jueves, 7 de agosto de 2008

El Camino Nocturno - SSM

Tan solo tendría que seguir conduciendo, como si nada hubiese ocurrido. De esa forma todo iría bien, y en un par de horas lo recordaría como un mal sueño, una pesadilla de la que se encontraría lejos y a salvo. Pero para ello había que ponerse manos a la obra, por mucho esfuerzo que le costase.

Permaneció un rato sentado en el asfalto, tratando de olvidarse de las dolorosas punzadas en la parte derecha de su cabeza. Respiró profundamente, hasta que su pulso se hizo más lento y regular y las manos dejaron de temblarle. Afortunadamente, ni su columna ni sus brazos habían sido dañados, tan solo las sentía un tanto entumecidas. Se palpó las piernas para percatarse de que no tenía ningún hueso roto. Aliviado al comprobar que seguía entero, se arrastró lentamente hasta el arcén. Allí se puso de pie, apoyándose en el montículo de tierra y piedra que había a la izquierda de la carretera. Pensó que había tenido suerte, si hubiera caído hacia el otro lado se habría desprendido por el escarpado acantilado.

El sol brillaba en lo más alto. Debía de ser más tarde de mediodía, y el calor abrasante acompañaba al relajante sonido de las culebras que se escondían entre los secos arbustos. Afortunadamente, ningún automóvil pasaba por allí.

El casco le apretaba, se sentía agobiado y acalorado, y las palpitantes punzadas de su cabeza eran cada vez más dolorosas. Sintió la imperiosa necesidad de que el aire le corriera por la cara, y poder por fin respirar. Con esfuerzo se quitó el casco y lo dejó sobre el caliente suelo. Al hacer esto pudo percatarse de las finas gotas de sangre que empezaban a caer sobre sus pies. Asustado, se apretó la herida de la cabeza con fuerza. Siendo optimista, ésta parecía tan solo una herida superficial. Como un zombi, empezó a dar zancadas hacia la moto, que yacía a unos diez metros de donde él había caído. Era una bonita moto negra y gris, pero ahora estaba hecha trizas. De la maleta que llevaba colgada en la parte trasera sacó una camiseta blanca de mangas largas. Cortó un trozo como pudo y se lo ató a la cabeza. El dolor remitía ahora un poco. Con el trozo que le quedó, se dirigió hacia el todoterreno azul parado en medio de la carretera.

Mientras caminaba hacia allí encorvado y con paso lento, empezó a maquinar lo que debía hacer a continuación. No podía llevarse la moto, ya que estaba bastante dañada y la rueda trasera era ya inservible. En cambio, el coche había quedado prácticamente impecable, ya que el golpe se lo había llevado el parachoques. Las llaves seguían puestas, y la puerta del conductor abierta. La parte exterior de la ventana de ésta estaba salpicada de una sangre oscura, casi marrón. La limpió con el trozo de camiseta blanca que tenía en la mano.

La prisa empezó a apremiarle. Tendría que actuar rápido o cualquier coche pasaría por allí y lo vería todo. Con un esfuerzo sobrehumano, empujó, muy a su pesar, la moto, hasta que se precipitó por el acantilado. No quiso quedarse a ver cómo se destrozaba contra el suelo. Mientras volvía hacia el coche, recogió el arma aún caliente del suelo. Finalmente hizo uso de sus últimas fuerzas para arrastrar hacia el maletero lo que quedaba de su mejor amigo, Collin Doherty, y meterlo dentro. Entró y arrancó el todoterreno. Se puso a conducir como si nada hubiera pasado.

Seis horas antes, había visto a Collin en el concierto del pueblo. O mejor dicho, Collin lo había visto a él. Era un pub muy concurrido, y más aún en ese día especial, la conmemoración anual de la fundación de la empresa Animal Wear, la cual había dado trabajo a casi la totalidad de los habitantes del pueblo desde hacía veintitrés años. Esa noche estaba repleta de celebraciones, y un pequeño grupo local tocaba blues en el pub. Y Rob Milton no podía ni imaginarse que por culpa de ir esa noche a ese pub iba a tener, seis horas después, a Collin muerto en el maletero del todoterreno azul.

Collin era un mimado. En cuanto se sacó el carnet de conducir, su padre le compró el todoterreno. Un ojo de la cara, pero eso Collin no lo apreciaba, ni siquiera le dio las gracias. Por otra parte, los mimos que recibía por parte de su familia habían sido siempre mimos económicos. Su padre era la clase de persona que piensa que la bondad sólo depende del dinero que eres capaz de soltar, de forma que inflaba los bolsillos de su querido hijo e iba a visitarlo a la universidad de vez en cuando, por Navidad. Rob y Collin se habían criado juntos, como vecinos. Era un pueblo pequeño, y pronto descubrieron que su amistad tendría que ir, forzosamente, para largos años. Aunque Rob siempre pensó que Collin era un zoquete, nunca se lo dijo, pero la verdad es que estaba bastante claro para todo el mundo. Se había criado con su criada, y le había dado órdenes desde que supo hablar, así que no era de extrañar que su trato con la gente fuese un poco insolente, y más de una vez tuvo Rob que sacarlo de alguna pelea. Se ganó la impopularidad de los vecinos cuando comenzó su egoísta adolescencia, pero, de algún modo, le perdonaban. Rob siempre achacó esto a que la gente del pueblo consideraba a Collin como medio lelo, o algo así. Y, además, estaba su padre, que aparecía de vez en cuando con los bolsillos llenos, repartiendo a diestro y siniestro, con una hipócrita sonrisa en la cara, para después volver por donde había venido.

Rob había planeado salir del pueblo para siempre ese mismo día, el día en que se la jugó a Collin. Pero no podía perderse la noche de Animal Wear, quería celebrar que se iba por todo lo alto, y qué mejor oportunidad que aquella. Jamás pensó que encontraría a Collin en un pub donde tocaban blues.

Rob estaba de pie, entre la gente, escuchando la música, cuando sus peores temores se habían hecho realidad. Collin estaba en la otra punta, pero lo había visto, y avanzaba hacia él, rojo de cólera, apartando bruscamente a toda la gente agolpada, que protestaba y le seguía con la vista.

Conduciendo el todoterreno azul, se alegró profundamente de que Collin estuviera en el otro barrio. Después de todo, puede que la jugada le saliera bien. Tan solo tendría que deshacerse del cuerpo, y todo sería distinto, escaparía para siempre de ese maldito pueblo. Las cosas no habían sido planeadas de ese modo, pero ahora tendría que arreglárselas así, como pudiera.

Lo cierto es que era un buen coche; iba como la seda tras el accidente, y la verdad es que estaba casi nuevo. Eran las cinco y media de la tarde, y el cielo empezó a abandonar la claridad que antes lo había llenado, dejando paso a unas molestas nubes en movimiento que solo dejaban entrever algunos rayos de sol.
Necesitaba parar en alguna gasolinera, el depósito del coche estaba vacío, y su vejiga, llena.

—Amigo, ¿qué le ha pasado en la cabeza? —el dependiente de la gasolinera parecía ser del pueblo. Tenía que inmiscuirse en todos los asuntos ajenos.
—Me he caído, venía a por un poco de hielo y a llenar el depósito de gasolina —contestó Rob de mala gana. Ya casi no se acordaba de la herida de la cabeza. Sin embargo, el trozo de camiseta debía de estar empapado de sangre seca.

El dependiente lo miró descaradamente, con desconfianza. Era un hombre de unos cincuenta años, pero parecía en forma y dispuesto a molestar.
—¿Y cómo se ha caído? Porque eso no parece de una caída, más bien parece que le han tirado una piedra o algo así.
—Tuve un accidente de moto. Llamé para que se la llevaran, y por eso he cogido el coche. No me he dado cuenta de que tenía que cambiarme la venda, está ya muy sucia.

La palabra “moto” hizo que se activaran los circuitos de aquel ser fabricado en serie.
—¿Tú no eres Rob Milton? —al parecer, era el único con moto en todo el pueblo. Rob no supo qué responder —Y, si no me equivoco, ese es el coche de Collin. ¿Verdad?

Rob suspiró.
—Sí, soy Rob Milton. —la expresión del dependiente se endureció.
—Y supongo que vas a explicarme por qué demonios estás conduciendo el coche de Collin. —eso era ya demasiado.
—Oiga, por favor, le he dicho que ese coche es mío, así que no se meta en mis asuntos. Voy a llenarlo de gasolina, luego voy a mear, le pagaré y me iré, ¿vale? No tiene usted derecho a hablarme de esa forma sin conocerme. —Rob estaba demasiado cansado para perder los nervios, simplemente estaba actuando su instinto de supervivencia.
—Claro que te conozco, Rob. —el dependiente seguía con su expresión de dureza en la cara —Collin es mi sobrino. —mierda, pensó Rob —Sé lo que ha pasado entre vosotros, él me lo contó. Me contó su versión, por supuesto, todos sabemos cómo es Collin. Y todos sabemos cómo es su padre... —una pequeña mueca se dibujó en su rostro, mientras miraba un momento hacia la nada, pensativo. Su expresión pasó ahora a paternalista. —Mira, Rob, mi hermano, el padre de Collin, es un inconsciente, eso ya lo sabrás tú. Yo he trabajado para Animal Wear durante diecisiete años. He estado muchos años, día tras día, despellejando animales. Era un trabajo asqueroso, créeme, pero era lo que tenía que hacer para vivir. Eso o irme del pueblo. He sido de los más antiguos trabajadores de esa empresa, y he conseguido ir subiendo escalones. Hasta hace tres meses, mi sueldo era el que debe tener un hombre de mi edad. Tenía personas a mis órdenes, y a mi mujer no le faltaba de nada. Incluso podíamos viajar a veces en vacaciones. Mi hermano compró Animal Wear hace tres meses. La mitad de los altos cargos fuimos a la calle. En lugar de nosotros, mi hermano puso a sus amiguitos de la ciudad, y Dios sabe qué harán con la empresa ahora. ¿Te das cuenta? Me despidió, y soy su maldito hermano. Es un imbécil. Y Collin, ya lo sabrás tú, sigue sus pasos de imbécil. Ahora tengo que trabajar aquí, a kilómetros de mi casa. Sé que tú también has perdido tu trabajo. —Rob escuchaba sin inmutarse. Sabía lo que le iba a decir a continuación aquel hombre arrugado, sólo quería irse de allí sin perder más tiempo —Pero eso no te da derecho a hacerle lo que le has hecho a Collin. Se la has jugado bien, y eso no se lo hacen los amigos.
—No sé lo que le habrá contado Collin, pero no es cierto. Yo perdí mi trabajo y él podría habérmelo devuelto con sólo chasquear los dedos. No lo hizo porque no tenía ganas de hacerlo. Lo que le hice lo tenía bien merecido. —Rob echó una mirada cautelosa al todoterreno aparcado. —Más que merecido.
—Ahora dime —el hombre parecía no escuchar —, ¿le has robado a Collin el coche para darle otra lección? ¿No es ya suficiente? ¿Por qué no dejáis de una vez de pelearos?
—Mire, le digo que ese coche es mío, si quiere llame a Collin y se lo pregunta. Pero yo tengo prisa, así que voy a llenar el depósito, voy a mear y me voy a ir, ¿vale?

El dependiente lo miró severamente, como accediendo a regañadientes.

Mientras Rob llenaba el depósito, de pie frente al coche aparcado, pensó en los breves instantes en los que él y Collin habían sido amigos. Ahora ya no importaba. Había otra vida por delante, y la pensaba vivir, costase lo que costase.

El tío de Collin estaba en el interior de la tiendecita de la gasolinera, marcando un número en el teléfono. Una melodía comenzó a sonar. Provenía del interior del todoterreno. El dependiente levantó la vista hasta donde estaba Rob. Era imposible que escuchara la melodía desde allí... Rob empezó a ponerse nervioso. El hombre salió afuera, sin colgar el teléfono, y aguzó el oído. Miró a ambos lados, pero su vista fue a parar al todoterreno. Rob terminó de llenar el depósito. El hombre comenzó a caminar con paso decidido hacia allí, definitivamente estaba escuchando la melodía. Entonces Rob le dio el encuentro.

—Tome, quédese con el cambio. Me llaman al móvil, tengo que irme. —sin decir nada más, se metió en el coche y arrancó. El corazón le palpitaba de una forma que llegaba a resultar dolorosa, y la herida de la cabeza había empezado también a dolerle.

El hombre se quedó de pie, viendo cómo se alejaba el coche, un poco perplejo.

El teléfono de Collin dejó de sonar al cabo de un rato, y Rob tuvo que forzarse a respirar con naturalidad. El susto casi había acabado con él. A decir verdad, era Rob el que había instado al dependiente a llamar a su sobrino. No lo habría hecho de saber que el maldito de Collin había dejado el móvil en el asiento trasero del coche.

Ahora iba a toda velocidad por una carretera poco transitada a aquella hora de la tarde. Al cabo de una hora, sólo quedaba el todoterreno azul en kilómetros a la redonda. Nadie pasaba por allí, de hecho, el camino era más antiguo, casi arenoso, y en el transcurso de esa hora el cielo comenzó a oscurecerse. Y el optimismo de Rob empezó a desvanecerse poco a poco.

Había planeado lo que debía hacer en la ciudad, y desde que Collin se le echó encima con su coche, simplemente había actuado, pensando que debía seguir con su plan. Pero, ¿y si había subestimado a la gente de aquel pueblo?¿Y si descubrían la vieja moto de Rob en el acantilado y empezaban a sospechar? Además, había tenido aquella conversación con el dependiente, que además era el tío de Collin...Decididamente, todo andaba mal. Y, por primera vez desde que todo empezara, sintió lástima por Collin. A ésta le siguió un amargo y profundo remordimiento, y tuvo que parar el coche en mitad de la oscuridad, en el camino arenoso que no conducía a ninguna parte, para poner sus pensamientos en orden.


Cuando Collin le dijo que había que hacer recortes, Rob nunca pensó que lo despedirían a él. Y menos aún que su padre lo pondría en un alto cargo, dada su incapacidad para terminar siquiera el primer curso de universidad. Cuando Collin le dio la noticia con su estúpida expresión de indiferencia, Rob palideció, y a Collin no se le ocurrió otra cosa que pedirle que le comprara una bolsa de patatas si iba a salir. Ese fue el momento en el que Rob decidió jugársela a Collin.

Entró en el cuarto de su amigo a hurtadillas, mientras éste veía, en el salón, un programa de televisión lleno de imbéciles como él. Por suerte, se sabía la contraseña de su ordenador. Abrió el correo electrónico, y le mandó un mensaje a James Doherty, el padre de Collin. El mensaje fue, sin duda, una obra maestra. Cuando éste lo recibió, el impacto y el enfado fueron tales que decidió romper toda relación con su hijo. Esa noche, Collin recibió la llamada de su padre, en la que una voz de señorita le informaba de que, además de perder su puesto en Animal Wear, dejaría de llegarle dinero del señor Doherty. El perplejo Collin no era tan tonto como para no darse cuenta de que, si su padre no avalaba económicamente su imbecilidad, nadie lo haría. Se había acabado su vida de niño rico, lo habían abandonado a su suerte.

Rob ya andaba lejos de allí, dispuesto a salir de la ciudad, satisfecho de haberle dado la lección de su vida a Collin. Ahora sabría lo que es sudar para comer. Lo cierto es que un tipo como Collin estaba sin su padre igual de desvalido que un bebé.

Entonces cometió el peor error de su vida. Ahora, sentado en el todoterreno azul, en medio de la oscuridad total que un cielo sin estrellas podía ofrecerle, sin nadie que se adentrara en el camino arenoso, se lamentó de no haberse marchado inmediatamente de la ciudad.


El corazón le dio un vuelco cuando vio a Collin dirigiéndose hacia él en aquel pub de blues, colérico como nunca lo había visto, empujando al que se le pusiera por delante, sacando un objeto brillante del bolsillo....Rob sabía cual iba a ser la reacción de Collin, pero sacarle una navaja a él, eso era algo que no había imaginado. Esa noche, Rob temió realmente por su vida, por eso, seis horas después, se había sentido tan aliviado de que Collin hubiera muerto.

Rob se escurrió entre la gente del pub con un poco más de delicadeza que su amigo, pero ya era tarde. La navaja brillaba a la luz de las luces azules y rojas del concierto, y Collin la sostenía a la altura de su cara, enseñándosela a Rob, quizás para asustarlo aún más. Sólo entonces comprendió Rob lo bien que le había salido la jugada. Dejó la sutileza a un lado y empezó a empujar a la gente para abrirse camino, mientras Collin hacía lo mismo a unos pocos metros a su espalda, y cada vez más peligrosamente cerca.

Salió disparado por la puerta de emergencia, corrió hacia la calle siguiente y se escondió en una esquina. La música sonaba ahora lejana, pero aún le pitaban los oídos de lo cerca que había tenido los altavoces. Collin le había visto esconderse, y corría como un loco hacia donde estaba escondido Rob. Éste sintió cómo sus piernas volvían a salir despedidas hacia delante, con Collin a un paso de cruzar la esquina. Estaba amaneciendo, el cielo se puso rosa y luego naranja. Rob miró hacia atrás mientras corría, lo justo para verle la cara a Collin. Definitivamente, estaba borracho, ya que iba haciendo una especie de carrera en zigzag, intentando controlarse. Entonces, se paró. Rob siguió hasta llegar al extremo de la calle, y también dejó de correr. Con cierta satisfacción, vio cómo Collin se arrodillaba y vomitaba todo lo que había bebido.

Rob le observó desde lo lejos, y sintió un poco de lástima. Estaba acabado. Era un borracho acabado y desesperado. Siguió corriendo hasta el cuchitril donde vivía. Tuvo que pararse unos minutos para respirar, ya que estaba exhausto. Terminó de hacer la única maleta que iba a llevarse. Era una bonita maleta cuadrada negra con botones metálicos, que iba con la moto, la cual tenía aparcada en la acera. Con cautela, la colocó en su parte trasera. Volvió a entrar en su casa. Optó por comer algo rápido, ya que no podía aguantar más el hambre y el viaje iba a ser largo.


Cuando por fin decidió irse para siempre, le echó un último vistazo a su hogar. Definitivamente, no iba a echarlo de menos. Su vista se posó en la caja roja que estaba junto a su armario. Tras vacilar unos segundos, cogió el arma que había dentro. Era una pequeña escopeta de mano. Le metió dos cartuchos y salió de la casa. Por si acaso. Arrancó la moto y se marchó para siempre.

La brisa veraniega le acariciaba los brazos mientras viajaba a toda velocidad en su moto. El casco le apretaba un poco, pero al menos estaba protegido. Las angustiosas casas del pueblo ya habían dejado paso al amplio pasaje que se extendía ante él: tan solo el potente sol, el cielo azul, y la carretera en medio de un vasto paisaje pedregoso. Por fin se sentía libre.

El corazón le dio un vuelco cuando, por el espejo retrovisor, pudo divisar una manchita azul que se dirigía hacia allí a toda velocidad. En unos segundos, tenía en su espalda al todoterreno azul. El coche tuvo tan sólo que acelerar un poco para que todo ocurriera. Rob perdió el control, y al parecer, Collin también. Mientras el todoterreno derrapaba, Rob y su moto salieron volando. La moto siguió rugiendo un instante mientras estaba en el aire, luego cayó con un crujido estruendoso y se deslizó un poco más allá por el asfalto. Rob consiguió rodar mientras caía, y en algún momento recibió un golpe en la cabeza que casi le hizo perder la consciencia.

Durante unos momentos, reinó el quejido de las culebras. Cuando Rob escuchó la puerta del coche abriéndose, se obligó a sí mismo a incorporarse. Apenas podía ver y el casco le pesaba. El arma había caído cerca suya. Se arrastró hacia ella mientras una figura salía del coche y caminaba hacia él dando tumbos. Con un fortuito movimiento, alzó la escopeta y disparó cuando la figura estaba a unos tres metros de él. El sonido fue estruendoso, y el eco resonó en los tímpanos de Rob durante unos momentos que parecieron interminables. Algo en la cara o cabeza de su amigo salió volando hecho trizas, salpicando el todoterreno. El cuerpo se desplomó sobre el suelo como un pelele.

Rob respiró profundamente. No quería que todo esto se interpusiera en su camino, sólo se había defendido. Tan solo tendría que seguir conduciendo, como si nada hubiese ocurrido.

Eran las tres de la madrugada y Rob seguía sentado en el coche, parado en mitad del camino arenoso, con la cara entre las manos, preguntándose cómo iba a seguir todo después de esto. Al no haber ninguna luz cerca, la oscuridad era inmensa. La luna, frente a él, iluminaba un poco el largo camino.

Rob escuchó un ruido. Fue un pequeño golpe seco, pero, en aquel lugar donde reinaba el silencio, bastó para ponerlo alerta. Volvió a escuchar el mismo sonido, pero esta vez más fuerte. Ahora Rob estaba asustado, allí no había nadie. Con la mirada escudriñó la oscuridad que rodeaba al coche. Volvió a sonar. Esta vez fue casi como un petardazo. Rob saltó de su asiento y empezó a respirar entrecortadamente. Estaba seguro de que el sonido había venido del propio coche. Y en él tan sólo estaba él.... y Collin.

Se dio la vuelta y miró hacia el maletero. Durante unos minutos, todo estuvo en calma. Entonces suspiró, y otro golpe, esta vez más fuerte, hizo que el maletero vibrara, como si hubieran escuchado el suspiro desde dentro y ahora estuvieran pidiendo ayuda.

Rob salió del coche de un salto y fue hacia el maletero, sin acercarse demasiado, con los hombros apretados, como si así fuera a protegerse, temblando de miedo.

Esta vez empezaron a patalear el interior del maletero sin piedad. El todoterreno estaba botando, y el ruido que hacía golpeaba los tímpanos de Rob de forma dolorosa. Los pataleos no cesaban. Pronto se produjo un lamento ininteligible del interior. Sin duda, estaba pidiendo ayuda como lo haría un animal.
—¡Collin, ya basta, para de una vez! —gritó Rob, fuera de sí —¡ No voy a sacarte, así que déjalo ya! —los pataleos cesaron un segundo. Collin acababa de digerir esa respuesta. Entonces los golpes volvieron a sucederse, esta vez de forma desesperada, acompañados de un grito desgarrador, inhumano.

A Rob se le heló la sangre. Le había reventado la mitad de la mandíbula a Collin del disparo, de forma que por eso gritaba como una especie de animal. Cuando lo había arrastrado hasta el maletero, su cara había estado totalmente desfigurada. Debía estar pasándolo realmente mal ahí dentro.

Sonó el móvil de Collin. Los lamentos cesaron. Era la melodía que casi lo delató en la gasolinera. Cogió el teléfono del asiento trasero y volvió a salir. Mientras sonaba, en la pantalla aparecía la palabra CASA. Seguramente sería la policía, que andaba por casa de Collin. Esta vez, el miedo se superpuso a su lógica. Cogió el teléfono y esperó a que hablaran.

—¿Has encontrado a ese hijo puta de Rob? —era una voz que sonaba extrañamente familiar —Mira, da igual, no tenía que haberte mandado a buscarlo, es que me encontraba demasiado mal, bebí mucho y acabé vomitando cuando me puse a perseguirlo por el pub, el muy cabrón. Es tarde, vuelve y te dejaré el garaje abierto para que me devuelvas el coche. ¿Oye?

Rob estaba pálido. Claro que conocía esa voz. Aunque hubiera querido articular palabra, no habría podido.
—¿Oye, estás bien? Di algo, hombre.

Los pataleos y los gritos volvieron a producirse, esta vez intentaba pedir ayuda al que estaba al otro lado del teléfono, fuera quien fuera.
—¡Eh, qué ocurre, joder! —oyó decir, justo antes de colgar el móvil.

Rob permaneció quieto, frente al maletero, mientras este se movía sin parar. En su interior, alguien agonizaba de dolor y desesperación, golpeaba con todas sus fuerzas y chillaba de forma aterradora.

Aún le quedaba un cartucho. Quizás lo usara, o quizás no. De momento, y por muchas horas hasta que decidió hacer algo, permaneció de pie, quieto, mirando el maletero del todoterreno azul.


SSM

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martes, 5 de agosto de 2008

El Faro - Capítulo 7 (Parte 2)


Una Segunda Oportunidad
(Parte 2)


La sala de espera del hospital estaba limpia y vacía. Solo Steve y el policía la ocupaban cada uno sentado en los extremos de uno de los bancos. No hablaban. Steve solo pensaba, recordaba el momento en que su esposa se puso de aquella forma. ¿Por qué?

Estaba en Fiumicino por fin y lo único que había visto había sido el puerto y el interior del coche de policía. Sí, había mirado por las ventanas durante el triste trayecto hasta el hospital, pero no había visto; de su cabeza no se iba la imagen de su mujer tirada en el suelo, junto a la cama, sangrando y rogándole que le ayudara con los ojos desorbitados. Y él no había podido hacer nada. En cinco minutos había perdido la consciencia, y hasta hubo un momento, a la media hora o así, en el que Steve creyó que había dejado de respirar. El motor del yate se había quejado cuando Steve lo puso al máximo de su potencia, pero no se calentó demasiado y no tuvo que apagarlo en ningún momento para que recuperara. Con esto, se dedicó por entero a permanecer sentado junto a Ruby, con su cabeza apoyada en las rodillas y acariciándole el pelo, tras haberle limpiado de la cara la sangre, sin que ella diera muestra alguna de mejora.

Con todo aquello, se olvidó por completo de la música, y no pudo evitar el llanto en el momento en que la última canción del disco comenzó a sonar. Era Ruby. Violines melancólicos, el piano de Charles y su voz: They say, Ruby, you are like a dream… Not always what you seem... La maldita canción, que tanto le había gustado siempre, en ese momento tan trágico le pareció de lo más siniestra.

Un par de veces pasó el doctor de su esposa por delante de ellos sin siquiera mirarlos, rápido, mirando papeles y la última vez con un inmenso libro entre las manos. Dos horas más tarde, salió de nuevo y se acercó a ellos. Steve y el policía se levantaron. La cara del doctor era una mezcla de agotamiento y enfado, y habló con una voz ronca y muy seca, en italiano, con el policía, quien le tradujo.

—Dice que no entienden nada. No consiguen averiguar qué le pasa. La han tratado superficialmente para unas cuantas cosas que podrían ser y van a esperar a ver si se manifiesta lo que sea que está dañando a su esposa.
—¿Habla en serio? —preguntó al policía.
—Sí.

El doctor se fue sin despedirse y los dejó allí de pie, en silencio.

—¿Qué va a hacer? —le preguntó el policía.
—No lo sé. ¿Puedo entrar a verla?
—No. Me ha dicho que no, vamos —respondió.
—¿A dónde?
—A algún bar.

El policía echó a andar y Steve fue sumiso detrás, sin nada que decir, sin fuerzas para quejarse. Salieron del hospital por las enormes escaleras de piedra de la entrada y cruzaron una bonita plaza llena de gente paseando y vendedores de suvenires que se apostaban en los bancos, desplegando allí su material y esperando a ser vistos. Un montón de niños en fila, todos con gorras verdes fosforito, seguían a una mujer joven con una carpeta en lo alto que, de vez en cuando, se giraba y les hablaba o llamaba un poco la atención. Steve no pudo evitar quedarse mirando a una preciosa niña rubia que, sin gorra esta, destacó por la belleza de su cabello sobre el resto de los niños; no consiguió verle bien la cara, por la lejanía y las lágrimas que luchaba por contener.

El recuerdo le asaltó otra vez: “Lillian, ¿dónde te has ido, preciosa? Tu madre y yo te echamos de menos…

El policía andaba delante de él, sin volverse, con paso patoso y rápido. Steve le veía la espalda, la ropa arrugada, el sudor en la nuca, la falta de pelo en la coronilla, las piernas gordas renqueando sobre las losas desiguales del suelo que tanto habría recorrido y esa manera exagerada de mover los brazos. Odiaba a aquel hombre. No sabía por qué pero lo odiaba con toda su alma, y le deseó lo peor por un momento. Quiso poder pegarle, rezó por tener la posibilidad de quitarle la vida a golpes y no entendía qué hacían aquellos sentimientos corriendo por su cuerpo como un veneno.

El odiado agente se volvió entonces, intentando sonreír y le preguntó:

—¿Dónde prefiere ir? —con una mano le señaló la acera de enfrente a la que estaban, donde podían verse varios bares y terrazas.
—¿De verdad cree que me importa? —dijo Steve irritado, aún furioso.
—De acuerdo.

Y volvió a andar, decidido por uno, un bar llamado “A Domani!” en el que no había un alma. Vacío como los vasos que colgaban sobre la cabeza del camarero, un hombre muy mayor que ni los miró cuando entraron y que siguió con la vista clavada en el puro que se fumaba con unos labios agrietados sin dientes en la boca que cubrir.

Fueron hasta una mesa del final y cuando se sentaron, un chico joven con un delantal se acercó a ellos y les preguntó. El policía pidió por los dos y el joven se fue.

—No se deje engañar, este bar está muy bien.
—Vale.
—Mi nombre es Christo Malvicini.
—El mío es Steve Horner.
—Bueno… ya lo sabía —sonrió débilmente el hombre, como esperando que su acompañante también lo hiciera por la obviedad de su presentación —, estuve con usted en el regitro, y en el hospital…
—Ya, claro.
—Mire, señor Horner, voy a hablarle con franqueza… —dijo Christo Malvicini recolocándose en su asiento y haciendo una pausa cuando el camarero soltó dos cervezas enormes en la mesa —, su esposa no es la única.
—Ya lo sé.
—¿Cómo? —Christo Malvicini quedó totalmente contrariado por aquella revelación.
—Mi hija murió igual.
—Oh, Mamma mía! Cuánto lo siento —Christo Malvicini dio un trago a su cerveza un tanto sorprendido.
—Hace casi veinte años ya.
—Tuvo que ser muy duro, sería usted muy joven, ¿no?
—Demasiado…
—Vaya… Pues lo que yo iba a decirle, señor Horner, era que, ahora mismo, no es solo su esposa la que se encuentra en ese estado. No es su esposa la única en ese hospital con esta especie de enfermedad.
—¿Y por qué no dijo nada el doctor? —inquirió con brusquedad el Capitán.
—Porque no quieren escándalos.
—¿A qué se refiere?
—A que si los familiares de los afectados saben que ellos no son los únicos darán la voz de alarma, de alguna manera se extenderá la existencia de una enfermedad que no sabemos controlar y que nadie sabe qué es —Christo Malvicini volvió a sorber de su jarra de cerveza —, y no necesitamos a los medios encima. Muchos menos ahora, con la sombra de la guerra volando sobre nuestras cabezas como cuervos en el desierto.
—¿Y por qué me lo cuenta entonces a mí, señor Malvicini?
—Porque usted puede hacer algo para remediarlo.
—Pero, ¿qué me está contando? —Steve dio un golpe en la mesa —Como bien ha dicho antes, vino al registro conmigo, sabe que no soy más que el Capitán de un barco de pesca.
—Exactamente. Usted dispone de un barco y los permisos para navegar en todas las regiones marítimas, usted y solo usted.
—No, señor Malvicini —rió el Capitán —, se equivoca, somos alrededor de mil los Capitanes de pesqueros con permiso para todas las regiones.
—Sí, pero hasta donde yo sé, usted es el único cuya esposa está postrada en una cama incubando una enfermedad sin remedio conocido por la medicina.
—¿Y usted qué sabe?
—Señor Horner —sonrió el agente —, hágame caso, lo sé.
—Me voy a ir, señor Malvicini —dijo de repente el Capitán levantándose.
—¿Por qué? —se sorprendió el policía.
—Porque, hace también casi veinte años, otra persona fue por el mismo camino que parece ir a tomar usted, y me propuso algo muy feo, señor Malvicini.
—¿De qué me habla, señor Horner? —preguntó el agente —No le sigo.
—Pues nada. Hasta que nos volvamos a ver.
—¿Qué? —el agente de policía no hizo más que quedarse donde estaba, agarrado al asa de su enorme jarra de cerveza, viendo como el Capitán Horner se marchaba por la puerta del bar y cruzaba la calle dirección al hospital.


—¡Exijo ver a mi esposa! —gritó al celador que le ponía una mano en el pecho prohibiéndole la entrada al ala de cuidados intensivos.
¡In nessum modo! —negaba una y otra vez el hombre, empujándolo, obligándolo a retroceder.
—¡Voy a golpearte, italiano de mierda!
Ma va´ là! —el celador echó su peso sobre el capitán y lo estrelló contra una pared, luego comenzó a gritar ­— Sicurezza! Sicurezza!

Y no tardó en aparecer un guardia de seguridad mirando con maldad al Capitán, que se recompuso como pudo y pasó al lado de éste sin mirarlo, rápido y furioso.

Salió del hospital arrasando con todo, sin mirar ni por donde pisaba, paró a un taxi y le gritó la palabra “puerto” haciendo el movimiento del agua con las manos. El taxista le miró con los ojos entrecerrados y puso el taxímetro a correr. El viaje fue corto, pero no barato.

Su barco descansaba sobre las aguas calmadas del atardecer. Llevaba sentado en la cubierta tres horas, con una botella de vino vacía entre las piernas y Ray Charles sonando en el interior. El sol veraniego le había quemado la piel y sabía que necesitaba o una ducha o un baño para despejarse; pero moverse era algo que no le apetecía.

El cielo era un cuadro de Rubens, nubes redondeadas, cada una de un color, naranja, rojo, lila, rosa, azul, violeta y el sol caía justo ante sus ojos y le desorientaba al igual que deslumbraba.

—Cómo han cambiado tus vacaciones, ¿verdad? —murmuró entre dientes.
—¿Capitán? —una tímida voz en la luz.
—¿Quién anda ahí? —tan borracho estaba que no le sorprendió la voz de la niña tras él, ni se giró, ni se movió, permaneció como estaba, mirando directamente al sol, dañándose las retinas y sintiendo la luz inundar su mente.
—Soy… Vengo a avisarle —la voz hablaba con determinación.
—¿A avisarme? ¿De qué? —el Capitán echó la cabeza hacia atrás, apoyándola en el quicio de la puerta.
—De que si no busca a Simon Bakälar, le pregunta por el orogris y decide aliarse con él, su esposa no se salvará.

El Capitán comenzó a reírse, sin volverse.

—¿Te manda Christo Malvicini? —preguntó.
—No conozco a ningún Christo Malvicini. —respondió con sinceridad.
—Entonces, ¿de qué conoces mi historia, a Simon Bakälar, y todo lo demás?
—Señor, busque a Simon Bakälar en Port Douglas, Australia, y háblele del orogris, no deje que le vuelva a pasar como con su hija, Capitán.
—¿Qué sabes tú de mi hija? —preguntó con brusquedad.
—Nada, solo que murió al no tener la cura. Pudo conseguirla entonces y puede conseguirla ahora. No caiga dos veces en el mismo error.
—Pero, ¿se puede saber quién cojones eres? —el Capitán se fue volviendo, sorprendido por la cantidad de información que tenía la niña y, con las pupilas totalmente contraídas, al mirar a la oscuridad del interior solo percibió luces blancas y anaranjadas ante los ojos, entre las cuales vio desvanecerse el cuerpo de una niña —¿Lillian? ¿Eras tú?


Duchado y afeitado, oliendo a colonia y con una pequeña maleta de viaje en una mano, caminaba el Capitán con paso rápido hacia el Hospital. Nervioso, se preguntaba si lo dejarían pasar a ver a su esposa y si perdería los nervios de no ser así. Solo había ido a despedirse.

Entró al vestíbulo y atravesó toda la sala gigantesca hasta los ascensores, donde esperaba un montón de gente. Todas caras desconocidas, país desconocido, idioma desconocido. Estaba solo, completamente solo, y aquello le asustaba; si por lo menos conociera la lengua.

Una vez en la planta de cuidados intensivos, nada más pasar a través de las puertas de metal del ascensor, se encontró de cara con el agente Christo Malvicini.
—Vaya —dijo éste con una sonrisa, luego fijó su vista en la maleta —¿Se marcha?
—Sí.
—¿A dónde?
—A Australia, a buscar a un viejo amigo.
—Claro —el agente andaba a su lado mientras el Capitán encaminaba la puerta de entrada al ala del hospital.
—¿Me dejarán pasar? —preguntó Steve Horner.
—A saber.

Llegaron hasta la puerta, donde un nuevo celador leía unos archivos de pie junto una mesa. Christo Malvicini comenzó a hablar con él y el muchacho miró una y otra vez al Capitán, de arriba abajo, luego negó con la cabeza y se encogió de hombros, dijo algo y enseñó las palmas de las manos, como si no supiera nada.
—No te pueden dejar pasar —dijo el agente.
—¿Por qué? —Steve luchaba por controlarse.
—Por seguridad, este tipo dicen que le han ordenado no dejar entrar a nadie en la zona de infectados —explicó.
—Puta mierda.
—¿Tiene el billete de avión?
—No. —Steve comenzó a agobiarse.
—¿Y piensa encontrarlo así sin más, sin reserva ni nada?
—No he pensado en eso.
—Pues creo que es algo a tener en cuenta —dijo el policía con una sonrisita, la cual borró al instante al ver el rostro descompuesto de Steve Horner —. Le ayudaré.

Christo Malvicini hizo tres llamadas y le consiguió un billete en clase turista, de ventana, para el vuelo de las doce de la noche que le dejaría en el aeropuerto de Cairns, no muy lejos de Port Douglas.
—¿Por qué me ayuda?
—Porque ha pasado mucho en un solo día, y quería librarle de algo del peso.
—Muchas gracias.
—No hay de qué, Capitán.

Viajaron en el coche del agente hasta el Aeropuerto Leonardo Da Vinci, donde se despidieron con un breve apretón de manos y donde Christo Malvicini le deseó suerte y paciencia. Steve volvió a darle las gracias por todo y se despidieron.

El avión no iba muy lleno, nadie se sentó a su lado y el hecho de sentirse atraído hacia una de las azafatas le hizo sentir fatal, le entró un terrible dolor de cabeza y vomitó dos veces antes de salir de Italia. No pidió nada para comer, ni para beber, no leyó ninguna revista y ni siquiera pudo reposar la cabeza sobre la ventana y dormir un rato. Estaba nervioso, intranquilo, sabía lo que tenía que hacer, a quien se tenía que enfrentar y en donde se iba a meter, y eso le asustaba. De verdad que le asustaba. Era como si, de una manera inconsciente, Steve Horner supiera a donde le iba a llevar esto, a ese fin prematuro en el barco contra las rocas que harían de su viaje de salvación una muerta carente de sentido.

Pero, por otra parte, sabía que tenía que ir, que nada saldría bien si él no hacía ese viaje, si no hablaba con Simon Bakälar, si no iba en busca del orogris. Lo sabía. Lo sabía, y la niña también. La niña lo había puesto en el camino, de vuelta a las ruedas del destino. La niña. ¿Quién era esa niña? Había desaparecido cuando él se había vuelto. ¿Fue una alucinación? ¿Una aparición? ¿Lillian? Había muerto con siete años, y la recordaba más alta que la sombra que había visto en su camarote. Y la voz era diferente también. Aunque habían pasado casi veinte años ya. ¿De verdad iba a reconocer la voz a la primera? Pues, ¿qué iba a ser si no? Si no era su hija, su Lillian, ¿quién demonios era la niña que apareció tras él esa tarde? ¿Quién?


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