martes, 29 de julio de 2008

El Faro -- Capítulo 7 (Parte 1)


Una Segunda Oportunidad

(Parte 1)


19 de Marzo de 2010
09:00 AM
En el Mar Tirreno
(A unas horas de Fiumicino, Roma)

El motor del barco se ahogaba siempre a los pocos minutos de estar encendido después de haberse pasado una noche entera sin funcionar, y por eso el murmullo continuo se fue trabando hasta que desapareció y el barco siguió flotando tranquilamente sobre las grisáceas aguas del alba.

Amanecía lentamente en el Mar Tirreno, el cielo pasaba del púrpura a un celeste claro tras unas finas nubes, arreboladas en pequeños grupos, mientras que el sol se abría hueco partiendo del mar con su haz de luz blanquecino. La escena se desarrollaba sin prisa, con las gaviotas como único testigo de la belleza de aquel despertar. El yate blanco, ni tan grande como para llamar la atención, ni tan pequeño como para que sus únicos dos ocupantes no estuvieran cómodos, se movía al ritmo de las olas.

En el silencio de la mañana, invadido solo por el agua y los graznidos de las aves, Steve Horner abrió los ojos. Sobre su cabeza, el techo bajo del camarote le mostraba una lámpara blanca atornillada al mismo. Miró a su izquierda y vio que el reloj de pulsera le mostraba las nueve de la mañana. Miró a su derecha y vio la cosa más bonita del mundo.

Ruby dormía plácidamente de lado, sobre su hombro izquierdo, inclinada hacia él, el pelo cayéndole por el cuello tras las orejas, sin cubrirle la cara; su expresión era puro descanso, y sus labios entreabiertos hicieron que a Steve se le inflara el pecho de felicidad. Más allá del cuerpo de su esposa estaba la pared del camarote y, en la parte más alta de ésta, la ventana rectangular que daba al exterior. Parecía que amanecía soleado, pero el hecho de que se le erizasen los vellos de los brazos al salir de entre las cálidas mantas de la cama le hizo pensar en que un frío viento podría traer lluvia para la noche.

Pero para la noche ya estarían en Fiumicino, pensó Steve Horner con una sonrisa en el rostro, disfrutando del mejor pescado, refugiados en un elegante restaurante del centro del enorme pueblo. Aquellas serían unas vacaciones inolvidables.

El motor del barco se ahogaba siempre a los pocos minutos de estar encendido después de haberse pasado una noche entera sin funcionar y Steve Horner lo sabía, así que volvió a encenderlo con paciencia, calentándolo poco a poco, hasta que comenzó a funcionar con normalidad, encauzó el timón, actualizó el rumbo en la computadora y notó contento como el yate cogía velocidad. Italia, allá vamos, pensó.

Con paso tranquilo volvió al camarote y se aseguró de que Ruby seguía durmiendo. Fue a la cocina, pequeña pero perfectamente equipada, y puso el café a calentar a la vez que unas tostadas se hacían. Exprimió cuatro naranjas bien gordas de la caja que comprara la mañana anterior en Golfo Aranci, y sacó la mantequilla de la nevera. El desayuno estuvo listo en diez minutos y Steve entró de nuevo en la habitación portando una bandeja bien equipada para empezar el día.

Con cuidado depositó la comida en el suelo y se subió a la cama con suavidad, se echó sobre su mujer y le acarició la oreja con la nariz susurrándole que era hora de despertar. Ella no quiso hacerle caso. Steve se puso a su lado, de rodillas sobre el colchón, y comenzó a dar pequeños botes.
—El desayuno está listo —dijo.
—No quiero desayunar, quiero dormir —se quejó ella dormida aún.
—Pero son ya casi las diez de la mañana —replicó él.
—Las diez es hora de dormir —aún no había abierto los ojos.
—No cuando estás en un barco —volvió a replicar Steve Horner.
—Sí cuando estás de vacaciones —Ruby le empujó con un brazo y se puso bocabajo, con la cara mirando para la pared.

Steve reía la pereza de su mujer. Se colocó ahora a horcajadas sobre la espalda de Ruby y comenzó a masajeársela con delicadeza.

—Eres una floja.
—No, tú te levantas demasiado temprano —corrigió ella; su voz sonaba amortiguada por la almohada.
—Costumbre.
—Pues yo acostumbro a dormir hasta el mediodía en vacaciones, ¿sabes? —por fin, Ruby levantó la cabeza de la almohada y miró a su marido con los ojos hinchados por el sueño, media sonrisa en el rostro y todo el pelo revuelto.
—¡Qué guapa estás! —exclamó Steve.
—Sí, ya —bufó ella, incrédula.
—En serio. —él se inclino para besarla y ella se retiró —¿Qué pasa?
—Tu aliento —explicó Ruby con una mueca.
—¿Apesta? Me acabo de lavar los dientes. —justificó él.
—Ya, es eso, demasiada menta fuerte para ser tan temprano. —sonrío la mujer.
—Vaya.

Steve se quitó de encima de su mujer y cogió el desayuno mientras ella se incorporaba con la espalda en el cabezal y se ordenaba un poco el pelo. Colocó la bandeja sobre las piernas de ésta y se sentó enfrente.

Desayunaron animadamente, diciendo tonterías y entre bostezos monumentales por parte de Ruby. El sol entraba ahora directamente por la ventana rectangular del camarote y comenzaba a hacer calor allí, por lo que Steve abrió la puerta.
—¡Qué frío! —exclamó Ruby rápidamente.
—¡Qué exagerada! —rió Steve imitándola.
—En serio —replicó ella ceñuda.

Steve volvió y cerró la puerta. No quería hacer nada que disgustase a su esposa, no en esas vacaciones. Se merecían un descanso, sin duda alguna, un descanso del dolor, de la desgracia, de los recuerdos.

Habían pasado ya casi diez años desde que aquello ocurriera, pero aún notaba la sombra de la desgracia en los ojos de su mujer, en sus gestos, en sus palabras. Notaba su presencia, la persistencia de la muerte tras el alo de felicidad comprometida con el pasado que juntos habían estado intentado crear en los últimos años.

La mañana avanzó inundada de normalidad, silencio y tranquilidad. Después de desayunar permanecieron un tiempo más acostados, abrazados, escuchando el mar y el tímido murmullo del motor, hablando a ratos, callados la mayor parte de tiempo.

Las gaviotas seguían sus paseos sobre el mar, su caza, su vida en el aire, mientras Ruby besaba a su marido y salía de la cama para ir al cuarto de baño. Steve se quedó unos momentos más allí echado, pensando, recordando. Lillian, ¿dónde te has ido, preciosa?

Saltó de la cama y fue a observar la pantalla del monitor. Todo en orden. Llegada prevista en tres horas, lo justo para llegar al hotel, ducharse y salir a comer. Contento volvió al cuarto y se acercó al equipo de música. Abrió el cajón de los discos y estuvo un rato mirando. En tanto, Ruby salió del cuarto de baño, le miró, sonrió, y se acercó. Tras un rato discutiendo sobre qué poner, decidieron escoger a Ray Charles. Era un Grandes Éxitos de muchos años atrás, un par de discos viejos y muy usados cuya caja estaba más que rota.

En cuanto empezó a sonar What I’d Say, Ruby comenzó a menearse al ritmo de la música y a cantar por toda la habitación. Steve sonrió contento y se quedó mirándola desde donde estaba, temeroso de acercarse y hacerla parar. Ella, por el contrario, se fue acercando a él sin dejar de bailar e intentó arrastrarlo al ritmo, pero fue imposible.

—Sabes que no bailo —dijo él.
—¿Ni si te lo pido yo? —Ruby se fue aproximando a Steve sin perder el compás.

Tiró de él y lo consiguió separar de la pared. Ambos reían y, a pesar de no querer, Steve Horner terminó moviéndose patósamente junto con su esposa hasta que la canción terminó y comenzó la más tranquila Georgia On My Mind. Sus jadeos y risas sonaban sobre la música y apenas si le hacían caso, pero terminaron abrazados balanceándose con los violines.

Steve no creía poder haber alcanzado lo que tanto tiempo llevaba ansiando y buscando. Simplemente quería estar así siempre. Durante un momento se le pasó por la cabeza hasta la idea de reducir la velocidad del barco y alargar aquel momento todo lo posible, eternizar aquella canción, no salir de la belleza y la tranquilidad de aquel abrazo. Pero la canción terminó.

Ruby alzó la cara, mojada de lágrimas y le besó en los labios con una sonrisa.

—Gracias por convencerme para hacer este viaje —dijo.

Steve se limitó a devolverle el beso. Las manos de ella fueron bajando suavemente por su espalda hasta la cadera y allí se crisparon de repente, clavando las uñas en la carne. Steve no pudo evitar retirar su boca de la de ella, sorprendido por el dolor, pero Ruby no lo soltó, sino que siguió apretando. Tenía la cabeza hacia atrás, los ojos en blanco y la boca semiabierta.

Steve la zarandeó suavemente y le habló, pero su esposa no volvía en sí. Estaba tensa y temblaba, así que asustado la tumbó en la cama y la abofeteó. No funcionó. Aquello le parecía un ataque epiléptico, pero no había convulsiones, no había saliva, y Ruby nunca había sido epiléptica. Fue corriendo a la cocina, agarró la jarra de agua de la nevera y la echó sobre su mujer. Ahora sí hubo reacción, se movió como si hubiese recibido una descarga eléctrica y cayó de la cama por el otro lado al suelo.

Lloraba. Steve fue hacia ella y vio como se encogía. La llamó por su nombre mientras se arrodillaba a su lado y entonces vio la sangre. Salía de sus oídos y de su boca, también por la nariz, y le costaba trabajo respirar. Steve no sabía qué hacer, no podía creer lo que estaba viendo. Ruby levantó la vista y lo miró con unos ojos aterrados de pupilas dilatadas.
—¿Qué me pasa? —dijo escupiendo sangre y con una vocecita que hizo que el corazón de Steve se encogiera aún más —¡Ayúdame, Steve! —gritó —¡Ayúdame!

El contacto por radio con puerto fue rápido y conciso una vez hubo dado su nombre y el de su yate, así como su número de licencia.
—¡Llamen a una ambulancia!

Las luces rojas y blancas apenas se notaban en el brillante mediodía del puerto de Fiumicino. Junto a la ambulancia esperaba un coche de policía y un amplio número de curiosos, la mayoría extranjeros que pasaban por allí cuando se formó aquel circo.

El yate, que había convertido las tres horas restantes de viaje en una y media a toda velocidad, llegó al puerto finalmente y Steve saltó de él con la intención de atarlo, topándose con un par de policías que lo retuvieron rápidamente.

—¡No, por favor, ayuden a mi mujer! —gritó él a los agentes, que no parecieron entenderlo.

Señaló la ambulancia y el yate y entonces lo soltaron a la vez que un grupo de enfermeros se introducían, no sin cierta dificultad, en el barco con todo el equipo. Steve fue tras ellos y vio como atendían a Ruby, hablando entre ellos en italiano, y se desesperó al no saber qué estaba pasando.

—¿Habláis alguno inglés? —preguntó un par de veces sin obtener respuesta.

Abrieron una camilla plegable y la subieron con cuidado, él intentó ayudar pero uno de los enfermeros le paró y le dijo algo que no comprendió. La sacaron del yate y la metieron en la ambulancia, que rápida volvió a encender la sirena y comenzó a recular para entrar en la carretera.

—¡Esperen! ¡Esperen! —gritó Steve corriendo detrás del vehículo —¿Dónde la llevan? ¿Dónde llevan a mi mujer?
—¡Pare! —gritó alguien entonces tras él —¡Pare!

Steve se giró y vio a un policía que le seguía. Temeroso de verse en algún problema dejó de correr y vio como la ambulancia se perdía de vista tras una esquina. El agente llegó hasta él y se dobló sobre sí mismo, apoyándose sobre sus rodillas para coger aire. Era un hombre gordo, con poco pelo, vestido de chaqueta pero de manera desaliñada.
—¿Qué hace corriendo detrás de la ambulancia, hombre? —preguntó en un inglés bastante correcto.
—¿A dónde llevan a mi esposa? —preguntó Steve.
—Pues al Hospital Central.
—Llévenme.
—Primero tiene que pagar la tasa del puerto y registrarse —indicó el policía.


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