martes, 2 de septiembre de 2008

El Faro - Capítulo 9 (Parte 2)


Cádiz (II) (Parte 2)


Encontró la casa. Era grande, tres pisos, y muy antigua, con la fachada descascarillada y humedades por todas partes. Ahora la recordaba a la perfección, recordaba la sombra a la que corrían en refugio él y sus primos algunas tardes después de jugar al fútbol, recordaba la ropa tendida fuera de esas ventanas ahora cerradas, recordaba el piso. Buscó un interfono y no vio ninguno, así que golpeó la puerta con los puños, un par de veces. Era una puerta grande, de madera, robusta y sin tiradores, que parecían haber sido arrancados.


Llamó otra vez y escuchó unos pasos arrastrados. El corazón comenzó a latirle con fuerza. Se oyó el correr de un cerrojo, una cerradura que, chirriante, se deslizaba en su soporte y la puerta se abrió hacia dentro. Una mujer enorme, mayor, con la cabeza llena de rulos y en batín, apareció en el umbral sosteniendo un mando de televisión en una mano y un abanico de flores en la otra.

—¿Qué? —dijo abanicándose.

—Hola, yo me llamo Valkimer Swift —dijo Val en su torpe español —, mi abuelo vive aquí, y mi tío y mis primos.

—No —negó la mujer meneando la cabeza con una sonrisita.

—Sí, ¿Abraham Swift, Henry Swift?

—¡Anda! ¿Los ingleses? —dijo la mujer después de un buen rato en silencio y Val notó como la voz iba cada vez a más aguda —¡Calla, claro! Pasa, entra, venga.


Ambos entraron en un patio circular con una fuente en desuso y estropeada en el centro. Todo alrededor eran azulejos y plantas, vegetación de floristería que se alzaba casi hasta los balcones del primer piso. La mujer le hizo subir las escaleras tras ella a un paso patoso y cansado, lleno de jadeos. Val se conocía aquella escalera, el ruido de los pies sobre los escalones de mármol. A la mente le vino aquella noche de casi treinta años atrás en que bajara corriendo por allí mismo con sus primos, descalzos, emocionados, dirección al sótano.

­—Ya no hay nadie aquí —jadeó la mujer subiendo.

—¿Qué?

—Que se fueron hace casi quince años ya. Se marchó el abuelo, el Abraham, ¡qué buen hombre! —la mujer se santiguó —Y el Henry y los dos hijos se fueron a la semana siguiente.

—No puede ser —dijo Val en inglés, sorprendido.

—¿Qué?

—Que no lo sabía —chapurreó en español.

—Y se fueron bastante rápido, creo que los oí discutir y todo —habló la mujer asintiendo —. Una cosa está clara, desde luego, contentos no estaban, y muy tranquilos tampoco.

—¿Nerviosos? ¿Asustados? —le costaba concebir al abuelo Abraham asustado.

—Pues sí, pero antes de irse… —la mujer bufó y se siguió abanicando —El Henry me dejó una cosa, unos papeles en una carpeta.

—¿Papeles?


Llegaron al rellano del tercer piso, el que había sido de su abuelo, y la mujer se apoyó en la puerta, jadeando y abanicándose, el mando de televisión aprisionado en un puño grasiento.

—Hazme el favor y coge la llave de esa maceta —la mujer señaló con la cabeza una maceta que colgaba sobre ellos del techo y que permanecía vacía.


Val no la entendió del todo pero consiguió adivinar más o menos lo que quería decir, así que se puso de puntillas y metió la mano en la maceta, allí encontró un juego de llaves que sacó y reconoció al instante. Eran unas llaves muy antiguas y muy grandes, unas llaves que Val alguna vez había usado para entrar por la misma puerta que tenía delante.


Así que intentó recordar cuál era la que debía meter por la cerradura pero, antes de que llegara ahí, la mujer se las arrebató de las manos y abrió rápidamente los cerrojos y la cerradura principal, abriéndose la puerta en silencio, con un mínimo crujido en los goznes. Una nube de polvo se alzó en el rellano a la vez que la mujer hizo su rápida incursión al interior. Val creyó lo correcto esperar fuera.


La señora no tardó en salir sosteniendo un sobre grande en la mano misma del mando. Salió murmurando algo que Val no entendió y cerró con fuerza tras ella, volvió a echar todas las llaves y luego se las dio a Val señalándole de nuevo la maceta.


Bajaban de nuevo las escaleras, ahora más lentamente todavía, cuando le mujer le tendió el sobre sin decir palabra y Val alargó la mano para cogerlo. El papel no crujía, estaba incluso húmedo, y no pesaba, era un sobre fino, debía haber poco dentro de él, pero decidió no abrirlo en ese momento.


Llegaron de nuevo al patio y la señora sudorosa lo acompañó hasta el portón, lo abrió de un tirón y dejó que Val saliese.

—Muchas gracias —dijo Val sonriente.

—De nada, venga, hasta luego.


La mujer comenzó a cerrar la puerta pero Val puso el pie interceptando, gesto que pareció contrariar y asustar a la señora.

—Una pregunta —Val tosió —, ¿qué pasó con las cosas del sótano?

—Se las llevaron —respondió brusca.

—¿Todas?

—No, algunas las quemaron —la mujer comenzó a hacer fuerza con la puerta hasta que Val se vio obligado a quitar el pie y el portazo resonó en la calle desierta.


Eran las cinco de la tarde cuando Val abrió el sobre sentado a la sombra en las gigantescas raíces de uno de los ficus de la Alameda, junto a una fuente antigua de mármol y frente al azul mar.. No se atrevió a meter la mano ni a tirar de los papeles por miedo a despedazarlos, así que fue rajando el sobre poco a poco, con cuidado, hasta quitarle las tapas, y luego se deshizo de los bordes. Ante él quedó un papel tamaño folio muy doblado que, lentamente, fue abriendo.


Era un mapa. ¿Otro?, sonó en su cabeza. Otro. Pero este parecía uno de verdad, y de los antiguos, hecho a mano, sin colores, solo un mapa del mundo. Cuando lo tuvo completamente desplegado descubrió la inmensidad del mismo y se sorprendió al ver que podría taparse entero con él.


En tinta roja se marcaban líneas discontinuas que iban de un lado a otro, marcando puntos con equis en diferentes continentes. Val paseó la miraba por allí un poco decepcionado y tuvieron que pasar veinte minutos para que se diera cuenta de adónde había ido a para su mano. La retiró con cuidado y se acercó el mapa a los ojos, incrédulo. Aquello tenía que ser una broma, o una señal muy clara. Una línea casi recta que viajaba en dirección este desde Cádiz hasta un punto en Terranova, un punto mil veces rodeado en rojo, con otras cuantas flechas que apuntaban hacía él y en el que se leía, en letras mayúsculas, sobre otros nombres tachados, St. Streepenharred.


El murmullo de las olas en la noche rompiendo tranquilas contra el espigón de rocas como único acompañante y su cabeza llena de pensamientos y recuerdos. La luz del faro girando en su torre, allí, lejos en su castillo, visible sobre el negro mar. El olor de la noche sureña, el calor húmedo mezclado con el frescor de las aguas tranquilas. Val podría haber encontrado el sitio más pacífico del mundo, pero algo le saltaba de un lado a otro en la cabeza.


St. Streepenharred. ¿Sería el mismo St. Streepenharred del mapa dibujado que encontrara tantos años atrás? Estaba bastante claro, era la única prueba que tenía pero, porque demonios no aparecía aquel pueblo en los mapas normales ni en las cartas marinas, ¿ya no era un puerto activo? Desde luego, tanto el dibujo como el mapa que acababa de recibir daban a entender lo contrario.


Tenía que ir entonces a St. Streepenharred. ¿Para qué? Le preguntó su mente. Verdad. ¿Qué era aquello que le hacía desear con tanta ansia llegar a aquel punto? ¿Por qué, desde que viera aquel mapa tan simple, aquel dibujo tan antiguo, había necesitado ir a la búsqueda, encontrar ese punto en la realidad, ver a qué y por qué se refería aquello?


Se encendió un cigarrillo y aspiró profundamente el humo mientras se acomodaba entre las rocas. Era una noche despejada, el cielo estaba desnudo y visible desde la oscuridad. Inmensa gala de estrellas, infinito manto de luces inalcanzables que siempre, desde que las mirara siendo un mocoso, le habían hecho sentir lleno de esperanza, de futuro. Mirar hacia las estrellas le hacía preguntarse cuan cantidad de cosas le quedarían por saber antes de morir, cuántas veces más alzaría el rostro hacia el cielo y las vería y en cuántas diferentes situaciones.


Pensó en el barco, en el CATAMARÁN III. Llevaba muchos años allí, muchos años conociendo al Capitán Horner. Quizás podría proponerle un viaje expedicionario a Terranova con la excusa de encontrar nuevos bancos de peces, nueva caza, más dinero. El Capitán era una persona amable pero muy profesional, sabía hasta donde debía llegar y siempre conociendo de antemano los beneficios que aquello pudiera repararle.


Un cangrejo negro y del tamaño de su mano se acercaba lentamente a su pie y Val lo miraba sumido en sus pensamientos, sin prestar atención. Lo dejó acercarse más y prestó atención a cómo se reflejaba la luna sobre su húmedo caparazón. Pero aún así no era bonito, seguía pareciéndole amenazador con sus pinzas. ¡Vaya un marinero estoy hecho!, pensó divertido. Lo agarró entre sus manos y antes que pudiera hacer nada notó el pinchazo en la palma.

—¡Hijo de puta!


Alzó el brazo y lo lanzó con fuerza al agua, lejos, cerca de un cuerpo que flotaba boca arriba sobre la superficie del agua, inerte.


Val saltó un par de rocas y llegó hasta el borde del espigón, miró con atención y siguió viendo lo mismo. No era ninguna bolsa de basura en posición extraña, no era ningún animal muerto, era un hombre, joven, que no se movía y al que las aguas mecían lentamente, a su antojo.


Val se lo pensó. ¿Saltar o no? Miró su mochila con todas las cosas, el mapa antiguo, el nuevo. Miró de nuevo el cuerpo. ¿Dónde estaba? Nervioso buscó por todas partes y lo encontró entonces pegado a las rocas, estaba bastante cerca. Val saltó unas cuantas más y llegó hasta la última fila de rocas junto al agua. Desde ahí podría llegar sin problemas al cuerpo. Estiró los brazos una vez se hubo ubicado bien sobre las piedras y agarró la chaqueta del joven. ¿Era chino? Tiró de él y vio que si lo hacía así le destrozaría la espalda.


Veinte minutos después, y con todo el cuidado del mundo, depositaba el cuerpo mojado sobre la arena, fuera ya del espigón. Creía que se mataba mientras cargaba al joven por aquellas rocas. Desde luego se sentía orgulloso de sí mismo por la difícil tarea que había llevado a cabo. Y el joven, de rasgos orientales, estaba vivo, pero no consciente.


Sacó la botella de agua de su mochila y luego pensó que no era eso precisamente lo que le hacía falta. Tenía que haber otro modo. Lo abofeteó con fuerza un par de veces y no ocurrió nada. Entrecruzó entonces los dedos de una mano con los de la otra y descargó un duró golpe en pleno tórax del joven oriental.


A continuación recibió un puñetazo en la mandíbula y cayó de lado en la arena viendo luces y sintiendo los latidos del corazón en la cara. ¿Qué había sido eso? Agitó la cabeza hasta que se recuperó del golpe y miró hacia el joven. Éste estaba de pie, tambaleándose un poco y mirándolo con desconfianza.

—¿Hola? —saludó Val en español moviendo una mano.

—¿Dónde estoy? —preguntó el joven en inglés.

—¿Eres inglés? —ahora también en ese idioma.

—¿Dónde estoy?

—Estás en Cádiz.

—¿En Cádiz? —el joven no parecía entender.

—España.

—¡Sé dónde está Cádiz! —estalló — Pero no puedo estar en Cádiz, hace un momento estaba en medio de… —el joven miró al cielo y pareció quedar abatido — No puede ser, ¿qué está pasando aquí?

—Hace media hora te encontré flotando en el agua, inconsciente.

—¿Qué día es hoy?

—Pues… —Val lo pensó un momento — 23 de Junio.

—¿Qué hora es?

—Casi medianoche.

—No es posible —gritó el joven.

—¿El qué no es posible?

—Que zarpara en un barco desde… —la cara se le ensombreció un momento — pero entonces…

—Pero entonces, ¿qué? —Val se lo quedó mirando, el joven parecía estar en trance.

—¿En qué año estamos?

—¿Qué? —Val comenzó a reírse mientras se ponía en pie — Dos mil ocho.


El joven no dijo más.


No tenía dónde pasar la noche. Y ahora llevaba con él a un joven agresivo de rudos rasgos orientales y que no decía ni una palabra. Ambos andaban en silencio por las calles desiertas, haciendo que los pocos con los que se cruzaban cambiaran de acera. Desde luego no tenían nada que temer. Andando llegaron a un Hostal de dos estrellas en el que los recibieron con mala cara, por la hora, desde luego, y en donde Val pagó por la estancia de ambos en dos habitaciones separadas. No sabía porqué estaba haciendo aquello, pero no quería dejar a aquel tipo desorientado recorriendo las calles de la ciudad. No en la noche.


En cuanto amaneciera recogería sus cosas en silencio, dejaría algo de dinero para él en recepción y se iría por dónde había venido. Pero ahora tocaba dormir. Dormir y esperar que llegara la mañana.

—¿Hola? —sonó una vocecita en la oscuridad.


El susto que se llevó Val le hizo saltar de la cama y no calcular distancias ni movimientos, porque cayó de bruces contra el suelo. En la oscuridad no vio nada, solo dos brillantes ojos fijos en él desde la puerta.

—¡Socorro! —gritó Val aún con el corazón latiéndole fuertemente.

—¡No, por favor! —suplicó la vocecita.


Val llegó a la luz de la mesa de noche y apretó el botón, consiguiendo una tenue iluminación amarilla sobre la habitación. Allí estaba la niña, con su vestido azul, descalza y el pelo liso muy bien peinado hacia atrás. Allí estaba su visión, su más dulce pesadilla, tan real como siempre.

—¿Cómo has entrado?

—Tienes que escucharme —dijo la niña asustada, en voz baja.

—¿Quién eres?

—Escúchame. —la niña alzó las manos para calmarlo y hacer que se callara — ¿Me harás caso?

—¿Que te haga caso?

—Sí. No puedes abandonar a Yunk. —dijo.

—¿Quién es Yunk?

—Es el hombre que has recogido esta noche del agua —respondió la niña.

—¿Por qué? ¿Te envía él? ¿Lo conoces?

—No puedes hablarle de mí.

—Pero, ¿quién eres?

—No creo que deba decirte nada sobre eso. Pero tienes que hacerme caso o todo saldrá mal, ¿lo entiendes?

—¿Qué tiene que salir mal?

—Lo siento.

—¡Explícate, maldita sea!

—Lleva a Yunk contigo al CATAMARÁN III.


Ahora Val sí que no fue capaz de articular palabra, boquiabierto como estaba.

—Tienes que llevarlo contigo, tiene que quedarse contigo en el barco los próximos tres años —la bombilla de la luz de la mesa de noche explotó y ambos, Val y la niña, pegaron un grito —. Por favor. Por favor.


Val se puso en pie como pudo y tanteó en la pared en busca del interruptor. Cuando lo accionó y la luz se encendió supo lo que iba a encontrarse con él en la habitación. Nada.


..............................................................


Ahí estaba, el CATAMARÁN III, atracado en puerto, y el hombre que lo miraba desde las tablas, el Capitán Horner. A Val no le costó mucho trabajo convencerle para que contratara a Yunk como peón o ayudante de maniobras. El joven era fuerte y valía, además parecía poseer bastante experiencia en aquel tipo de trabajo; pero, cosa que le extraño a Val, aunque no creyó conveniente aclarar, hizo como si no conociera el idioma más que lo justo. Val pensó que aquel Yunk era un tipo curioso.


Esa misma mañana, poco antes de que el barco zarpara destino México, Val sintió que algo explotaba en su interior cuando oyó que el capitán le preguntaba el nombre completo a Yunk y este respondía:

—Shiosai, Yunk Shiosai.




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martes, 26 de agosto de 2008

El Faro - Capítulo 9 (Primera parte)



“Cádiz (II)”

(Parte 1)

23 de Junio de 2008
12:00 PM
Cádiz, España



Realmente le gustaba esa ciudad. El brillo que el sol ejercía sobre el mar, el olor de éste, su esencia inundando la antigua metrópoli desde sus más rústicos muros hasta los nuevos edificios de Puerta Tierra. Sentía la humedad caer sobre su cuerpo, sentía como su humor mejoraba a medida que se iba internando en la ciudad a través del puente Ramón de Carranza, dejando atrás, según avanzaba cargando con su caña y una pequeña maleta, al resto de pescadores que desde muy temprano aguardaban coger algo de lo que sentirse orgullosos. Los coches pasaban rápidos en ráfagas de reflejos deslumbrantes y rugidos que morían al nacer a su lado. Sonrió y se colocó bien las viejas gafas de sol. El sombrero de paja roto le caía hacía atrás, permitiendo que el sol le diera bien en la cara curtida; su camisa de lino abierta dejaba ver un pecho cubierto de vello envejecido y unos músculos en decadencia aunque marcados por la sombra del ejercicio de un tiempo anterior… cuando el mar daba trabajo de verdad…

Entró en la Avenida por la zona de Cortadura, dejando atrás la Residencia Militar, observando, mirando con atención el cambio. El Pabellón Polideportivo “Ciudad De Cádiz”, en la entrada de la ciudad, ya no existía, caído bajo su propio peso, cedido al embate del mal tiempo del último año, con una debilitada estructura interior, y con el fantasma de una desgracia masiva que había arrastrado, o mejor dicho enterrado, a gran cantidad de jóvenes y niños bajo sus piedras. Todo estaba limpio de escombros y no pudo resistir el acercarse a preguntar; la última vez que estuvo allí aquello seguía en pie, resistiendo, dando cobijo a deportistas. Pero había pasado tanto tiempo.

Sin pararse una sola vez más, sintiendo el soplo de la brisa a través de las callejuelas oscuras y frescas que desembocaban desde la Avenida en la playa, llegó hasta la zona del Estadio, donde paró en un bar lleno tan solo de hombres. Ni una cara se volvió al entrar y nadie posó su mirada en él más de cinco segundos. Como pudo se acercó a la barra y llamó la atención del camarero levantando una mano, cuando el hombre, gordo, calvo y con un inmenso bigote bajo la nariz se le acercó canturreando, le pidió, intentando disimular su acento extranjero todo lo posible, un vaso de vino.

—¿Qué vino?
—Que-vino, sí. —respondió Val sin saber muy bien qué le había dicho aquel hombre.
—¿Que qué vino quieres? —dijo medio gritando, sonriéndole, el camarero.
—Vino rojo, por favor.
—Los guiris estos… —y se alejó silbando y arrastrando los pies.

Con el vasito de vino le arrojó un plato de aceitunas de color verde esplendoroso que devoró con avidez, contento, saboreando el relleno y mordiendo bien el hueso hasta dejarlo desnudo. Pagó con un billete de cinco euros y el camarero le devolvió una oxidada moneda de cincuenta céntimos sonriendo contento. Val pensó que le acababan de timar, pero en lugar de quejarse dio media vuelta y salió con mal sabor de boca, no quería llamar la atención, y un guiri, como llamaban allí a los extranjeros, no se queja, paga y sonríe, sumiso a la intención malvada del comerciante.

Cogió por una calle, yendo contra el viento caliente que ascendía en nubes de arena y porquería sobre la acera, hasta el Paseo Marítimo y siguió el camino recto por éste hasta toparse con los restos de la famosa escalera de caracol que tantas veces bajara de pequeño; ahora ya solo la gruesa columna sin escalones se erigía sobre la base de piedra y la blanca cabeza de ésta permanecía mancillada con cantidad de firmas en spray y estúpidos símbolos. Poco más adelante presenció el espigón y el pecho se le infló con la emoción, con los recuerdos, una imagen a través de un olor, una sensación de bienestar que le provocó un cosquilleo por toda la espalda y le hizo reír. No podía creerse en aquel lugar otra vez. La caña de pescar en la espalda le comenzaba a pesar y el calor del creciente mediodía caía a plomo sobre su cabeza. Se quitó el sombrero y empezó a abanicarse con él, divertido por las miradas que le dedicaron un par de mujeres mayores que pasaron junto a él en ese momento, iban en sendos chándales de colores chillones y sudaban el maquillaje alzando las manos al ritmo de una ridícula marcha.

La playa no estaba muy llena, miraba desde su posición elevada y veía, a lo largo de toda la costa, grupitos de gente, alejados los unos de los otros, bien diferenciados, algunos bañándose, otros tomando tan solo el sol, mujeres abrasando sus cuerpos desprotegidos de bikini alguno y unos cuantos jugando en la larga orilla. El mar estaba calmado, la marea estaba subiendo y las olas, bajas, rítmicas, espumosas, acariciaban los cuerpos que se internaban entre ellas en la inmensidad del mar. Poca gente para ser Junio, un esplendoroso domingo de Junio.

Siguió el mismo camino hasta pasar el segundo espigón, perder de vista la playa y dejar atrás el Pirulí, ya fuera de funcionamiento alguno y en pie aún gracias a la pobre atracción turística que suponía el subir y ver la Tacita de Plata convertida en triste cobre macilento. Internándose en el casco antiguo por el Campo del Sur, desde donde una maravillosa vista del intenso mar azul brillando le hizo entornar los ojos y bajar el ala del sombrero hasta la altura de su nariz, caminó entre paseantes de perros y deportistas, viendo grupos muy numerosos de gatos que se movían furtivamente entre los bloques más elevados pegados al muro desde el mar, y llegó, al cabo de un rato, a la Puerta de la Caleta, donde comenzaban tanto la playa del mismo nombre como el Paseo Fernando Quiñones, que llegaba, elevándose en zonas a modo de puente canal, hasta el Faro. Atravesó el portal, el arco en el blanco muro, tras cual hombres descamisados, colorados por el sol y el vino y con voces roncas discutían sobre algo que no llegó a comprender, apoyados en la inmaculada pared y sobre el fresco mármol que componía unos improvisados banquitos a los lados.


Hundiendo complacido los pies en la arena caliente, una vez se hubo quitado de golpe las botas, llegó hasta las piedras que conformaban el suelo del camino que nacía bajo él e iba a parar, serpenteando de manera leve, al castillo, al lugar donde el Faro de Cádiz residía hacía siglos y siglos. Siempre le había interesado la historia de aquel Faro, desde que su abuelo se la contara siendo él niño, mucho antes de que encontrara aquel mapa y la foto. Algunos turistas más paseaban por allí, observando el mar, la gente en La Caleta, las gaviotas volando sobre sus cabezas, las lanchas de rescate yendo de un lado a otro sin mucho que hacer, los viejos que pescaban en calzoncillos en la orilla con las cañas hundidas por el mango en la arena y todos se recreaban en el magnífico tiempo que les rodeaba alzando a veces la cara al cielo límpido celeste y aspirando todo lo posible el aroma de la sal y la tranquilidad de aquel lugar, lejano a la guerra que se desataba por el resto de Europa y que estaba amenazando causar estragos en unos Estados Unidos más inestables que nunca.


Val recorrió las tres cuartas partes del largo camino observando las numerosas barcas flotando, atadas, sobre las tranquilas aguas de la Caleta, y se sentó a descansar a la sombra de una casa de piedra que Val intuyó como una especie de antigua aduana previa al castillo. La puerta estaba sellada con una plancha de metal muy gruesa que cerraba con un enorme candado; no se veían ventanas entre las piedras que componían su austera estructura. Apoyó la espalda sobre el muro frontal y miró entre el sudor que le caía desde la frente por las cejas hacia el faro. El mismo desde 1766, de piedra, blanco entero, bien asegurado tras los muros del castillo, protegido de la furia del mar, imponente en sus cincuenta metros de alto y, en esos momentos, sumido en el más profundo de los sueños. Solo al anochecer abriría su ojo, su ojo de oro… Se incorporó lo suficiente para poder quitarse la mochila y colocarla entre sus piernas. Abrió la cremallera lentamente, con cuidado, y del interior sacó una botella de agua de dos litros de la que bebió largamente, refrescándose. Dejó la botella casi vacía a su lado y metió la mano en la mochila para sacar ropa arrugada y sucia y tras ésta un fino cuaderno tamaño folio y una especie de piedra envuelta en papel de periódico.

Se acomodó colocándose la mochila a la espalda y, habiendo soltado el cuaderno en el suelo entre sus piernas, desenvolvió el bulto. Un fuerte olor a caballas y mayonesa le llegó a medida que descubría el aceitoso bocadillo informe y sintió como su boca comenzaba a segregar saliva cuando lo atacó con ansia, arrancando un pedazo enorme de una dentellada en la que oyó crujir la lechuga que, oculta, se fue enterita con el primer bocado; odiaba que le pasase aquello.

Aspiró profundamente por la nariz y le llegó la esencia del mar una vez más, el verano en su cabeza, en su pecho, perceptible por todos los sentidos. Abrió el fino cuaderno que había sacado de su mochila y de entre sus páginas garabateadas con una horrible letra ininteligible para cualquiera que no fuera él mismo extrajo unas hojas amarillas, antiguas, un papel más grande doblado por la mitad que abrió al cerciorarse de que nadie cerca de él podría echarle un vistazo. Era un mapa. Un mapa viejo, carcomido por los años y que, además de encontrarse en mal estado, era imposible de descifrar. Las notas y apuntes ya escritos en él cuando Val lo encontró estaban hechos en inglés, pero, aunque siempre había creído que se trataba de una carta marina muy rústica, había llegado a pensar, con el paso de los años, que no se trataba de otra cosa más que de un mapa dibujado de la manera más simple posible. No había forma alguna aplicable a la realidad geográfica de ninguna ciudad, lo había investigado. No había signos cardinales ni la sombra de un continente conocido, solo el dibujo de dos barcos que parecían hundirse en un mar tormentoso, un faro muy grande sobre un peñón inmenso de rocas y tierra y más tierra que se extendía hasta acabar en el margen derecho del papel.

En el mar, en cuyo centro flotaban los barcos, aparecían cabezas de ballenas saliendo a la superficie desde varios sitios, luego había un hombre de rasgos orientales dibujado sobre el barco de mayor tamaño, cargando un arpón antiguo y con un nombre sobre su cabeza, “señor Shiosai”. El señor Shiosai señalaba con una mano hacia el margen izquierdo y sobre su mano se leía “Yubarta”. Val había investigado, las yubartas eran un tipo de ballenas altamente protegidas y casi extinguidas ya de la faz de la tierra, los últimos ejemplares se encontraban en reservas naturales, pero aquel mapa, por llamarlo de alguna manera, tenía muchos años. Sobre el barco pequeño no había nombre alguno, nada, sin embargo había sido rodeado con tinta roja una y otra vez, hasta el punto de haber rasgado el papel. Líneas direccionales iban y volvían del barco grande al pequeño y varios interrogantes los rodeaban. Encima del faro se había escrito la advertencia que desde un primer momento había llamado la atención de Val: “Cuidado con el Ojo de Oro”; bajo ellas, un nombre: “Umberto”. Más allá del faro, en las extensas tierras, entre las casitas dibujadas en las montañas, ponía, sobre una flecha que señalaba hacia abajo, “Hijos de Lorrel”. Dominando, desde lo más alto del papel, como si fuera un título, otras dos palabras sobre un paréntesis que pretendía abarcar desde el faro hasta el final de las tierras, St.Streepenharred.

Val no había entendido nada la primera vez que cogiera aquello, pero algo le había impulsado a creerlo, a retenerlo, a adorarlo y a intentar comprenderlo. De su último viaje con el Capitán Horner a las costas españolas, a Valencia, había robado unas antiguas cartas marinas con las que pretendía comenzar la investigación. Solo después de tres semanas en alta mar había podido conseguir un permiso de un mes, tras el cual se reencontraría con él y el resto de la tripulación en Portsmouth, Inglaterra, a donde llegaría saliendo desde un puerto francés en Ouistreham, en Riva-Bella. Era una línea directa y apenas tardaría unas horas en alcanzarlos. Tenía todo pensado y el dinero justo para realizarlo. Hay miles de puertos llamados St. Lo-que-fuera, pero ninguno llegaba siquiera a parecerse a St. Streepenharred. Pensó que podría haber cambiado de nombre en los últimos años, pensó que podría ser una errata o incluso un nombre inventado, aunque algo le decía que no, que siguiera buscando. Ya tenía por donde empezar, desde luego, pero entonces, a punto de coger un tren que le llevara a través de las montañas a Portugal, a hacer una interesante visita, una idea había estallado en su cabeza, brillando como el sol que en aquel momento se movía lentamente de un agitado mediodía a una tarde silenciosa.

Terminó su bocadillo y calmó la sed con lo que le quedaba de agua, luego sacó las cartas marinas y estudió durante un rato las cruces que había ido colocando sobre todos los ciudades portuarias que habían cambiado de nombre en los últimos cincuenta años, datos que había encontrado en los mapas de la base de datos del Centro Náutico Pesquero de la Comunidad Valenciana. Arriba, al igual que aparecía en su mapa, había escrito con la mejor letra que pudo, en mayúscula: “CUIDADO CON EL OJO DE ORO”. Lo guardó todo en la mochila casi con cariño, como un niño guardaría un muñeco nuevo en su caja después de jugar con él con el fin de conservarlo un poco más, se levantó haciendo muecas, obligado a apoyarse en la pared por el adormecimiento de las piernas, y siguió el pequeño trecho que le quedaba hasta la puerta del castillo. Eran las tres y media de la tarde cuando golpeó con el puño la puerta unas cuantas veces. No encontró ningún cartel en el que se especificara el horario de visita y le fastidió no obtener respuesta. Llamó algunas veces más y encontró ridículo el gritar. Se asomo al foso que separaba la parte final del camino con la entrada del castillo, creando así realmente un puente bajo el cual a veces solían pasar algunas lanchas de salvamento, y vio la alta marea golpeando las rocas con suavidad, arrumacos de la naturaleza que para él a veces habían sido empujones al abismo del mar más negro en la tormenta más desagradable que hubiese soportado en todos sus años como marino pesquero. Cierto era que venía de familia la labor unida al mar, pero uno de sus mayores alicientes había sido aquel mapa, aquel dibujo que encontrara en su infancia y que le impulsara a soñar, a imaginar aventuras y peligros más allá de los reales.

Su visita a Cádiz estaba justificada, por supuesto, pero ahora que se encontraba allí le faltaban las fuerzas para seguir adelante. El temor, producto del tiempo pasado, había hecho mella en su confianza, y los años habían trazado absurdas líneas de complejidad sobre el asunto. Más de veinte años sin verse las caras era demasiado tiempo para ahora poder volver como si tal cosa. Pero tenía que hacerlo.

Cogió un autobús frente a la Caleta y viajó en dirección al centro, bajándose poco antes de llegar a la Plaza España e internándose por una de las callejuelas frías de la ciudad. Olía a orina y comida. Nadie a la vista. Las casas antiguas parecían querer morir, se inclinaban unas sobre las otras, casi cerrándose al cielo.

Buscó, intentando recordar, necesitaba llegar a la casa. Anduvo una media hora hasta que se dio cuenta de que iba mal encaminado y corrigió su ruta, tomando ahora por otro desvío que le refrescó la memoria. Sí, el había pasado sus veranos andando por esas calles con sus primos. Su abuelo, sus padres, sus tíos y sus primos, todos juntos, en la playa, en la ciudad del verano, descansando de la tragedia de un padre aficionado a la bebida y al poco trabajo y una madre fría y cada año más seca con ambos.

Por un momento, Val volvió a Cork, Irlanda, a su lluviosa infancia en el puerto, ayudando a su padre a amarrar las barcas que iban llegando para llevar dinero a casa. Y allí su madre esperando, con los ojos colorados de llorar, fumando y sin nada que cocinar. Pronto esta imagen se transformó en algo más cálido: su madre tumbada en la arena con un camisón blanco sonriéndole a él y su padre, que hacían tonterías en la orilla con los primos y su tío Henry, el triunfador.

Por lo que Val sabía, ambos, su padre y Henry, habían salido de Cádiz alistados en los marines por orden del padre de ellos, el abuelo Abraham, y luego cada uno había tomado su propio rumbo. Luego estaba el abuelo Abraham, como lo echaba de menos. Tenía asumido que debía haber muerto muchos años atrás, pero aún así sonrió al recordar su sótano, la cantidad de cajas misteriosas que allí tenía apiladas y las tardes que él y sus primos solían pasar entre ellas, buscando “tesoros”, como ellos decían, hasta que un día Val encontró el mapa y la foto y se las guardó sin decir nada.

Y ahora volvía buscando una explicación.


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miércoles, 20 de agosto de 2008

El Faro - Capítulo 8 (Parte 2)

Banderas (Parte 2)


Washington Distrito de Columbia
Capital de los EE.UU
25 de noviembre de 2009
15:10

Dio un pequeño respingo, pero se controló y volvió el rostro hacia delante. Ya la había visto antes, pero hasta ahora nunca había sentido cómo le tocaba. Cerró los ojos con fuerza, con la esperanza de que aquella ilusión desapareciera. Pero cuando los volvió a abrir, no sólo no había desaparecido, sino que además la niña del vestido azul se abalanzó sobre él y le abrazó.
—¿Pero qué haces? —dijo Mel, intentando zafarse de ella—. Déjame, tengo que salir de aquí.
—¡No me dejes sola! —chilló la niña.

Se dio cuenta de que estaba llorando. Melvin la aguantó presionándola junto a su cuerpo y corrió a través de un humo que poco a poco se fue haciendo menos denso. Por fin alcanzó el pasillo que llevaba a una de las salidas, donde la gente corría a la par suya. Tuvo la suerte de no toparse con ningún antidisturbios en él, no sabía si llevar a una niña pequeña en brazos era garantía suficiente para que no hicieran nada. En el corredor varios estudiantes preguntaban desconcertados por lo que había pasado; Mel afianzó el paso y continuó sin darles una respuesta.

Cruzó el vestíbulo y en la calle se encontró lo que temía: Cientos de policías se batían contra miles de manifestantes. Empezó a bajar por las escaleras de acceso a la Biblioteca y faltó poco para que unas balas de goma le dieran, pasándole rozando muy cerca. Una decena de policías se abalanzaron hacia los que salían del edificio. Dos de ellos fueron directamente a la dirección en donde se encontraba Mel. No se quedó quieto, bajó los escalones en diagonal, esquivando los cuerpos derribados y las balas que le lanzaban. Otro antidisturbios se le acercó desde atrás con la porra en alto; pero él se impulsó con el pie y alcanzó la acera saltando los escalones que le restaban. Con el peso de la niña cayó mal y se hizo daño en el tobillo. Se tambaleó y estuvo a punto de caerse, aunque consiguió mantener el equilibrio y siguió cojeando hacia delante, pasando entre el cruce de ambos bandos. Una bala le silbó muy cerca y tuvo el presentimiento de que no era una aturdidora. El corazón se le aceleró más de lo que estaba y comprobó si su pequeña acompañante estaba herida; no tenía ni un rasguño, pero el pulso no le volvió a bajar.

De repente sintió como si lo hubiese atropellado un autobús y cayó de bruces al suelo. La niña se deslizó de sus brazos y rodó por la acera. Un agente había cargado con el escudo antibalas contra él, y ahora estaba en posición dominante sobre él con una escopeta en las manos. No podía hacer nada, si intentaba escapar sólo empeoraría la situación. Era imposible saber la expresión que tenía el agente, escondido tras su casco de protección. Quizás sentía júbilo al notar el miedo y la ansiedad de Mel; o también podría no sentir nada, como un robot que debía hacer su trabajo. Esa inexpresión e incertidumbre era lo que más le asustaba, el no saber si le iban a hinchar a palos o le iban a meter un tiro entre ceja y ceja. No le dio tiempo averiguarlo. El agente tras el casco, cayó fulminado al suelo; el hombre que se escondía tras el, que quizás sólo deseaba llegar a su casa y ver a su familia, murió cuando un manifestante le disparó con un fusil.

Mel no se quedó allí para darle las gracias, hizo una esfuerzo por levantarse y miró hacia un lado y a otro, buscando a la niña. Allí estaba, con los ojos llorosos y levantando los brazos hacia él. La volvió a coger en brazos, y entonces se dio cuenta lo que le dolía el lado izquierdo del costado y el hombro, tras el choque que acababa de recibir. Siguió corriendo, casi pegando saltos por el dolor del pie, en dirección al Congreso a través del enorme parque que se extendía a través de él.

Poco a poco fue dejando atrás la zona de pelea y, cuando se hubo asegurado de que no corrían peligro, paró en seco y dejó a la niña de pie en la hierba. Mel se sentó con cuidado y comprobó si había sufrido daño importante. Tenía el tobillo hinchado, pero si no lo apoyaba en el suelo podía soportar el dolor. Más grave parecía el morado que se extendía por todo el costado izquierdo, era probable que se le hubiera fracturado alguna costilla. Su hombro parecía haberse dislocado y en la espalda sentía una fría punzada. La sangre de la nariz ya se le había secado, pero no se atrevió a tocársela por si volvía a saltar la hemorragia. Miró a la niña, cuyos ojos estaban a su altura, aún estando ella de pie y él sentado. Había salido totalmente ilesa y todavía tenía los ojos llorosos, pero al haberse acabado el peligro le sonrió. Mel no se la devolvió, aún no estaba en condiciones de mover ningún músculo que no fuera necesario.
—Gracias, Mel —dijo la niña del vestido azul.
—¿Sabes cómo me llamo? —titubeó Mel mientras aumentaba su miedo, pues aquello le había pillado desprevenido.
—Claro —exclamó riéndose.
—Estás en mi imaginación, ¿no? —preguntó, aunque sin esperar una respuesta satisfactoria.
—Me haces mucha gracia.
—¿Te importaría volver a mi cabeza?

La niña volvió a reírse, pero esta vez se echó hacia atrás y se quedó tendida en la hierba mientras daba patadas y puños en el suelo. Mel no sabía hasta qué punto era peligroso seguir hablando con aquella niña, en el caso en que fuera producto de su mente. Había conocido casos de compañeros que tuvieron que ingresar en un psiquiátrico por esquizofrenia. Por otro lado si resultaba que aquella niña era real, o que al menos no provenía de su cabeza, el asunto era incluso más grave.

Respiró hondo, no estaba seguro si podía asimilar aquella situación.
—¿Qué quieres? —preguntó con la esperanza de que pudiese zafarse de ella dándole cualquier cosa que pidiese.
—No lo sé.

Ahora era ella la que estaba un poco desconcertada, se incorporó y se mantuvo sentada con las piernas cruzadas. Mel miró hacia otro lado, por si acaso desaparecía mientras no la observaba. Pero no fue así, volvió a hablarle, y esta vez con una pregunta más desconcertante que las anteriores.
—¿Conoces a Grace?

Mel se dio por vencido, pero lejos de desvanecerse, pensó que si respondía a sus preguntas y le seguía el juego podría hacerla desaparecer. “Debo estar loco”, murmuró en voz alta. La niña levantó levemente sus largas pestañas hacia él, pero no dijo nada y esperó a que Mel dijera algo más.
—Conocí a una Grace —murmuró con lentitud, como si le costaran cada una de las palabras—, hace mucho tiempo.
—¿Cuánto tiempo?
—El mismo que hace desde la primera vez que te vi..
—No entiendo.
—Ni yo.
—Su papá se llama Garrida —dijo la niña tras un prolongado silencio.
—¿De dónde sacas ahora ese nombre? —preguntó Mel a media sonrisa— No, el padre de la que yo conozco me... un momento.
—¿Qué pasa? —dijo con inocencia.
—Tengo que hablar con mi madre.
—¿Por qué?

Al rato los dos se habían subido en un taxi. Desde la ventanilla pudo ver que la situación se iba empeorando a cada momento que pasaba. Los movimientos de gente ya estaban generalizados por toda la ciudad y eran más numerosos conforme se iba acercando a la casa de su madre. Le dijo al taxista que parara unos doscientos metros antes del edificio y se bajó del coche.
—¿Ahí vive tu madre? —preguntó la niña con asombro.

No era el mejor momento para admirar la Casa Blanca. El cuerpo central estaba siendo reformado y los andamios cubrían la hilera de columnillas. Por ahora, los manifestantes más pacíficos hacían un cerco a los terrenos del edificio, de manera que le costó trabajo llegar a la entrada trasera. Se acercó a uno de los guardas que vigilaba la verja para que le dejara pasar. Le costó estar más de cinco minutos esperando a que confirmaran su identificación, pero finalmente entró.

Aún no se había acostumbrado a vivir allí. Aunque su madre lo llevaba haciendo casi un año, él sólo llevaba allí desde el verano. Los pasillos con moquetas estaban siempre repletos de personas que apenas conocía o le caían mal. Por aquellos tiempos estaba más transitada que nunca, debido al momento de crisis que sufría el país. Los ministros andaban con prisa y empujaban sin pedir perdón a los demás empleados, exhalando miedo a cada paso y contagiándolo al resto.

Por el contrario, los militares se paseaban con aire confiado, y eso era algo que no tranquilizaba especialmente a Mel. Algo preparaban, y aquel militar, el general Garrida, era sin duda el más peligroso. No sólo por como era él en sí mismo, sino también por el círculo de influencias en el que se movía. Garrida era prepotente y peligroso, pero Mel había indagado más sobre él de lo que podía saber la gente común. Nada más pensara en él, su mente se iba automáticamente al oro gris. Además, a raíz de las palabras que le había soltado la pequeña, una seria de corazonadas le habían atacado sus nervios.

Llegó a la zona de dormitorios presidenciales sin que nadie le pusiera impedimento alguno. Estaban todos tan ocupados que no se habían fijado en él y en la niña.
—Quédate aquí, no te puede ver nadie —le ordenó Mel a la niña, mientras la metía en su propia habitación. Cerró la puerta antes de que ella pudiera rechistar.

Todavía no estaba seguro de qué era ella y menos aún si los demás podían verla, pero no podía arriesgarse a que la viesen. No quería ni pensar lo que podía hacer Garrida si llegaba a verla. Pero incluso sus temores más infundados, como ese, cobraron fuerza cuando se cruzó con el general Garrida. Éste le paró con la mano, parecía sorprendido por su presencia.
—¿Qué hace aquí? —preguntó con tono grave.
—Tengo que hablar con mi madre.

El hombre le miró con una expresión dura, casi de odio. Mel se fijó en su dedo, ahí brillaba el anillo de los Hijos de Lorrel.
—La presidenta ahora mismo se encuentra en una reunión privada.
—Si eso es cierto, me alegro de que mi madre ya no confíe en usted lo suficiente como para dejarle entrar a la reunión.
—Los motivos de no estar ahí son personales. Su madre confía plenamente en mí y autoriza todo aquello que odias que yo haga —contestó con una sonrisa que arrugó aún más su tez morena.
—¿También las ejecuciones clandestinas? —se atrevió Mel.
—¿De verdad eres tan simple como para creerte los rumores que se inventan unos pocos extremistas?
—Creo que os habéis inventado esto.
—¿Perdón? Explícate porque no te entiendo.
—Hace unos minutos estuve en medio de una manifestación y la gente luchaba en nombre de los Estados Unidos. También la carga policial luchaba contra ellos en defensa del país.
—¿Y que?
—Que todo es mentira. Aquí nada es cuestión de banderas.
—Posiblemente —lanzó, y recuperando seriedad añadió:— Discúlpeme, pero como ya le he dicho tengo asuntos personales.
—Como ocuparse de su hija Grace, ¿no?

Garrida ya había empezado a andar, pero se paró en seco cuando Mel dijo aquello; por un momento el joven se asustó.
—No sé a qué viene eso. Mi hija murió al empezar la guerra.

Y dicho esto se dio la vuelta y desapareció de la vista de Mel. No sabía si había hecho bien en decir eso, al fin y al cabo, para pensar que Garrida era el padre de Grace se basaba sólo en lo que le había dicho la niña que estaba en su cuarto. De todas formas, el general había dicho que su hija murió, pero nada de que no se llamara Grace. Tras quedarse unos segundos pensando volvió a la realidad, ahora debía resolver otros asuntos; se dirigió al despacho Oval, donde su madre debía estar reunida con los demás ministros.

Desde el comienzo de la guerra varios años atrás la economía había empeorado, a la vez que la seguridad ciudadana disminuía estrepitosamente. Abigail Shine, su madre, había llegado a la campaña dando esperanzas por acabar con aquel escenario y ganó las elecciones. Pero desde entonces las cosas no habían hecho más que agravarse, y aunque sólo hubiese pasado un año, la situación era insostenible. Los intentos de imponer ciertas medidas habían chocado con los intereses de ciertos grupos de presión con mucha fuerza. Las manifestaciones violentas eran consecuencia de todo aquello y en algunos Estados se respiraba un entorno de guerra civil.

El guardaespaldas del turno de tarde estaba en la puerta aparentemente tranquilo, sonriendo como si lo que ocurría a su alrededor le importase bien poco.
—Hola Freddie —saludó Mel—, ¿sabes cuándo termina la reunión?
—No, aún no ha empezado; dentro de quince minutos, a las cuatro —la sonrisa permanente de Freddie cambió cuando se fijó un poco más en el aspecto de Mel—. ¿Qué te ha pasado?

Pero Mel no le respondió, su cabeza estaba en otro sitio, no paraba de darle vueltas. Era posible lo que estaba pensando, y a su vez, una auténtica locura.
—¿Hay alguien dentro con ella? —preguntó Mel sin poder evitar la histeria que le invadía.
—Entró diciendo que quería diez minutos de intimidad, desde entonces no ha pasado nadie. ¿Pero qué es lo que pasa?
—¡Mamá! —gritó aporreando a la puerta, y dirigiéndose al guarda:—, abre ahora mismo, Freddie.

El vigilante hizo caso ante el nerviosismo de Mel y accionó su tarjeta de seguridad en la ranura correspondiente, a la vez que introducía una clave. La puerta se abrió como si la hubiera empujado un ciclón y tras ella entró Mel. Un sudor frío le resbaló por la espalda. La sala estaba tranquila, más de lo que había estado en todas las veces que había entrado. La mesa en el centro con los folios perfectamente ordenados; allí estaba el pisapapeles que le había regalado por el día de la madre cuando tenía diez años. Los ojos empezaron a escocerle y una lágrima asomó ligeramente. A través de un cristal roto entraba una fresca brisa que traía el murmullo de la gente. En el suelo yacía su madre, con un disparo en el pecho.

Escuchó a Freddie encender su walkie para avisar a seguridad, pero los sonidos se fueron apagando en su oído. Aquello era irreal; muchas veces había pensado que podía ocurrir, pero era imposible asumirlo. Dos lágrimas se deslizaron por su mejilla y sintió un fuego en su interior quemándole. En una milésima de segundo se imaginó cientos de momentos que aún soñaba vivir con su madre, y vio cómo todos ellos se consumían por aquel fuego. Todo su cuerpo se llenó de un vacío imposible que hasta pareció dejarlo sin aire, todos sus órganos querían salir de él. Una punzada en su costado herido fue el detonante de un alarido de dolor. Cayó de rodillas ante el cuerpo inerte y notó impotencia por no poder cambiar aquello.

Una veintena de hombres enchaquetados entró a toda prisa en el Despacho. ¿Dónde habían estado antes?
—¡Hay que llevársela de aquí a un hospital! —gritó alguien.

Tuvieron que apartar a Mel entre varios hombres para poderse llevarse a su madre.
—¡Quiero ir con ella! —gritó Mel.

Alguien le agarró haciéndole daño en el hombro lesionado. Era Jona, el secretario de su madre.
—Escúchame Melvin, tengo que hablar contigo un segundo —su tono era grave, lo apartó a un lado de la habitación—. Vamos a llevarte en helicóptero, tienes que irte de aquí.
—¿Dónde se llevan a mi madre? —preguntó sin entender nada.
—A un hospital, escúchame: me acaban de informar de que ha habido un ataque en Las Vegas y Washington corre el mismo peligro.
—¿Cómo que a un hospital? —preguntó ignorando lo segundo— ¡Mi madre ya está muerta!

De pronto se acordó de la conversación con el general Garrida y lo entendió todo, le había engañado por completo. Le había dicho que su madre estaba en un reunión siendo mentira, por lo que estaba claro que había participado en su asesinato. No podía creer que no hubiera llegado a tiempo de avisar a su madre de lo peligroso que era aquel tipo. No tenía ni idea de si podía confiar en el secretario de su madre, pero en aquel momento poco le importaba.
—¡Tienen que buscar al general Garrida! —exclamó.
—Mel, por favor, tranquilo.
—Es todo una conspiración, usted... ¡Todos lo sabíais!
—Mel, no te equivoques; tu madre me dijo que si le ocurría algo tenía que sacarte de aquí —pero algo había en él que hacía que desconfiara—. Cuando llegues a tu destino tendrás libertad de hacer lo que tú quieras.

Pensó en su madre y luego en la niña del vestido azul y recordó que la había abandonado en su cuarto, no podía dejarla allí para que la encontraran. Debía salir de allí cuanto antes. Antes de que el secretario añadiera nada más, salió disparado a través de la puerta.
—¡Cogedlo! —oyó que decía.

Una decena de pasos le persiguieron y uno de ellos le alcanzó y le tumbó en el suelo. El cuerpo entero le dolió una vez más y perdió todas sus fuerzas. Tuvieron que sostenerle para ayudarle a mantenerse en pie. El secretario se acercó lentamente con temple severo.
—Mel —comenzó a decir cuando su cara estaba a un palmo de la suya—, hay que reconocer que las cosas no podían seguir así.

Mel explotó y le escupió en la cara.

Una vena de su frente ancha se hinchó más de lo normal.
—Lleváoslo de aquí.

Entre dos agentes de seguridad lo llevaron al exterior de la Casa Blanca. Pero no podía olvidarse de que aún la niña del vestido azul seguía sola en su cuarto, quizás llorando y pasando miedo. Intentó zafarse de sus captores sin éxito y gritó con la idea de que la niña lo escuchara. Pero sus gritos sólo consiguieron rasparle la garganta y le fatigaban. Mientras caminaban hacia el helicóptero le entraron arcadas dos veces, hasta que finalmente vomitó justo antes de entrar.

Las aspas comenzaron a moverse con un sonido apagado, el helicóptero subió con una ligera sacudida y se deslizó suavemente por el aire. Pensó que todo el dolor que pudiera sentir en aquel momento no era nada. Su madre había muerto, y ni siquiera había podido prevenirla de Garrida. Se sentía culpable, pero todavía más sabiendo que la pequeña estaba en peligro.

Comenzaron a alejarse de la ciudad. En aquel momento, la Casa Blanca, el Capitolio y demás símbolos del pueblo, se erigían entre las hordas de gente como si fuesen hormigueros. Lo que fuera que hubiese avivado a las hormigas las había enfurecido.
—Deben ponerse unas gafas especiales, señores —dijo el copiloto desde la parte de adelante dos minutos después de despegar.

Fue la primera vez que Mel tomó conciencia del interior del helicóptero. Algo raro ocurría. Dejó que le pusieran las gafas que habían dicho, tenían un grueso cristal oscuro. El hecho de que los demás tripulantes también se las pusieran no le tranquilizó nada en absoluto. No entendía lo que pasaba; aunque a decir verdad, ninguno de los que había allí parecía comprender nada. Recordó lo que había dicho el secretario momentos antes, las Vegas había sido atacada. ¿Pero cómo? Sintió el peso de las gruesas gafas y una gota de sudor le provocó un escozor por toda la cara. Se vio a sí mismo en la Biblioteca una hora antes, con una niña en brazos que no sabía si existía, esquivando a policías y cócteles molotov. Imaginó el cuerpo de su madre, en algún lugar de Washington; imaginó a la niña intentando encontrarle. Ellas estaban abajo, y él arriba. Lo que ocurriría a continuación cambiaría el curso de las cosas.

Las gafas de protección no evitaron que viese el fuerte resplandor. En alguna parte comenzó, la intrincada reacción en cadena de la explosión. Puede que en un bidón de basura de algún barrio humilde, o en medio de una manifestación con millones de personas a su alrededor. El espectáculo más bello creado por el ser humano se extendió por las retinas de la población, quemándolas en el instante en que era visionado. Una fuerza más arrebatadora que un volcán arrasó todo un símbolo del país. Un vaho hecho de fuego arrastró millones de vidas en forma de ceniza. No quedó ni huella, ni de Abigail Shine, ni de ninguno de los habitantes de Washington.

Mel no fue el único en vomitar. Una hora después, el helicóptero pidió permiso para aterrizar en un lugar seguro, alejado de la radiación. Tras la explosión el piloto había puesto perdido el salpicadero y tuvo que ser sustituido por su compañero. Uno de los agentes que le escoltaban también se encontraba indispuesto y estuvo a punto de perder el conocimiento. Mel sabía que llegaría el momento en que tendría que pensar en su futuro, en lo que iba a hacer a continuación. Mentalizó el trozo de periódico que había cogido en la biblioteca, la fecha del 4 de febrero de 1991. La fotografía en blanco y negro mostraba el pueblo de pescadores de Puerto Morales. En el centro había varios hombres de rodillas, intimidados por las pistolas de la guarda costera. Solamente uno de los hombres del grupo central estaba de pie, frío y amenazador.

Era Simón Bakälar. Tenía que encontrar la manera de dar con ese hombre.


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