacia la cabina, para ver si Simon y el Capitán habían visto algo pero no, la cabina estaba vacía. La luz estaba apagada y las sillas desocupadas, solo allí, junto a la radio, descansaba una mano pálida que pulsaba el botón de transmisión.
Val tardó un rato en darse cuenta de lo que estaba viendo antes de salir disparado hacia las escaleras que subían a la cabina de mandos. Abrió la puerta y la encontró escondida bajo la mesa, con el transmisor en la boca, hablando rápidamente y pulsando con la otra mano el botón del aparato situado sobre la mesa.
­—¿Hola? —decía —¿Hay alguien ahí?
—¿Quién eres? —preguntó Val asustado, acercándose lentamente a la pequeña, que lo miró con terror —¿Qué haces en el barco?
—Nada está saliendo bien… —comenzó a gimotear después de un corto silencio­ —Si consigue lanzar el ancla estáis perdidos…
—Pero, ¿de qué estás hablando? —Val se sentía más estúpido que nunca.
—Mira.

La niña señalaba sobre su cabeza, al techo, Val alzó la cabeza hacia arriba pero, a medio camino, a través de la ventana, lo vio. El estudiante levantaba el ancla con gran esfuerzo y se acercaba, con dificultad, a la borda.
Val gritó desesperadamente. ¿Dónde estaba todo el mundo? ¿Por qué le estaba pasando esto a él esta noche? ¿Por qué quería echar el ancla? Bajó las escaleras prácticamente de un salto y corrió hacia el estudiante. Pero no llegó a tiempo. La pesada ancla cayó al agua con peso muerto y salpicó la cubierta. La cadena de metal se desenrollaba a medida que iba ganando profundidad y ninguno de los dos hombres presentes podía moverse.

—¿Qué coño estáis haciendo? —ahí venía Simon, gritando, enfurecido, los ojos fijos en la cadena desenrollándose y seguido del Capitán, Joan y Rob.
—¡Yo no he tenido nada que ver! —dijo rápidamente Val —He intentado detenerle pero…
—¡Coged la cadena, vamos! —gritó el Capitán mientras se echaba al suelo y agarraba la pesada y gruesa cadena de hierro.

Todos le imitaron, tirando de ella, todos excepto el estudiante, que miraba hacia la cabina. Val se percató de esto y, sin dejar de tirar, volvió su vista hacia donde miraba el joven. En la oscuridad de la cabina, la niña del vestido azul se sellaba los labios con el dedo índice y luego se perdía de vista. Val miró, sudando por el esfuerzo, hacia el estudiante, que parecía no salir del trance.
—¡Chaval, como no nos ayudes te mato! —gritó Simon entre dientes agarrando al joven por el cuello de la camisa y lanzándolo al suelo, a sus pies, donde se puso a tirar de la cadena también.

Se escuchó un golpe seco y todos se pararon, venía de la parte de abajo del barco, el ancla había golpeado la barriga de éste y corrían el riesgo de que la desgarrara y se fueran a pique, todos lo sabían. Con esfuerzo intentaron voltearla, hacerla salir de debajo, pero pronto un crujido les alertó de otro peligro, el cabo que sujetaba la cadena al barco se había levantado por uno de sus lados y amenazaba con salirse del suelo.
Siguieron soltando cadena para intentar sacarla del agua sin destrozar el barco pero no hubo manera, el suelo volvió a crujir y el cabo se salió, precipitándose con fuerza hacía el mar. No pudieron evitarlo. Acababan de perder el ancla.

Simon se abalanzó sobre el estudiante y lo tiró al suelo, le pegó un puñetazo en la mandíbula sin mucha fuerza y le preguntó de un rugido:
—¿Qué se supone que hacías, hijo de la gran puta? —escupió a su lado —¡Hemos perdido el ancla por tu culpa! ¡Responde!
—Lo siento, Simon, me pareció ver a alguien en el agua, ahogándose… —mintió el joven.
—¿Y echaste el ancla? ¿Eres imbécil? ¿Por qué no echaste el flotador?
—No lo sé, estaba nervioso, no sé, yo… —el joven se tapaba la cara con las manos.
—Dios mío…—Simon se levantó y miró con asco al muchacho —, es imbécil. Llevadlo a su cama y que duerma, mañana despertadle a primera hora y decidle que venga a verme, a lo mejor él puede explicarme porque el candado de la puerta de la bodega estaba abierto y en el suelo.



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lunes, 30 de julio de 2007

El Faro -- Capítulo 2

Esta es la continuación de la serie El Faro, la cual abrió el blog en su comienzo con el primer capítulo. La serie constará de unos 20 capítulos (más o menos) que intentaremos ir subiendo con la mayor rapidez posible. En el lateral encontraréis a partir de ahora enlaces directos a las capítulos para mayor facilidad.
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01:40 A.M.
3 de febrero de 2011
Treinta minutos antes


Una luna rota en cuarto menguante se dejó entrever por un resquicio del cúmulo de nubes. La lluvia repiqueteaba con fuerza en el agua. Además, el mar todavía se revolvía por dentro, siendo cubierto por olas gigantes allá adonde alcanzara la vista. Sobre ellas, avanzando de manera irregular, un puntito de luz subía y bajaba. Se trataba de un barco de dimensiones medianas con capacidad para unas diez personas. Al menos la mitad de la tripulación estaba activa y en alerta a causa de la tormenta, y la otra mitad estaba despierta en sus camarotes. Habían pasado por situaciones peores, pero eso no les daba la tranquilidad suficiente como para conciliar el sueño.

Dos de los tripulantes se situaban en la proa del barco, asegurándose de que el foco no se cayera. La espuma salpicaba sus rostros desaliñados, dejando rastros de sal en sus barbas. Ambos miraron aliviados hacia delante; un haz luminoso les alumbró un instante antes de continuar su rumbo giratorio a ras del mar. Era lo único que se divisaba, pues una neblina ocultaba la vista hasta tierra. Por fin, la costa, después de tanto... iban a llegar a su destino. De pronto el barco se inclinó ligeramente, provocando un sobresalto a la tripulación. La ola que los mecía esta vez les transportaba a lo alto de lo que parecía una montaña rusa. Siempre daba la sensación de que el barco iba a volcar; aunque nunca ocurría. Esta vez, tampoco ocurrió; pero cuando volvieron a la cresta de la ola, los dos de proa vieron algo que les provocó un temblor en su estómago: la nada. Ninguna luz en el horizonte, como si el mar se hubiera tragado la costa entera junto con el faro.

—¡Eh! ¡Ha tenido que pasar algo! —gritó por fin uno de ellos, dirigiéndose a los tres que estaba en la cabina junto a los mandos del barco.
Alguien desde dentro le hizo una señal para que se acercara.
—Jefe, el faro... ha parado de alumbrar – explico cuando llegó a la puerta.
En el interior se encontraban tres hombres; el capitán junto al timón, un joven pelirrojo que observaba una roída carta marina y un hombre de piel negra.
—Lo sé —dijo con semblante serio el que parecía el capitán del barco. Era un hombre corpulento, de unos cincuenta y cinco años, con el pelo largo y de color gris, que trataba de camuflar una calva—. Joan, intenta contactar por radio, voy a proa a ver si distingo algo.
Asegurando sus pasos sobre la deslizante cubierta, el capitán llegó a proa, donde esperaba el segundo tripulante. Mantuvo los ojos entrecerrados a través de la oscuridad, hasta que habló con una voz grave y cascada.
—Distingo algo allí delante, pero no consigo verlo bien.
—Pues yo no veo nada, jefe. – dijo el vigía mirando a la nada.
—Quedaos aquí los dos —ordenó—, y volved a asegurar el foco.
Entró de nuevo en la cabina de mandos, donde seguían los dos marinos que dejó un minuto antes. Uno de ellos, Joan, intentaba establecer comunicación; mientras que el pelirrojo manejaba el barco.
—¿No has podido contactar por radio, Joan? – preguntó el jefe.
—No. Interferencias y alguien hablando como muy lejos – explicó.
—¿Y si han tenido un apagón? —preguntó el otro marinero, conocido como Cabrón por todos.
—No tiene nada que ver, los faros tienen un sistema con batería de emergencia —dijo el capitán sereno.
—¿No deberíamos parar los motores? —sugirió Cabrón.
Un silencio incómodo de pocos segundos siguió a la pregunta, hasta que el capitán recuperó el habla.
—No es seguro sin el ancla. Cabrón, ve a llamar a Simón, y al estudiante también —pidió el jefe con unas gruesas gotas de sudor recorriéndole la cara.
—¿Al estudiante? Pero...
El capitán le lanzó una mirada severa. No lo tuvo que volver a decir cuando ya Cabrón había desaparecido por la puerta que nunca se terminaba de cerrar.
—¿Cómo puede ser tan estúpido? —murmuró para sí mismo.
—Jefe, ¿por qué tienes que consultarle todo a él? Esto es una situación demasiado...
El capitán no respondió a la intervención de Joan, simplemente se limitó a bajar la potencia del motor. Después se dio la vuelta y, dirigiéndose hacia una pequeña estantería, cogió una llave; parándose durante un sosegado segundo, levantó una mano temblorosa para secarse el sudor de la frente y murmuró: “Nunca me habían hecho falta, pero en fin...”. Sacó una pesada caja de hierro y la colocó en un hueco libre de la mesa. Para ello apartó los viejos documentos que había estado mirando Cabrón, sin interesarse por su contenido. En ese instante, la radio chisporroteó como si alguien hubiese cogido el aparato de escucha al otro lado. El capitán se abalanzó hacia la radio de un brinco.
—¿Qué ha dicho? —preguntó el capitán.
—Y yo qué sé...

Wergyd dufgefj... ffghggg... piiiiiii¡ . La radio enloqueció de nuevo. Joan cogió el micrófono.

—¡Enciendan el Faro! ¡Si no encienden el Faro chocaremos! Por favor, ¿nos oye alguien? ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? ¡El mapa nos muestra un faro por aquí, pero no lo vemos, la tormenta es muy fuerte! Solo vemos algunas luces del pueblo, por favor, ¿puede oírnos alguien? Somos el CATAMARÁN III, estamos bajo licencia, señor…
—¡Dale un golpe! —gritó exasperado el capitán.
Pero no hizo falta, hubo un momento de silencio total, la radio chisporroteó de nuevo y se oyó de repente un sonido limpio y conciso de una voz bastante serena.
—Perdón por la espera...
—¿Qué ha pasado allí? – vociferó el capitán, como si hablara con alguien muy lejano.
—¿Aquí? —la voz parecía sorprendida.
—Sí, el faro... está apagado.
—Ah..., sí, lo he apagado yo.
—¿Qué? ¿Por qué ha hecho eso? —el jefe no entendía nada.
—¿Señor? ¿Ha hablado? ¿Puede repetir lo que ha dicho? —Joan se apropió de nuevo de la radio.
—No encenderé el faro —la voz era fría.
Un silencio realmente penetrante se hizo acopio de la sala. El fuerte balanceo del barco hacía notar los crujidos de la estructura. Las dos caras desencajadas por el terror se miraron y, un segundo después, apreciaron la silueta que acababa de aparecer en la puerta. Era Simón.
—¿Cómo que no va a encender el faro? ¿A qué está jugando, señor? —dijo Joan a punto de perder los nervios.
—¿Alguna vez han visto un barco yéndose a pique? – la voz soltó una medio risa tós.
—Señor, juega usted con nuestras vidas. Esto es serio —dijo el recién llegado, Simón, esta vez.
—Y tanto. Muy probablemente estén nadando en la fría agua en menos de media hora mientras ese bonito barquito pesquero en el que se encuentran se reúne con el fondo del mar.

De nuevo, el silencio.

Simón se miró la mano y vio que le temblaba, lo vieron todos, pero nadie se burló de su enfermedad. No en ese momento. Simón sufría de parkinson desde hacía poco y en los momentos en los que estaba muy nervioso le aparecía más fuerte. Aunque eso era algo que no ocurría a menudo, pues Simón era conocido por su capacidad de decisión incluso en momentos difíciles. Con más de cuarenta años era un hombre frío y que se mantenía sereno hasta el instante antes de apretar el gatillo.
La voz de la radio respiraba tranquilamente.
—¿Siguen ahí? Mis queridos oyentes, no me dejen en suspenso tanto tiempo pues me desconcierto... ja ja ja. – la voz rió apartándose de la radio.
—¡Por favor! —gritó Joan— ¡La tormenta irá a más y no podremos controlar el barco, chocaremos! ¡Encienda de una maldita vez el jodido foco! ¿Oiga? ¿Está usted loco? ¿Hola? ¡No consigo contactar con nadie más!
La comunicación parecía haberse cortado definitivamente. El capitán respiró profundamente y se volvió hacia Simón.
—Quería consultártelo... Debemos cambiar de rumbo.
—No sé si es una buena idea... – dijo Simón
—¿Por qué? – el capitán estaba realmente exaltado.
—Sabías que tenías que consultármelo, así que sabes el motivo por el que quiero seguir adelante. Además... llegamos tarde.
—Mira, Simón, yo tengo mis prioridades y además, soy el que dirijo el barco.
—No voy a volver a repetirlo.
Simón se llevó la mano al bolsillo de su chaqueta. Por un momento, el ambiente frío se cargó de tensión. Joan se mantuvo en silencio, aunque alerta.
—De acuerdo —dijo por fin el capitán, tras unos segundos interminables.
—Bien hecho.
—Pero permíteme, al menos, esquivar esas rocas.

Dicho esto, se volvió hacia la caja de metal y la abrió con las llaves que había cogido momentos antes. En ella había lo que parecían cartas de navegación, mapas, apuntes muy viejos manchados de café y diversos utensilios de medida. Lo dispuso todo como pudo por la pequeña mesa y sacó una vieja brújula del bolsillo del chubasquero.

—Espero que no tarde el estudiante mucho más —dijo el capitán.
—¿El estudiante? —preguntó Simón, expresando su furia al apretarle con fuerza el brazo, y en un susurro al oído, le dijo:— Ya te comenté que no me fío de él...
—¿Qué ocurre? —un chico joven entró por la puerta e intentó hacerse un lado en el poco espacio que había. Detrás suya le seguía Cabrón.
—Ya era hora, chaval —comentó el capitán con prisa—; no hay tiempo de explicarte, necesito que me ayudes a dirigir el barco por entre la niebla antes de chocar con el acantilado, usando esto —a lo que señaló los instrumentos que acababa de colocar desordenadamente.
El estudiante, hábil y práctico, colocó la brújula sobre el mapa, y garrapateó unos número en el margen.
—Señor, suponiendo que no haya cambiado usted el rumbo, no hay peligro —explicó.
—Entonces no hay de que preocuparse —suspiró aliviado—, ¿por dónde quedan las rocas?
—Ya debemos de haberlas dejado por babor, a unos cincuenta metros.
En aquel instante, la radio empezó a chisporrotear y oyeron claramente como reía aquella voz. El capitán se abalanzó sobre el aparato de habla con furia.
—¡Que sepas que te vamos a meter un paquete maldito ...!
Pero la voz resonó de nuevo de forma tan escalofriante que el capitán se calló súbitamente.
—Las aguas me obedecerán y me traerán las almas cautivas, para que yo las libere.
El estudiante miró a Simón con el entrecejo fruncido; éste último, inexpresivo, mantenía la mirada inmóvil hacia el aparato de radio.
—Lo único que sé es que voy a llamar a la policía —dijo el capitán titubeando, asustado por lo que acababa de oír.
—Ah, ¿sí? —contestó entre carcajadas—, ¿vosotros?, ¡dejadme reírme un poco!
—¿Qué es eso? —chilló Joan— ¡Oh, dios mío! ¡Son piedras!

De pronto, el barco dio un golpe estruendoso. Los hombres salieron disparados contra las paredes, aplastándose la cara. La nave volcó sobre un costado, haciendo que el agua entrara a presión. Sobrevino un segundo golpe, más fuerte que el anterior. Habían chocado con una roca enorme al pie del acantilado; el terrible crujido que siguió, indicó que la proa del barco se había roto en dos con el impacto. Simón, enturbiado por el dolor y la sangre, levantó el rostro y pudo ver claramente, durante un segundo, la enorme y siniestra estructura del faro, que parecía tener brazos con los que apartar la niebla de su alrededor. Al bajar la vista, a través de la puerta entreabierta, la vio: una niña de unos ocho años con un traje azul oscuro. El pesquero, comenzó a girar, medio hundido, estrellándose a cada tumbo con la pared rocosa. El depósito de gasolina se prendió rápidamente. Cincuenta metros arriba, un hombre gorjeaba de risa y placer mientras escuchaba la explosión que se distinguía por encima del rumor de las olas.



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